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u s t e
-retrato periódico para personas-
Ñ l e r # 126
"La
ciencia histórica nos deja en la incertidumbre por lo que al individuo se
refiere. Tan sólo nos revela aquellos puntos que lo relacionan con los hechos y
acciones de orden general. [...]
POEMAS | Rubita | La Nerona |
Juan José Hernández
|
ENCUESTA
ENLACES | Música |
PROSA | Una belleza rusa |
Vladimir Nabokov |
TALLER
LITERARIO
| Ta |
CUALQUIERA | Métodos basados en la excitación de la mirada |
DEFINICIÓN | Contactar |
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Rubita
1935: la nena de los rulos
en tirabuzón, la rubita crujiente
de almidones y moños de la fotografía,
sonríe junto a un Lulú de Pomerania
en un sillón del patio de su casa.
Allí sigue sentada todavía, desbordada
y marchita sobre la imagen de una actriz infantil
–los graciosos hoyuelos dé las mejillas
ahora obscenos en su cara empolvada
de muñeca perpetua. ¡Shirley del barrio!
La Nerona
La Nerona, cara de gata impávida,
una perfecta lady mientras sirve el té
en tazas de porcelana con pagodas y puentecitos:
sus manos –criaturas equívocas–
constelada de anillos baratos, en la boletería
de la estación de tren donde trabaja
provocan la admiración de los modestos pasajeros
que ven en ellas la magnificencia de la corte de Bizancio.
La Nerona, frente al espejo de su tualé, dando grititos
por cada pelo que se arranca de sus cejas Marlene:
(Il faut soufrir pour étre belle, ¡carajo!)
O sentada en un banco de la plaza del pueblo
aguardando en vano a Sandokán,
el moreno y fornido lavacopas del Richmond
que por tercera vez no acudirá a la cita.
(¡Más se quisiera, ese chino de lo último!)
O llevada en palanquín por changadores
que la violan en un baldío, al son del sistro y del tambor.
Por calles solitarias bordeadas de naranjos
la Nerona pasea con su capa de armiño
sembrada de luceros y gargajos.
Fascistas en motocicleta la insultan y apedrean
en las esquinas del terror.
(Las reinas siempre fuimos impopulares,
¿dónde habré estacionado mi Rolls-royce?)
Estos poemas del escritor tucumano Juan José Hernández (Ñusleter #70) forman parte del libro de poemas Cantar & contar.
En treinta (30) palabras, ¿puede describir a un pariente ?
Mande a su pariente a: niusleter@niusleter.com.ar
Una belleza rusa
(completo)
Olga, de la que vamos a hablar, nació en el año 1900, en el seno de una familia rica y despreocupada de la nobleza. A aquella niña pálida con un traje blanco de marinero, el pelo castaño peinado con raya al lado y unos ojos tan alegres que todo el mundo la besaba ahí, desde muy pequeña se la consideró una belleza. La pureza de su perfil, la expresión de sus labios cerrados, la suavidad de seda de sus cabellos que le llegaban hasta la cintura, eran cosas realmente encantadoras.
Tuvo una infancia alegre, tranquila y feliz, como era habitual en nuestro país desde tiempos inmemorial es. Un rayo de sol que caía sobre la portada de un volumen de la Bibliothèque Rase en la hacienda familiar, la clásica escarcha de los jardines públicos de San Petersburgo... Un surtido de recuerdos como ésos constituía su única dote cuando se fue de Rusia en la primavera de 1919. Todo sucedió completamente de acuerdo con el estilo de la época. Su madre murió de tifus, su hermano fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento. Todo esto, claro, son fórmulas hechas, los típicos lugares comunes que ya aburren, pero sucedió realmente, no hay otra manera de decirlo y el despecho no sirve de nada.
Bueno, el caso es que en 1919 tenemos una jovencita ya crecida de cara pálida y ancha que acentúa tal vez demasiado la armonía de sus rasgos pero, aun así, preciosa. Alta y de pechos delicados, lleva siempre un jersey negro y una bufanda en torno al blanco cuello y sostiene un cigarrillo inglés con su mano de dedos finos de la que sobresale un huesecito justo encima de la muñeca.
Y, sin embargo, hubo una época en su vida, a fines de 1916 aproximadamente, en la que en un lugar de veraneo próximo a la finca de su familia no había un solo colegial que no hubiera pensado en matarse por ella, no había un solo estudiante universitario que no... En resumidas cuentas: tenía un encanto especial que, de haber durado, habría causado..., habría destrozado... Pero, por alguna razón, no dio ningún resultado. O las cosas no llegaron a más o pasaron sin pena ni gloria. Hubo flores que por ser demasiado perezosa no llegó a poner en un jarrón, paseos al atardecer con unos y con otros que terminaron en el callejón sin salida de un beso.
