¿ Ñ u ~ l é t r ?
# 204
-mensaje abrigado de intemperie y aventura-
"Me preguntas qué he debido soportar para haber llegado a
donde estoy. No lo sabrás, ni tú ni los otros, porque no se puede decir. La mano
que me quemé y cuya piel está arrugada como la de una momia, es más insensible
que la otra al frío y al calor. También mi alma pasó por el fuego: ¿puede
maravillar acaso que no se caliente al sol? Considéralo en mí como una
invalidez, como una enfermedad vergonzosa de mi interior, que he contraído por
haber frecuentado cosas malsanas; pero no te aflijas más porque no hay nada que
hacerle. No me compadezcas, no vale la pena. No te indignes, sería poco
inteligente."
Gustave Flaubert
"... cuando el hombre se despierta del sueño y procura encontrar su significación, tropieza con una realidad subyacente, configurada por las imágenes del sueño, y observa entonces cómo también entre esas dos imágenes existen cercanías y diferencias. Y el sueño se convierte para él en una metáfora. Pero el sueño, en la interpretación del hombre despierto, ya no es la misma cosa soñada."
Tudor Vianu
"¿Qué es la originalidad? Ver algo que todavía no
tiene nombre, que no puede aún ser denominado, aunque esté delante de todos los
ojos. Dada la manera de ser de las gentes, el nombre es lo que hace visibles a
las cosas."
Friedrich
Nietzsche
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En plena noche
¿Cuándo y cómo fue la última vez que se perdió?
En cien palabras, por favor.
¿Qué encontró estando perdida/o?
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Algunos consejos pueden servir siempre
He aquí algunos al azar. Hay que:
–Dar su oportunidad a los personajes. No condenarlos de antemano, como en el melodrama, no oscurecerlos ni hacerlos más claros artificialmente. Para los papeles secundarios, pensar en dar a cada uno “su momento” en el film, la escena en la que se exprese totalmente, en la que llegará hasta lo más profundo de sí mismo. El actor y los espectadores quedarán con ello igualmente satisfechos.
–Cultivar con discreción la ambigüedad, e incluso el difuminado. Saber que la dirección y la interpretación –una mirada aquí, un gesto allá– dirán mucho más que unas frases, lo dirán, en todo caso, de otro modo. Los buenos personajes avanzan siempre dentro de una zona de incertidumbre. Su acción no está trazada de antemano. Todo puede suceder. Y lo que sucede en su rostro o en su cuerpo, lo interpretarán los espectadores con frecuencia de manera personal, diferente cada vez. Cada uno de ellos, a su modo, completa, termina el personaje.
–No se tema partir de un cliché, de una situación conocida. Trabajándola se llegará a la originalidad, poco a poco. Mientras que buscando a cualquier precio una situación de partida absolutamente original, por ello mismo desconocida, espantosa, se la rechazará poco a poco, se la suavizará, se la redondeará, para terminar, prosaicamente, en lo convencional. Recuérdese la frase de Hitchcock: “Vale más partir del cliché que llegar a él”. Y algunas citas célebres también: “Todo lo que no es tradición es plagio” (Eugenio d'Ors) y “La originalidad es la vuelta al origen” (Antonio Gaudí).
–Pensar a cada instante en la fórmula sacrosanta, tan a menudo olvidada: “No anunciar lo que va a verse. No contar lo que se ha visto”.
–Decirse a cada instante que la literatura es el enemigo número uno, que todo efecto literario en la escritura irritará al director, que no sabrá cómo transcribirlo. Saber sacrificar hermosas frases, hermosas ideas.
–Saber que un diálogo breve obliga al director a tener imaginación.
–Imaginar imágenes compactas, hermosas y ricas, imágenes emblemáticas, que cada una parezca contener la película entera. Buscar para cada escena la imagen central y construir la escena alrededor de ella. No hacer intervenir el diálogo sino en segundo lugar, a menos que el centro mismo de la escena sea una palabra o un efecto sonoro.
