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# 122
-¿qué es lo que es?-
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"Pero de las pirámides nunca se ha dado una razón que justifique el costo y el trabajo de la obra. Parece que se hubieran construido sólo por acatamiento a esa hambre de imaginación que hostiga incesantemente la vida, y que siempre hay que aplacar con alguna tarea." Alasdair Gray
"Ni crimen de plomo / Ni justicia de pluma / Ni viva de amor / Ni muerta de deseo". Paul Eluard
PROSA
| Ambrose
Bierce
| El puente sobre el río
del Búho |
ETIMOLOGÍA
| Horca
|
RESPUESTAS
DEFINICIÓN
| Gollete |
POEMAS
| 39
|
Quién
| Susana Thénon |
GRAFFITTI
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| Anuncia |
ENLACES
| Amor | Propio |
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¿Nos cuenta en sesenta palabras un flash que se haya comido?
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1
Desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba correr rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda, anudada al cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que soportaban los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus ejecutores –dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido subcomisario. No lejos de ellos, en la misma plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias de su grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando armas, o sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco natural que obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no parecía concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear los extremos de la plataforma de madera.
Delante de uno de los centinelas no había nada a la vista; la vía férrea se internaba en un bosque a un centenar de yardas; después, trazando una curva, desaparecía. Un poco más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la orilla, un campo abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia de la colina entre el puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de soldados de infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los fusiles en el suelo, el caño ligeramente inclinado hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados estaba un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima de la izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían haber sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los brazos cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer el menor gesto. Cuando la muerte anuncia su llegada, debe ser recibida con ceremoniosas muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son formas de la cortesía.
El hombre que se preparaban a ahorcar podía tener treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta, boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás, cayéndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris oscuro tenían una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en un hombre con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El liberal código del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de personas, sin excluir a las personas decentes.
Terminados sus preparativos, los dos soldados dieron un paso hacia los lados, y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El sargento se volvió hacia el capitán, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe, el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoyo y dejó vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos. Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!
Cerró los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo de madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento, de los seres queridos, escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender, un golpe seco, metálico, que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser aquel ruido, si venía de muy cerca o de una distancia incalculable –ambas hipótesis eran posibles–. Se reproducía a intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a muerte. Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos, enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaran cuchilladas. Tuvo miedo de gritar... Lo que oía era el tic–tac de su reloj.
Abrió los ojos y de nuevo oyó correr el agua bajo sus pies. "Si lograra libertar mis manos –pensó– llegaría a desprenderme del nudo corredizo y saltar al río; zambulléndome, podría eludir las balas; nadando vigorosamente, alcanzar la orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios gracias, todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera del alcance del puesto más avanzado de los invasores".
Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en frases, que más que provenir del condenado parecían proyectarse como relámpagos en su cerebro, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al costado.
2
Peyton Farquhar, plantador de fortuna, pertenecía a una vieja y respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, se ocupaba de política, como todos los de su casta; fue, desde luego, uno de los primeros secesionistas y se consagró con ardor a la causa de los Estados del Sud. Imperiosas circunstancias, que no es el caso relatar aquí, impidieron que se uniera al valiente ejército cuyas desastrosas campañas terminaron por la caída de Corinth, y se irritaba de esta sujeción sin gloria, anhelando dar rienda libre a sus energías, conocer la vida más intensa del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba seguro de que esa ocasión llegaría para él, como llega para todo el mundo en tiempos de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde para la causa del Sud, ninguna aventura demasiado peligrosa si era compatible con el carácter de un civil que tiene alma de soldado y que con toda buena fe y sin demasiados escrúpulos admite en buena parte este refrán francamente innoble: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada de su parque, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar no deseaba otra cosa que servirlo con sus blancas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su marido se acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió con avidez noticias del frente.
–Los yanquis están reparando las vías férreas –dijo el hombre– porque se preparan para una nueva avanzada. Han alcanzado el puente del Búho, lo han arreglado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden que se ha fijado en carteles en todas partes, el comandante ha dispuesto que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, los túneles o los trenes, deberá ser ahorcado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
–¿A qué distancia queda de aquí el puente del Búho? – preguntó Farquhar.
–A unas treinta millas.
–¿No hay ninguna tropa de este lado del río?
–Un solo piquete de avanzada a media milla, sobre la vía férrea, y un solo centinela de este lado del puente.
–Suponiendo que un hombre –un civil, aficionado a la horca esquive el piquete de avanzada y logre engañar al centinela –dijo el plantador sonriendo–, ¿qué podría hacer?
El soldado reflexionó.
–Estuve allí hace un mes. La creciente del último invierno ha acumulado gran cantidad de troncos contra el muelle, de este lado del puente. Ahora esos troncos, están secos y arderían como estopa.
En ese momento la dueña de casa trajo el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias ceremoniosamente, saludó al marido, y se alejó con su caballo. Una hora después, caída la noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al Norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
3
[...]
