Ñ u s l é t e r ~
# 208
-mensaje argentino de divulgación-
"La Argentina
...
Por descubrir el ser tan olvidado,
del argentino reino, ¡gran Apolo!,
envíame del monte consagrado
ayuda con que pueda aquí, sin dolo,
al mundo publicar, en nueva historia,
de cosas admirable la memoria."
Martín del Barco Centenera
"Mezcla de razas y herencias, de breve historia, de carácter no formado, de instituciones, ideales, principios, reacciones no determinadas, maravilloso país, es verdad, rico en porvenir, pero todavía no hecho. ¿Es ante todo Argentina lo autóctono, quienes se asentaron allí hace tiempo? ¿O es sobre todo la inmigración transformadora y constructora? ¿O quizás Argentina es precisamente una combinación, un cocktail, una mezcla y una fermentación? ¿Es Argentina lo indefinido? En estas condiciones el cuestionario entero del argentino: ¿quiénes somos?, ¿cuál es nuestra verdad?, ¿hacia dónde debemos marchar? tiene que ir al fracaso. Porque no es en los análisis intelectuales sino en la acción -acción apoyada sólidamente en la primera persona del singular- donde se esconde la respuesta".
Witold Gombrowicz
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PROSA | El estado en que me encuentro | Mariano Carrara |
ETIMOLOGÍA | Argento |
ENCUESTA
GRaFiTi
PROSA | La larga risa de todos estos años | Rodolfo Fogwill |
DEFINICIóN | Yo, argentino |
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| Comunicación textual |
ENLACES | Reflexiones patrias
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| Mundo copado |
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El estado en que me encuentro
Capítulo 9
Crecí en un ámbito castrense: instituciones y vida social de círculos militares, uniformes, camisas adentro del pantalón, pelo corto, el culto a las armas, al coraje, la soberanía, los santos evangelios... Y un halo fóbico hacia todo aquello que no respondiera a esa naturaleza. Tanto Nico como yo proveníamos de ahí. Nuestros padres fueron amigos desde el liceo y aliados políticos en el Ejército. Ascendieron casi al mismo tiempo, y sus sucesivos traslados forjaron la suerte de nuestra amistad. Coincidimos por primera vez en Junín de los Andes. Fue un tiempo apenas suficiente para enseñarle a Nico los escondites y recovecos del regimiento y para legarle la infinita soledad patagónica. No mucho después volvimos a encontrarnos en Paraguay, donde permanecimos varios años mientras su padre y el mío se desempañaban como agregados militares de la embajada. Nosotros, entre otras cosas, experimentábamos la exuberancia del calor guaraní, y la perversión de la empleada doméstica que trabajaba en casa, que nos reveló los secretos de su cuerpo a cambio de algunas monedas que robábamos de las carteras de nuestras madres y de un collar que mi hermana aún busca. A los años en Paraguay les debemos, además, nuestros primeros contactos con el canabis, a expensas de un compañero de colegio, hijo de un diplomático mexicano a quien su jardinero proveía de enormes cantidades de hierba todavía húmeda. Desde entonces, cualquier palabra guaraní entre nosotros cobró una subrepticia connotación de complicidad que con Nico continuamos utilizando como un código privado hasta el día de la bala. También corresponde a esa época el descubrimiento de los primeros discos, tan eclécticos como significativos, que Ernesto, el menor de los tíos de Nico por parte materna, le enviaba por encomienda desde San Francisco con una nota en spanglish bajo el título invariable de "Gifts cancheros from uncle Ernesto". Michael Jackson, John Lennon, ABBA, Bob Dylan, Cat Stevens, Village People, Simon and Garlfunkel, Genesis, Kiss, The Police. Discos que Alfredo, padre de Nicolás, nos prohibía escuchar en su presencia, debido a la naturaleza irrefutablemente gay de uncle Ernesto. Por último, a mediados de los ochenta, volvimos a Buenos Aires. Entre años y destinos, nuestros padres se convirtieron en Coroneles. Nico y yo, en cambio, ya adolescentes, comenzamos a renunciar abiertamente a todo ese mundo militar que nos aburría por ceremonioso y claustrofóbico. ¿Hay algo más susceptible de burla que lo militar? Ese círculo siempre nos resultó incómodo, sin embargo, si acaso hubo algo para nosotros fuera de él, no fue más confortable. Porque aunque lo disimuláramos, como intentamos, éramos hijos de militares desprestigiados hasta el hartazgo en cualquier ecosistema ajeno a un cuartel, una iglesia o una cancha de polo.