–Escribir en un tiempo cinematográfico, que no es el tiempo teatral ni el tiempo de la novela. Saber que nada es más fácil que escribir en una novela al día siguiente por la mañana. Nada más difícil en una película que mostrar que estamos en el día siguiente y que es por la mañana.
–Saber que la tan célebre psicología, vecina de la tipología, de la caracterología, es una disciplina arbitraria, cuya verdad aparente depende de cada uno de nosotros. Los verdaderos caracteres son imprevisibles, y sin embargo lógicos. Preferir a la lógica psicológica el rigor de la construcción dramática. Saber que toda acción revela algo, que ya no estamos en el teatro burgués del siglo XIX, en el que las reacciones del personaje estaban previstas antes de su entrada en escena. El cine es un hombre que llega a caballo a una ciudad del Oeste y nada sabemos de él. Va a definirse poco a poco, por sus gestos, por sus miradas.
–Conservar siempre en el espíritu un solo elemento teórico: todo acontecimiento dramático, para ser plenamente satisfactorio, debe ser a la vez inesperado e inevitable. Desenvolverse lo mejor posible en esta admirable contradicción.
–No olvidar nunca el sonido, no considerarlo nunca como accesorio. Se construye la banda sonora de una película desde el guión. Es bueno, cuando se cree terminado el guión, hacer una lectura minuciosa no concentrándose más que en el sonido, intentado oír la película. También aquí pueden aparecer digresiones, repeticiones, como en el relato propiamente dicho, y también el vacío, la ausencia, o una pobreza manifiesta.
–Repetir tres veces en voz alta cada mañana aquella cita de Chejov: “Lo mejor es evitar toda descripción de un estado de alma. Hay que intentar hacerlo comprensible por las acciones de los héroes”.
Jean Claude Carrière y Pascal Bonitzer, en Práctica del guión cinematográfico (1991).
En agosto,
¿QUÉ CONTÁS?
Encuentros para trabajar una serie de cuentos: pueden ser ideas a desarrollar, textos empezados o completos por corregir.
Espacio colectivo de escritura e intercambio.
Recursos para escribir y corregir.
Comentarios orales y por escrito.
Lecturas compartidas.
HORARIO: Lunes de 19:30 a 21:30 hs.
LUGAR: Peña y Azcuénaga (Barrio Norte).
COSTO: $ 120
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Escribí un mensaje con asunto “Quiero ir” a niusleter@niusleter.com.ar y te contamos cómo sigue.
COORDINAN: Fernando
Aíta -
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¿Por qué hacerlo? 10 MOTIVOS
"Con o sin crisis: / Me matan si no tengo trabajo, / y si trabajo me matan."
En Av. Ossa con Gran Avenida, (Santiago de Chile). Los envió Carolina Gana.
"Nico sos un flash". Vilardevó y Lascano, Villa del Parque. Anotado por Lucía.
"Los pobres no son una mierda". En Diagonal Norte al 500, mano impar.
"Si tienes hambre, comete una mano." En Billinghurst y Peña.
"Y si te reís más?" Escrito con marcador, en Juramento y Amenábar.
Si le copa, mande graffiti, con dirección, a:
niusleter@niusleter.com.ar.
Muchas gracias.
El día que te lleve el viento
Aquella tarde él recorría las calles de siempre soportando la
llovizna y el frío. Las manos en los bolsillos, la bufanda enroscada en el
cuello, la boca caliente detrás de la bufanda. No tenía sentido pensar en ella,
pero no podía hacer otra cosa más que recordarla; más que aceptar, con una
mínima furia contenida, que el amor era una roca, una fuerza real que él no
había considerado nunca. Cariño por una mujer no era lo mismo que amor. Por ella
había sentido amor. Y había hecho todo al revés o, por lo menos, se había
equivocado lo suficiente como para que ella terminara por abandonarlo; para que
el amor lo abandonara en realidad. Sonrió. Se sentía viejo para sufrir por esas
cosas, pero necesitaba llegar hasta el final de su desesperación, agotarla,
convertirla en un sentimiento ridículo, terminar de apartarse, de una vez, de la
melancolía.