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Ambrose Bierce nació en 1842 en Ohio, Estados Unidos, décimo de trece hermanos cuyos nombres empezaban con A, en una familia pobre. A los nueve comenzó a trabajar en una imprenta. Diez años después, participó de la guerra civil, con el ejército de la Unión, en batallas como la de Chickamauga. A los veinticinco publicó poemas y comenzó a colaborar con relatos y artículos en varios periódicos norteamericanos, y luego (vivió en Londres) también ingleses. Se encargó el mismo de preparar sus obras completas. En castellano se publicaron varias antologías de sus cuentos, y de su Diccionario del diablo. Hacia 1910, viajó a México y se unió al ejército revolucionario de Pancho Villa. En 1914 desapareció misteriosamente. La película Gringo viejo se basa en su vida.
HORCA, 1070. Del lato FURCA 'horca de labrador'. Desde este sentido pasó ya en latín clásico, por similitud de forma a designar un 'palo hincado en el suelo y bifurcado en lo alto, empleado para ahorcar a los condenados, cuyo pescuezo se sujetaba a la bifurcación por medio de un travesaño'. Más tarde el nombre de horca se aplicó a 'otros dispositivos empleados para ejecutar por suspensión y estrangulación.
DERIV. Horcajo, 1495; a horcajadas, 1817; ahorcajarse. Horcón, princ. S. XVII. Horqueta, S. XIX. Horquilla, 1611; ahorquillar. Ahorcar, 1469; antes enforcar, 1202; ahorcado.
¿Se cuenta una pesadilla? o ¿un gran susto que se haya pegado?
Hace mucho fui a un parque de diversiones. Había un laberinto
de espejos. A poco de entrar cortaron la luz. Mientras tanteaba los espejos
imaginaba quién más habría entrado detrás de mí. De pronto sentí unos dedos
que apretaban mi garganta. Se prendió la luz. Vi en todos los espejos mi
rostro horrorizado. Me contaron que me morí del susto.
Norah
Me levanto, camino hasta la puerta y al salir del dormitorio, el pasillo
sigue oscuro. Siento frío. Desde ahí podía ver la pileta llena de hojas y la
reja abierta. El cielo encapotado y las luces se movían con el viento. Eran
las tres y media. Alguien entra apurado, con un montón de ropa y los broches
en la mano.
Marcelo de Sousa
No sé si para uds. es una pesadilla....pero el otro día soñé que estaba con
mi prima en un telo.
Me dio un poco de miedo.
Euge
gollete. m. -
no tener gollete. fr. fig. coloq. Carecer de sensatez o de buen sentido.
E. Gudiño Kieffer, Guía, 1975, 244: [...] no tiene gollete que te perdás ocho horas haciendo mandados, cuando podés ganar diez veces más en diez minutos.
Del Diccionario del habla de los argentinos.
39
la rueda se ha detenido se ha deteni-
dos tres dos tres dos la rueda
se ha detenido roto por dentro
solo madera entran ojos
solo memoria cónico
solo memoria al cielo de cara no es posible
que arda ya más que arda más todavía que
arda solo eterna como si el viento (algo)
no arrojara sus migas sus ropas deshecho
ansiado cuerpo luz de la noche pájaros
homicidas bajo el puente se alejan fríos
(algo) cadencioso mar
y silbó y dijo criatura barro
y dijo y rió trompa de vena
y rió y apuntó carne temblada
y disparó bulto
zapatos
carne
aéreo (algo)
y sol (una mujer)
hachas de sol (ante la puerta con llave)
arañan la puerta (busca su llave) aclara
el pecho (dice en alta voz) el ojo (ábreme yo) la mano
(llama llama) el borde (no) del río (no) de sangre
(no) de sangre que huye hilo salvaje negro de pavor
entre el suelo y la puerta al encuentro de sus pasos
la rueda se ha detenido se ha deteni-
dos tres dos tres dos la rueda
se ha detenido
Quién
¿Quién caerá primero?
¿Quién estará solo
primero?
¿Quién
se resistirá inútilmente
al cielo que avanza?
Susana Thénon (1935-1991) publicó Edad sin tregua (1958), Habitante de la nada (1959), De lugares extraños (1967), distancias (1984), Ova completa (1987) y todos estos libros en La morada imposible Vol.I (2001).
"Te podés quedar / sin una mina y sin un chabón / pero te queda 100pre / un faso y diversión".
"Griselda deserebrada". Ambos en un paredón de Angulo y el río, Dock Sud.
Colgada del retrovisor, una horca en miniatura anuncia:
a - el conductor está a favor de la pena de muerte por ahorcamiento
o cualquier otro método asfixiante.
b - el conductor planea colgarse y nos avisa
c - el auto es prestado
d - todo junto se escribe separado
eh - otros
Taller de lectura y escritura.
Encuentros semanales.
Conducen: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
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