Hablaba francés con fluidez, si bien pronunciaba les gens (los criados) como si rimara con agence y partía août (agosto) en dos sílabas (a-ou). Creía ingenuamente que la traducción de la palabra rusa grabezhí (robos) era les grabuges (peleas) y utilizaba algunas locuciones francesas arcaicas que de algún modo habían sobrevivido entre las viejas familias rusas, pero hacía vibrar las erres de manera muy convincente, aunque nunca había estado en Francia. Sobre el tocador de su cuarto en Berlín tenía una postal que reproducía el retrato del Zar por Serov clavada en la pared con un alfiler cuya cabeza era una turquesa falsa. Era re1igiosa, pero a veces le entraba una risa nerviosa cuando estaba en la iglesia. Escribía versos con la tremenda facilidad típica de las muchachas rusas de su generación: poemas patrióticos, jocosos, versos de cualquier tipo.
Durante unos seis años, es decir, hasta 1926, residió en una casa de huéspedes de la Augsburgerstrasse (no lejos del reloj) con su padre, un anciano ceñudo de hombros anchos y piernas largas, con un bigote amarillento, que llevaba unos pantalones ceñidos y estrechos. Él tenía un trabajo en cierta empresa optimista, se hacía notar por su rectitud y su amabi1idad y nunca había sido de los que rechazan una bebida.
En Berlín Olga fue haciéndose con un grupo de numerosos amigos, todos rusos jóvenes. Se impuso entre ellos un cierto estilo desenvuelto: "vamos al cinemono", o "Dile que vamos al Diele (sala de baile)". Se llevaba mucho todo tipo de dichos populares, frases afectadas, imitaciones de imitaciones: "Estas chuletas son tétricas", "¿Quién la estará besando ahora?" O, con voz ronca y estrangulada: "Mes-sieurs les officiers..."
En casa de los Zotov, en sus salones excesivamente calentados, bailaba lánguidamente el fox trot al son del gramófono, moviendo con cierto garbo las alargadas pantorrillas a un lado y otro y sosteniendo el cigarrillo que se acababa de fumar hasta que localizaba el cenicero que giraba al ritmo de la música y, sin perder un solo paso, aplastaba la colilla en él. Con qué gracia tan expresiva se llevaba el vaso de vino a los labios y bebía en secreto a la salud de un tercero mientras miraba a través de sus pestañas al que le había hecho la confidencia. Cuánto le gustaba sentarse en una esquina del sofá y hablar con talo cual persona de asuntos sentimentales, de cómo cambiaban las oportunidades o de la probabilidad de una declaración -todo ello indirectamente, por medio de insinuaciones- y de qué manera tan comprensiva sonreían sus ojos puros, abiertos de par en par, con unas pecas penas perceptibles en la piel fina y vagamente azulada que los circundaba. Pero de ella misma nadie se enamoraba y por eso se acordó durante mucho tiempo de aquel patán que la manoseó en un baile de caridad y después lloró sobre su hombro desnudo. El pequeño barón R. le retó a un duelo pero se negó a batirse. Y; por cierto, Olga utilizaba la palabra "patán" todo el tiempo. "Son unos patanes", exclamaba en el registro más bajo de su voz, lánguida y afectuosamente. "¡Vaya patán!" "¿Verdad que son unos patanes?"
Pero al poco tiempo su vida se ensombreció. Algo había terminado, la gente se levantaba ya para marcharse. ¡Que pronto! Su padre murió y ella se fue a vivir a otra calle. Dejó de ver a sus amigos, hacía en casa unos gorritos de punto que estaban de moda entonces y daba clases de francés por poco dinero en algún club de mujeres. y así arrastró su vida hasta la edad de treinta años.
Seguía siendo la belleza de siempre, con aquella encantadora oblicuidad de sus ojos muy separados y aquel contorno de los labios tan poco frecuente en el que parecía estar inscrita ya la geometría de una sonrisa. Pero el pelo perdió su brillo y lo llevaba mal cortado. Ya hacía cuatro años que tenía el traje sastre negro. Las manos, de unas uñas relucientes pero mal cuidadas, estaban surcadas de venas prominentes y le temblaban debido a los nervios y también a que fumaba incesantemente, como si fuera una maldición. Y mejor no decir nada del estado de sus medias...
Ahora que el forro de seda de su bolso se había deshilachado (al menos siempre cabía la esperanza de encontrar alguna moneda perdida), y se sentía tan cansada, y al ponerse el único par de zapatos que le quedaba tenía que esforzarse en no pensar en sus suelas, 'igual que cuando, tragándose el orgullo, entraba en la tabaquería se prohibía a sí misma pensar en lo mucho que ya debía allí; ahora que ya no había la menor esperanza de regresar a Rusia y el odio se había convertido en algo tan habitual que casi había dejado de ser un pecado, ahora que el sol se escondía tras la chimenea, Olga se sentía angustiada a veces por el lujo de algunos reclamos publicitarios, escritos con la saliva de Tántalo, que la hacían imaginarse que era rica y llevaba aquel vestido, dibujado con la ayuda de tres o cuatro lazos insolentes, en la cubierta de aquel buque, bajo aquella palmera, en la balaustrada de aquella terraza blanca. Y también había alguna otra cosa que echaba de menos.