Entró en un pequeño bar de una esquina cualquiera y pidió un
café y una medida de grapa. Le gustaba tomar grapa en un lugar que parecía más
bien ambientado para el whisky o el coñac. También le gustaba el coñac, pero le
daba una vergüenza inexplicable beberlo frente a extraños. La forma extrovertida
de la copa, la posibilidad de que la calentaran incendiándola a la vista de
todos. Semejante espectáculo no tenía nada que ver con él. La grapa le parecía
mejor, en un vaso pequeño, con un color apenas esmeralda que la ligaba tan
adecuadamente a su idea de humildad.
Tomó la grapa y bebió un poco de café. Esperó un tiempo prudencial y pidió otra
haciendo una sena con la mano. El mozo no habrá podido determinar con exactitud
lo que él quería (tal vez porque la sena correspondía también a la de un café) y
se acercó. Él aprovechó esa fugaz intimidad que se le brindaba para pedir una
doble. El mozo la trajo en dos vasos, cosa que él nunca hubiera imaginado. No
había pedido dos sino una, doble, pero no dijo nada, no quería ofender al mozo.
Terminó la bebida y se levantó para ir al baño. El alcohol lo había mareado y,
más que la cantidad, pensó que había sido la velocidad a la que lo había tomado.
Se sentía bien, lo único que iba a necesitar era comer por la noche. Nada más,
murmuró, lo que debió ser mal escuchado por el mozo, que le preguntó qué quería.
Ir al baño, dijo él. Arriba, le indicó el mozo: la puerta de la derecha.
La escalera era tan angosta que, supuso, de bajar alguien en
ese preciso momento uno de los dos iba a tener que retroceder hasta el final
para dejar el paso al otro. Empujó la puerta correcta (la que tenía pegada la
figura masculina) y echó su cuerpo sobre la pared, frente a uno de los
mingitorios. Estoy borracho, se dijo; y pensó que ya estaba borracho desde antes
de haber tomado y que la grapa sólo le había dado la excusa para poder
expresarlo. Estaba borracho porque quería estar borracho. La borrachera es un
estado del alma, concluyó, y decidió que cuando llegara a la soledad de su
departamento iba actuar para sí mismo como un borracho, como el alcohólico
empedernido que no era. Quizá revolear un vaso contra la pared, reírse de un
pensamiento a los gritos. En público debía mantener la compostura, no era hombre
de andar haciendo escenas por ahí.
Bajaba las escaleras cuando una mujer rubia subió el primer
escalón. La mujer no se dio cuenta enseguida de que la escalera estaba ocupada y
él la dejó seguir. Se encontraron en el medio y la mujer esperó paciente su
retroceso. El sabía que tenía que retroceder. Tardó un poco, pero realmente iba
a retroceder cuando ella avanzó con audacia, obligándolo a ponerse de costado.
La mujer tenía que hacer fuerza para pasar y la hizo. No eligió las caderas para
empujar, sino los pechos y la pelvis, dándole a él la cara de manera brutal. El
aliento de la mujer, su perfume agresivo, aceleraron por un momento su corazón.
La mujer siguió hacia arriba con decisión y abrió la puerta del baño, se diría
que la embistió, sin furia, como si no lo hubiera hecho con el cuerpo, sino con
una energía que llevaba delante del cuerpo. Una especie de escudo protector y
destructor también, por qué no.
Bajó las escaleras, volvió a sentarse y pagó la cuenta.
