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N u s

l e

t e r


# 99

-mensaje terco de enajenación literaria-


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ÍNDICE


PROSA | Bartleby, el escribiente | Herman Melville |
DEFINICIÓN | Práctica |
ENCUESTA

GRAFFITTI

TALLER LITERARIO | Sí |
POEMAS
|
En el temporal un hombre vulnerable | La victoria de los desobedientes | Omar Pérez |  
CUALQUIERA
| Rebelde |
AGRADECIMIENTOS
SUSCRIPCIONES
RESPUESTAS
| Foráneo |
 


PROSA

Bartleby, el escribiente

 

Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.

No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.

Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso alto en el número X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.

Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.

En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde? [...]
 

Si prefiere leerlo, siga.


Herman Melville nació en Nueva York en 1819. A los dieciocho años, conoció mundo en condición de marino; en tierra, fue docente y escribió novelas, cuentos y poesía. Se mencionan: Typee (1846), Omoo (1847), Mardi (1848), Redburn (1849), White Jacket (1850), Moby Dick (1851) y la colección de relatos The Piazza Tales (1856), que incluye "Bartleby"

 

a Tope


DEFINICIÓN

PRÁCTICA: Superior a la teoría.

Hallado en el Diccionario de lugares comunes, de Gustave Flaubert.


AGÉNDELO

Ñ u s l e t e r
F E S T E J A
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1 0 0:

Martes 24/08/04 desde las 20:30 hs. en Guardia Vieja 4551

Traiga para escribir y bailar.


ENCUESTA

¿Hay alguna pregunta para la cual usted no tenga respuesta?

Envíela a: niusleter@niusleter.com.ar


GRAFFITTI

"Polaca: ni todas las paredes del mundo me alcanzarían para decir lo que siento." Visto en Adrogué y Séneca, Villa Domínico.

"Vero: me enseñaste de todo ecepto olvidarte". (Sic) Leído en Av. Mitre al 3200, Sarandí.


TALLER LITERARIO

-Yo estaba disertando sobre la tolerancia, sobre la reciprocidad de perspectivas, sobre no pretender que los demás tengan nuestros mismos valores y gustos, y, cada vez que levantaba la vista de mis apuntes y recorría con la mirada el auditorio, me distraía un mocoso -tendría veinte- que se hurgaba la nariz con total dedicación. Primero escarbaba, después se observaba la punta del índice, amasaba su cosecha, y la depositaba bajo su asiento. Humedecía el dedo con la lengua, y retomaba su labor. Y no... veinte minutos... me hacía perder el hilo... hasta que tuve que llamar al chico de seguridad... claro, ¿qué te parece?

Respeto a las individualidades.
Taller Literario. Encuentros semanales de lectura y escritura.

Insisten: Fernando Aíta y Alejandro Güerri

Llame al 4896 0140 o al 4205 4284.
O escriba a:

niusleter@niusleter.com.ar


POEMAS

En el temporal un hombre vulnerable

Quién no está ya cansado, el paseante
que con ojos entrecerrados declama
"me da lo mismo un escándalo que un homenaje"
debuta en la parálisis de su propia desenvoltura;
es fácil predecir el futuro si el futuro
pernocta aburrido en los proverbios.
El visitador del preso lleva en sus cejas de espartillo
el peso de las confituras confeccionadas a mano
entregadas con solicitud animista a su niño
tatuado para la posteridad estética de los correccionales:
quién no está ya cansado.
Las putas, adheridas a la ciudadanía como pinturas rupestres,
aguardan el arribo de los títulos nobiliarios
así nos permiten (locas por el mambo) observar el capital
fluyendo por las junturas del templo del señor.
Quién no está ya cansado, y hay, oh César,
un millar de posibles kamikazes bailando en el limbo.
Con la punta quemada de la lengua podría señalar
los nombres, las fechas, los lugares.


La victoria de los desobedientes

En la multitud
un hombre ha pateado disimuladamente una paloma
muchas veces antes de recogerla.
Hay una sola vida y la cubriremos con las palabras de otros
la patearemos disimuladamente varias veces
antes de decidir que la queremos


Omar Pérez
(La Habana, 1964) tradujo a Dylan Thomas. Algo de lo sagrado es su primer poemario publicado.