Un día, Vera, una amiga suya de otros tiempos, casi la hizo caer al suelo al salir como un torbellino de una cabina telefónica, como siempre con prisa, cargada de paquetes, con un fox terrier con los ojos cubiertos de pelo cuya correa inmediatamente se le quedó enredada con dos vueltas en la falda. Se abalanzó sobre Olga y le imploró que les fuera a visitar a ella ya su marido en su casa de verano y dijo que era el destino mismo, que era maravilloso y cómo te ha ido y ¿tienes muchos pretendientes? "No, querida, ya he pasado de esa edad", respondió Olga, "y además... " Añadió un pequeño detalle y Vera se echó a reír, dejando que los paquetes casi se le cayeran al suelo. "No, en serio", dijo Olga, con una sonrisa. Vera siguió engatusándola, tirando del fox terrier, moviéndose a un lado ya otro. Olga empezó de pronto a hablar por la nariz y le pidió prestado algún dinero.
A Vera le encantaba organizar cosas, ya se tratara de una fiesta con ponche, de la tramitación de un visado o de una boda, y se lanzó ávidamente a la tarea de organizarle la vida a Olga. "Se te ha despertado la casamentera que llevabas dentro", bromeó su marido, que era ya mayor y del Báltico (cráneo afeitado, monóculo). Olga llegó un día soleado de agosto e inmediatamente Vera hizo que se pusiera uno de sus vestidos y se cambiara el peinado y el maquillaje. Renegó lánguidamente, pero cedió, y ¡qué alegremente crujía el piso de madera de la encantadora casita! ¡Cómo brillaban y centelleaban los espejitos que habían colgado en el verde huerto para ahuyentar a los pájaros!
Llegó para pasar una semana un alemán rusificado que se llamaba Forstmann, un viudo atlético y adinerado que escribía libros de caza. Hacía tiempo que le había pedido a Vera que le encontrara una novia, "una auténtica belleza rusa". Tenía una nariz grande y recia con una hermosa vena rosada sobre el caballete. Era cortés y callado, a veces incluso adusto, pero sabía cómo ganarse en un instante la eterna amistad de un perro o un niño sin que nadie se diera cuenta. Al llegar él Olga se puso insufrible. Entre desganada e irritable, hizo todo lo que no debía hacer sabiendo que no debía hacerlo. Cuando salió en la conversación el tema de la Rusia de antes (Vera trató de que hiciera gala de su pasado), le pareció que todo lo que decía era mentira y que todo el mundo se daba cuenta de que era mentira, y, por 10 tanto, se negó obstinadamente a decidas cosas que Vera trataba de sonsacarle y, en general, no quiso cooperar de ninguna manera.
En la terraza jugaban a las cartas con verdadera pasión. Se iban todos juntos a dar un paseo por el bosque, pero Forstmann conversaba sobre todo con el marido de Vera y, al recordar algunas travesuras que habían hecho de jóvenes, a los dos se les congestionaba la cara de tanto reír, se quedaban rezagados y acababan desplomándose en el musgo. El día antes de la partida de Forstmann estaban jugando a las cartas en la terraza, como solían hacer todas las tardes. De pronto, Olga sintió una opresión insoportable en la garganta. Se las arregló de todos modos para sonreír y marcharse sin mostrar una prisa excesiva. Vera llamó a su puerta pero no le abrió. A mitad de la noche, después de haber matado una multitud de "moscas soñolientas y haber",fumado sin parar hasta el (, punto de no poder inhalar ya más, irritada, deprimida, odiándose a sí misma y atados, Olga salió al jardín. En él chirriaban los grillos, se balanceaban las ramas, caía de vez en cuando una manzana con un golpe sordo y la luna hacía ejercicios gimnásticos sobre la pared encalada del gallinero.
A primeras horas de la mañana volvió a salir y se sentó en el escalón del porche, que estaba ya caliente. Forstmann, envuelto en un albornoz azul oscuro, se sentó junto a ella y, tras aclararse la garganta, le preguntó si consentía en ser su cónyuge (esa misma fue la palabra que utilizó: "cónyuge') Cuando Vera, su marido y la prima soltera de éste bajaron a desayunar, se pusieron a hacer figuras de danzas inexistentes en absoluto silencio, cada uno en un rincón, y Olga, arrastrando las palabras y con voz afectuosa, dijo: "¡Qué patanes!" y al verano siguiente murió al dar a luz.