Cuando la mujer bajó, se sentó en una mesa donde había un coñac esperándola. Él
podía sentir cómo el extraño perfume de la mujer, perceptible a esa distancia,
lo perturbaba; un influjo de luna sobre su sangre, pensó. La mujer apuró la
bebida, se puso el abrigo y salió del bar. Cuando pasó frente a él, del otro
lado de la ventana, no lo miró, pero con los dedos extendidos de su mano
izquierda rozó el vidrio de punta a punta, dejando una marca humedecida. Él se
levantó, enroscó su bufanda al cuello y salió a la calle. Vio la figura de la
mujer a mitad de cuadra. Caminó rápido hasta acercarse un poco. Después trató de
coordinar su velocidad con la de ella. Estaba excitado, sorprendido de sí mismo,
de estar siguiendo a una mujer, de estar acechándola. Caminaba tratando de ir en
línea recta de árbol en árbol para ocultar su cuerpo. Temía que ella se diera
vuelta, que lo sorprendiera en esa actitud. Quería mantener media cuadra de
distancia, pero su andar se aceleraba y varias veces tuvo que demorarse para no
alcanzarla. La mujer dobló y él supo de pronto que iba a conseguir lo que
quería. De cualquier manera: en la calle, en el baño de un bar, iba a obligarla
de ser necesario. Le miraba las caderas entubadas en una pollera provocativa, su
andar sereno, sexual. Era alta, muy alta, y recién lo notaba; no menos de
cuarenta y cinco, el pelo largo, rubio natural, y sintió que estaba seguro de lo
que ella buscaba en la calle. Sabe que la estoy siguiendo, se dijo, justo cuando
la vio entrar en un edificio bajo.
Corrió hasta la puerta y espió a través del vidrio: la mujer
desaparecía en las escaleras. Aspiró el aire. El rastro de ese perfume lo hacía
olvidarse del mundo. Ni siquiera tenía presente por qué había salido aquella
tarde a caminar, por qué se había metido en ese bar a tomar café con grapa. De
cualquier manera, nada de eso le habría importado. Deseaba entrar. Era un
edificio de sólo tres plantas, estaba seguro de poder seguir el perfume a través
de la escalera. Empujó el vidrio con un golpe seco y la puerta se abrió, la
había dejado entornada. Puta, dijo en voz baja.
Subió por las escaleras. El palier estaba oscuro, apenas
iluminado por un ojo de buey que daba al exterior. Había dos departamentos por
piso y subió al segundo siguiendo su olfato. Se sentía un sabueso, un perro
excitado al que se le derretía la boca por estar tan cerca de su presa. Se paró
directamente frente a una de las puertas, ni siquiera contempló la posibilidad
de que pudiera ser la otra. La excitación se le había expandido ahora por todo
su cuerpo, hasta el dolor, hasta el ahogo. Iba a tocar el timbre pero golpeó,
tres veces, con una decisión que lo hizo sorprenderse de sí mismo.
-¿Quién es? -preguntaron desde adentro.
La voz era más aguda de lo que se la había imaginado pero
igual la delataba: vivís sola, salís a los bares a calentar tipos. Golpeó tres
veces más.
-¿Pero quién es? -insistió la mujer sin abrir la puerta.
-Nos conocimos en el bar, mejor dicho, en la escalera del
bar.
Si abría no la iba a dejar respirar, se le tiraría encima, le
levantaría la pollera y trataría de penetrarla ahí mismo. Le dolía el estómago.
La puerta se entreabrió, todo lo que permitía la cadena: un grueso pasador
visible desde afuera.
-Nos conocimos en el bar -repitió él en voz baja pero
inflexible-, abrime.
-Ándate porque llamo a la policía -dijo la mujer y amagó
cerrar la puerta. Pero él se había adelantado: había metido el pie.
-Antes de que llegues al teléfono rompo la cadena y te cojo
por todo el piso -dijo él, como para no darse lugar a volver atrás.
-Estás loco, adentro está mi marido.
-Adentro no hay nadie.
-Grito.
-Te voy a hacer gritar yo -dijo él y se tiró hacia adelante
metiendo la mano por la abertura.
Fue un acto impulsivo, porque inconscientemente tuvo que
sacar el pie y ella aprovechó para cerrar la puerta y atraparle la muñeca. Lo
estaba lastimando, le estaba por quebrar la muñeca.
-Ahora la que te va a hacer gritar soy yo -dijo la mujer, y
descargó una presión terrible sobre la puerta.
La mano de él estaba a la altura de las piernas de la mujer.