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CUALQUIERA

Rebelde

 

    Los primeros paraguas registrados como tales en la historia son de 1637 y figuran en el inventario de efectos personales dentro de la familia de Luis XIII, rey de Francia. En los dos siglos siguientes el paraguas fue considerado como un utensilio estrictamente femenino, quizás por derivar de la sombrilla o quizás porque era un accesorio para cuidar los complicados accesorios del cabello. Su peso habitual era cercano a los dos kilos, hasta que en 1852 Samuel Fox (de Yorkshire, Inglaterra) consiguió acoplar la tela impermeable y las varillas de acero plegables, creando un formato que se ha mantenido hasta hoy.

    Entre uno y otro extremo, algunos hombres se atrevieron a usar paraguas en público, pero fueron considerados audaces, extravagantes o afeminados. El adelantado en la materia fue el filántropo Jonas Hanway, en Londres, hacia 1750. Había vuelto de un largo viaje por Rusia y Persia, de donde trajo la innovación, pero durante unos treinta años no tuvo imitadores. Uno de sus biógrafos señala que Hanway “se vio obligado a sufrir los insultos de los cocheros y la crítica de las personas devotas, quienes sostenían que el hombre desafiaba el propósito celestial de la lluvia, que era empapar a la gente”.


Tomado de Segunda enciclopedia de datos útiles, Homero Alsina Thevenet, Ediciones de la Flor, 1987.
 


AGRADECIMIENTOS

Lo que vos prefieras, Mariano Valcarce, Soporte Técnico.
José Luis Pascuet.
Mariano Gabriel Mancuso.
Fernando Mayoral.
Daro Cánovas.
Daniel Liñares.
A los que se obstinan en seguir leyendo Ñusleter.
A quienes insisten con re-enviarlo.

Mariano Valcarce, Soporte Técnico, recomienda "la constancia es una virtud hasta en los idiotas".


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RESPUESTAS

1- ¿Se le ocurren cinco palabras extranjeras (no obvias) que nos hayan penetrado culturalmente? ¿Y cinco que vendría bien incorporar?

Par litterature, j’ai perdu ma vie. 
cinco extranjeras: arendt, kristeva, colette, di giorgio, lispector.
Diana Cegelnicki

Timing (tiempo), Fast food (comida chatarra), So (entonces), Too late (tarde), Losing (perdedor). Cinco que nos vendrían bien: Irse de culo (caer para atrás), Mover el culo (apurarse), Me cago en dios y en tu madre (se entiende ¿no?), Echarnos un culín (tomarse el último resto de la botella), Cajeta (organo sexual femenino... creo)
Araceli Zúñiga (México)

Cinco palabras obvias: mailing, shopping, club, snack, o.k., dance, sale, gay. Cinco necesarias: rebootear (reboot), linkear (link), firewall, Kerry (vayan aprendiéndolo), IMF (por Fondo Monetario Internacional), UN (por Naciones Unidas).
Roberto López

2- ¿Puede darnos un ejemplo de discriminación sutil, solapada o no percibida como tal?

incri * * nar
Afilo la  * *  del lapiz. Un crimen in preso no es tarea fácil. Más bien, ardua. Es importante cuidar el primer nivel de escritura, o el segundo y hasta el tercero si la víctima elegida le ha de creer a lo que se expresa. Tampoco hay que descuidar el género. Cambiado , por supuesto. Incri * * r  a otro es el deber primero  de un asesino ex preso. O a otra. Es importante no discri * *r. El hecho de hacerlo deja una seña, una huella. Es como la huella digital del perfil propio. La próxima tarea luego del cambio de autoría requiere sutileza:  sembrar cuidadosamente  * * en el texto para que estallen al menor descuido de la víctima. En el sosiego de una "s", por ejemplo,  en la zozobra de una "z" o entre signos. Para que las * * no desconfien se requiere de un sutil manejo del ritmo. Hay que confiar en la ingenuidad de la lectura, en la credulidad puesta continuamente de manifiesto, en la fe ciega en la letra. Hay que ser creíble  siendo convincente a nivel de argumento y a nivel de discurso. Despistar con estrategias ocultas, poniéndolas cuidadosamente  por debajo, en cualquier palabra inerte, como "inerte".. dice@cmm.com.py * * ndo pistas falsas. Por último saludar atentamente: atentamente.

Ejemplo de discriminación sutil:
Cierto "tono" en la mirada. Cierto "tono" en la voz. No responder, deliberadamente y voltearse. Hablar de USTED. Hablar de TÚ.
Araceli Zúñiga (México)

Escuchen al Gobierno hablar de la cumbia villera como responsable de la delincuencia y después hablamos. Intenten sacar un crédito bancario y se van a sentir discriminados (por pobres!).
Roberto López

a Tope


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