Eso es todo. Desde luego es posible que hubiera algún tipo de secuela, pero no estoy informado. En estos casos, en lugar de calentarme la cabeza haciendo conjeturas, suelo repetir las palabras del rey alegre en mi cuento de hadas favorito: ¿Qué flecha no deja nunca de volar? La flecha que ha alcanzado su objetivo.
Vladimir Nabokov (1899-1977). Datos de su vida (aparte coleccionaba mariposas), sus títulos (agreguemos Rey, dama, valet, Pnin, Desesperación, Lecciones de literatura europea), y los primeros párrafos de Lolita los encuentra en Ñusleter #12
-Bien ¿no?
-Muy bien.
-¿Vas vos o voy yo?
-Andá.
-¿Y?
-Ni bola.
-Allá, mirá... Pantalón rojo.
-Ay, ay, ay.
-¿Vas?
-Voy.
Insista. La cosa recién empieza.
Taller Literario, encuentros de escritura y lectura.
Invitan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
Para más, comunicarse al
4896-0140 o al 4205-4284.
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siguiente dirección:
Métodos basados en la excitación de la mirada
Se incluyen en esta categoría todos los métodos que utilizan
la fijación de la mirada de forma ininterrumpida en un objeto o un punto, con
vistas a establecer una disminución del nivel de conciencia. En este principio
se basaban los monjes del monte Athos cuando se autohipnotizaban fijando la
vista en su propio ombligo (onfaloscopia). También pertenecen a variantes
de este método la catoptromancia (adivinación mediante la fijación de la vista
en un espejo), la lecanomancia (adivinación con ayuda de un plato) y la
onicomancia (adivinación con ayuda de una uña untada en aceite).
En la última forma mencionada se basan autores como Adler y
Secunda, quienes para provocar la inducción hipnótica le indican a sus pacientes
que fijen la mirada en la uña de un pulgar y que se concentren al mismo tiempo.
La realidad es que toda fijación prolongada de la vista en un
punto puede ocasionar agotamiento y fatiga visual, y provocar sueño. Esto es lo
que sucede a muchos choferes que manejan durante largo tiempo y mantienen su
mirada fija, en la carretera.
Método del Abate Paría (1813): fascinación
El método de fascinación es utilizado aún por muchos
hipnotizadores. Se emplea la posición de sentado frente al hipnotizador. Se le
mira fijamente a los ojos o de lo contrario se le pide fijar la mirada en una de
las manos del hipnotizador. Una vez transcurrido un tiempo que permita observar
cierta perplejidad en el sujeto, se le indica que duerma mediante una orden
imperativa y bien enérgica: "¡Duerma!".
Si no existe dominio de este método, pueden aparecer varias
desventajas:
1. Que los ojos del hipnotizador comiencen a lagrimear antes que el sujeto cierre los ojos. Esto hay que evitarlo, pues puede hacer que el sujeto se sienta superior al hipnotizador.
Este método requiere que se trabaje en un
medio templado, con iluminación artificial y el establecimiento de calma y de
confianza en el hipnotizador.
Se coloca un objeto brillante en la mano derecha del sujeto y
se le indica que lo mire fijamente sin pestañear y concentrándose en el mismo.
Al cabo de 15 ó 20 minutos, si el sujeto no se ha dormido, se le cierran los
ojos.
Con la mano izquierda del hipnotizador se aprieta la mano
derecha del sujeto y con la otra mano se le friccionan los párpados, y después
la frente, dándole sugestiones verbales imperativas que anuncien su incapacidad
para elevar los párpados.
Método de Charles Richet (1860): sustentación de la mirada y pases sin
contacto
Se emplea la posición de sentado, cara a cara con el sujeto;
se le aprietan fuertemente los pulgares durante tres o cuatro minutos
(procedimiento renovado de Lafontaine y Deleuze). Una vez trascurridos estos
minutos se le sugiere relajar los brazos y dejarlos extendidos, comenzando con
una serie de maniobras que indican que se le van a cerrar los ojos, pues se le
pasa la mano frente a la cara de arriba hacia abajo sin tocarla.
En Hipnosis, teoría, métodos y técnicas, Braulio Martínez Perigod, Editorial Científico-Técnica, La Habana, 1989.
CONTACTAR: Palabra que nos viene de Norteamérica, donde era muy usada entre gángsters. "Quisiera que quienes no contactaron con una villa de emergencia sepan..." (Carta de una Asistente Social, los diarios, Buenos Aires, 6 de agosto de 1971.) "La señorita diputada me contactó en el zaguán." (Enhebrando añoranzas, por "Un viejo ascensorista negro".)
Diccionario de argentino exquisito, Adolfo Bioy Casares.
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