Cuando volvimos de Asunción, en Argentina se vivía una efervescencia cívica que veneraba a la democracia como a una imagen religiosa recuperada de las impías manos infieles. Y con Nico nos preguntábamos, entre risas, si debíamos sentirnos hijos de la inquisición, porque de repente nos señalaban como a los resabios del oscurantismo: las historias más siniestras que se podían escuchar las protagonizaban nuestros padres y sus amigos, aunque nosotros hayamos visto -o escuchado, es cierto- otra historia, expuestos, como estuvimos, a otro discurso, otro cuento. Por lo tanto, el regreso a la Argentina tuvo para ambos algo de ciencia ficción, donde las posiciones de malos y buenos se habían invertido radicalmente, al igual que los adjetivos: si antes los militares habían sido héroes, ahora eran asesinos, nazis, y de patriotas pasaron a traidores, corruptos; los otros, en cambio, que antes atentaban contra la paz nacional, ahora eran soñadores ingenuos, y de subversivos pasaron a luchadores, idealistas. Sin embargo, no se necesitaba demasiada agudeza para sospechar que la moral del país era la misma de siempre, sólo que ahora, con el hipócrita disfraz de la moderación, fingía horrorizarse de lo que había deseado, demandado y propiciado, depositando su propia monstruosidad en el "quiste" militar, por cierto, educado bajo sus preceptos fundadores. De nada importaba que el pueblo los haya pedido a gritos en cuanta plaza hubiera; de nada importaba que mi padre y el de Nico, por ejemplo, hayan estado en disponibilidad para luchar en Malvinas con el clamor popular emanando nacionalismo como telón de fondo; nadie consideraba ya la férrea subordinación que había orquestado sus vidas y las de sus familias moviéndolos de aquí para allá como a piezas de ajedrez. Hasta la sola mención de los oficiales muertos era una condenable reivindicación del terrorismo de estado. Ahora los militares eran, por definición, asesinos y ladrones de bajo pedigree. Nada más. Y aunque al principio el juicio de aquellos que ni siquiera distinguían un uniforme del Ejército de uno de la Fuerza Aérea nos enfurecía, de a poco aprendimos a digerir comentarios. Incluso los más virulentos. A fuerza de desinterés, o de negación si se quiere, desarrollamos un alto nivel de tolerancia. En definitiva, era el dilema de otros. Pero a pesar de la distancia que tomamos respecto a posiciones dogmáticas, y de haber aprendido a contemplar la historia reciente como el complejo desenlace de la simple convicción de las pasiones y la brutalidad, a pesar de todo, digo, la angustia persistió, porque sin importar cuál eligiera uno, toda perspectiva mostraba una historia de mierda, de mucha mierda. Y por más que pretendiéramos desentendernos de ella, nos salpicaba.
Desde ya, en aquel entonces todo fue más intuitivo que razonado, algo así como instinto de supervivencia, supongo. No hubiese sido justo pedirnos más. Éramos un par de adolescentes aterrados por una Buenos Aires multicromática e inconmovible a la que ansiábamos pertenecer.
Toda mirada es parcial y todo contexto condiciona. Y yo lo sé. Nada más.
Nos tildaron de rebeldes por motivos tan mojigatos como el pelo revuelto y apenas largo o la ropa oscura, desgarbada. Pero lo nuestro era desprecio, no rebeldía. No pretendíamos cambiar la dinámica ni los modos ni las costumbres de nuestro círculo social. Nada de eso. Lo único que queríamos era huir, deshacernos de aquel bagaje de prejuicios que insistía en acompañarnos, como una cicatriz. Sólo a la fuerza o bajo amenaza asistíamos a eventos sociales, aunque de a poco nuestros padres fueron valorando las ventajas de prescindir de nuestra presencia, siempre al borde del papelón, una desprolijidad desafiante y premeditada que no pudieron limar con ningún castigo. Provoqué mi expulsión del Lasalle y del Manuel Belgrano para terminar en un húmedo y corrosivo colegio del estado que mi padre citaba cada vez que quería ejemplificar mi decadencia, mi dejadez. Se cansaron de definirnos como "resentidos" o "inconformistas" o "idiotas". Pero las personas son más complejas que eso, tanto como la historia que construyen. Lo cierto es que aún no sé quién soy -¿acaso alguien lo sabe?- pero me conozco: puedo creerme inteligente y despreciar a mucha gente, y al mismo tiempo ser tan imbécil como para pensar que tengo razón.