Alcanzó a tocar los bordes de su pollera con la punta de los dedos. La mujer se
arrimó apenas unos centímetros, él la rasguñó y ella apretó la puerta con fuerza
hasta paralizarlo de dolor. De golpe la mujer se acercó más y se metió la mano
de él entre las piernas. No tenía bombacha y dos de los dedos de él se
deslizaron sin problemas hacia adentro. La mujer se detuvo un instante y aflojó
levemente la presión de la puerta. Él metió un poco el antebrazo y aprovechó
para hundirle los dedos hasta el fondo y apretarle con el pulgar la parte
superior de la pelvis. Entonces la mujer volvió a aumentar la presión, echando
todo su cuerpo sobre la puerta, a punto de partirle el antebrazo. Lo obligó a
detenerse. Ella movía su cuerpo haciendo que los dedos de él, ahora rígidos e
inmóviles, entraran hasta los nudillos. Era la dueña de la situación y él fue
entendiendo que debía dejarse domar, que no le quedaba otra. Hacía o dejaba de
hacer según se lo permitía la presión de la puerta. La mujer, la hembra
dominante, pensó él; bajaba y subía su cuerpo, ordenaba qué hacer y cómo hacerlo
usando como riendas la presión de la puerta sobre su antebrazo.
-Puta -le dijo él.
-Te vas a morir -le contestó la mujer y nuevamente le hizo
sentir el peso de la puerta.
Él aceptó que ni siquiera debía hablar. Cerró los ojos y
trató de sentirla, de sintonizarse con ella. Poco a poco se fue olvidando del
dolor, de sí mismo, hasta que estuvo entregado por completo y logró comulgarla.
De golpe supo que ésa era la manera más sublime que había experimentado jamás de
sentirse hombre. Ella se cerraba alrededor de su mano, apretándola con las
piernas calientes y él se mantenía en posición, pese al dolor, pese a su propio
deseo.
Hasta que todo cambia porque ella se afloja y la presión de
la puerta sobre su brazo disminuye. Él podría empujar ahora la puerta pero no lo
hace. Por nada del mundo cometería el pecado de interrumpirla. La siente navegar
muy cerca de un mundo distinto, cada vez más distante de sí y de él. Siente sus
movimientos ahora leves, arrítmicos, precisos. Se da cuenta de que ella, la
mujer, está haciendo exactamente lo que necesita, y no va a interrumpirla. La
mujer alcanza un orgasmo brutal, convulsivo, ahogándose con cada movimiento,
tomándole la mano, haciéndolo rendir también a él, haciéndolo exhalar el aire,
la vida, que todo ese tiempo había retenido en sus pulmones. La mujer se sale y
le saca el anillo de plata, que se desliza por su dedo sin problemas. Él retira
el brazo y se echa sobre el piso, casi no puede soportar el dolor. La mujer
cierra la puerta y da un giro de llave.
-Tenés cinco minutos -le dice desde adentro-, antes de que
llame a la policía.
Bajó las escaleras y salió a la calle, al frío y la llovizna.
Tenía la muñeca hinchada, quizás algún hueso fracturado. Se subió el cierre de
la campera y usó la bufanda para colgar la mano en cabestrillo. En la esquina
dobló a la derecha. Se sentía un hombre nuevo. Se acordó de ella, de la mujer
que lo había abandonado. Pensó en el amor, en el dolor, en el otro dolor, en la
locura. Se dijo con alivio que había muchas cosas que todavía lo esperaban en
algún lugar. Cuando llegó al bar se sorprendió de que fuera de noche. Putas de
mierda, dijo en voz baja y se detuvo para acomodarse mejor la ropa. Después
cerró los ojos y murmuró una canción. La cantó, sonriendo la cantó: Un día te
veré contento, el día que te lleve el viento. Se alejó cantando.
Pablo Ramos (Buenos Aires, 1966). Publicó las novelas El origen de la tristeza (2004) y La ley de la ferocidad (2007), el libro de cuentos Cuando lo peor haya pasado (2003, donde está este y que ganó el Casa de las Américas) y el de poemas Lo pasado pisado (1997).
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