Mariano Carrara nació en Salta en noviembre de 1971. El estado en que me encuentro es su primera novela.
ARGENTO 'plata', 1241. Cultismo muy raro del latín argentum ídem.
DERIV. Argentado, hacia 1300. Argentero, 1351; argentería, 1438. Argentino, 1602, como título del poema "La Argentina",
de Barco Centenera, de donde se sacó después el nombre de la República del Plata.
COMPUESTO. Argentífero, hacia 1900.
Si hubiera que rebautizar a la Argentina, ¿qué nombre le pondríamos? ¿Por qué?
Mande su nombre
a:
www.niusleter.blogspot.com
"Sociedad argentina es anagrama de nació desintegrada." En Charlone y Maure (Chacarita).
"¿Para ser prócer hay que matar indios? Bicentenario de crímenes de Estado." En Diagonal Sur y Bolívar, en la esquina del Cabildo (Centro).
"Seamos libres y lo demás no importa nada. Arístides." En Emilio Lamarca al 5200, casi General Paz. Enviado por Hilario González.
Acá se pueden ver las fotos: www.escritosenlacalle.com
Si le copa, mande graffiti, con dirección, a: niusleter@niusleter.com.ar.
Muchas gracias.
La larga risa de todos estos años
No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido "seguro sí", o me habría consultado con los ojos antes de decir "sí", o tal vez habría dicho directamente "sí", volteando su largo pelo rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
Salía por las tardes, a las dos, o a las tres. Siempre los martes, miércoles y jueves, después de mediodía, se maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta las nueve de la noche.
A fin de mes, si había dinero, no salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes a jueves nos quedábamos charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la hamaca paraguaya que habíamos colgado en el balcón.
Y si faltaba plata, en la primera semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al centro, hacía algún punto, después volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde. Pero siempre teníamos dinero. Hubo caprichos: el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre cambiando de auto, esos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca nos faltaba plata, ella hacía puntos entre martes y jueves las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a cocinar.
A veces pienso que por entonces cada día era tan parecido a los otros, que por esa constancia y esa semejanza se producía nuestra sensación de felicidad.
Salía temprano. Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminado hacia Sarmiento; a veces se entretenía mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas, estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de las casas de cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el precio de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos la miraba.
Entraba al bar de la esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente alguien la veía y la reconocía y la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
Los hombres no podían olvidarla con facilidad.
Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y en algún quiosco compraba revistas francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería Richmond de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer Florida hacia la Plaza San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro Naval y en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan sus familias en las bases del sur y sabían de ella.
Si no encontraba un oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía fallar, porque si los mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían andado por ahí buscando una mujer.
Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o en algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron -los conocí-, y me consta que, por conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es una mujer.
[...]
Para leer el cuento completo, apirete acá.
Fogwill (Bs. As., 1941). Sus últimos títulos son: los libros de poemas Lo dado, Canción de Paz y Últimos movimientos; las novelas En otro orden de cosas, La experiencia sensible, Urbana, y Runa. Más datos y algunos poemas en: Ñusléter # 30
YO, ARGENTINO: Al estallar la guerra del '14 era presidente Roque Sáenz Pena, quien proclamó la neutralidad de nuestro país. Al sucederlo dos años después, Hipólito Yrigoyen continuó esa política y la sostuvo con mayor rigor. Eran tiempos en que muchos miembros de la alta sociedad argentina, artistas y escritores acostumbraban pasar largas temporadas recorriendo Europa. La guerra los sorprendió allí sin que muchos se arriesgaran a cruzar nuevamente el Atlántico. Ante cualquier dificultad que se les presentaba con las autoridades de los bandos en pugna, esos "anclados" forzosos, exhibían el pasaporte acompañado de la frase "Yo, argentino". La expresión fue motivo de chistes y monólogos en nuestros teatros de revistas. Y, pasada la guerra, quedó como declaración de prescindencia. Cuando alguien no quiere verse en una situación capaz de comprometerlo asegura: "Yo, argentino". Una frase que confiere la mejor de las visas para el desentendimiento.
En Tres mil historias de palabras y frases que decimos a cada rato, Héctor Zimmerman, Aguilar, Buenos Aires, 1999.
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