Ñ u s l e t e r


#85

-mensaje guacho de lectura y escritura-

 


"Cómo acercarse a las fábulas
    Con precaución, como a cualquier cosa pequeña. Pero sin miedo.
    Finalmente se descubrirá que ninguna fábula es dañina, excepto cuando alcanza a verse en ella alguna enseñanza. Esto es malo.
    Si no fuera malo, el mundo se regiría por las fábulas de Esopo; pero en tal caso desaparecería todo lo que hace interesante el mundo, como los ricos, los prejuicios raciales, el color de la ropa interior y la guerra; y el mundo sería entonces muy aburrido, porque no habría heridos para las sillas de ruedas, ni pobres a quienes ayudar, ni negros para trabajar en los muelles, ni gente bonita para la revista Vogue.
    Así, lo mejor es acercarse a las fábulas buscando de qué reír.
    -Eso es. He ahí un libro de fábulas. Corre a comprarlo. No; mejor te lo regalo: verás, yo nunca me había reído tanto."
Augusto Monterroso
 


ÍNDICE


PROSA | El narrador de cuentos | Saki |
DEFINICIÓN | Rasgarse las vestiduras |
GRAFFITTI
TALLER LITERARIO | Vaya |
ENCUESTA

ETIMOLOGÍA | Guacho |
PROSA La niña que nunca tuve | Rodrigo Rey Rosa |
ENLACES  | Experimentales |
AGRADECIMIENTOS
SUSCRIPCIONES
RESPUESTAS  | Continuación |

 

Ñusleter 24hs 


PROSA

El narrador de cuentos

Era una tarde calurosa y el coche del tren estaba sofocante como correspondía; la próxima parada era Templecombe, a una hora de viaje.  Los ocupantes del compartimiento eran una niña pequeña, una más pequeña y un niño pequeño. Una tía de los niños ocupaba el asiento de una esquina, y en el rincón más alejado del otro lado, iba un señor solo que era extraño al grupo, pero las niñas pequeña y el niño se habían adueñado del compartimiento. Tanto la tía como los niños practicaban la conversación de un modo limitado y persistente, que recordaba las atenciones de una mosca casera cuando se niega a desanimarse. La mayoría de las frases de la tía parecían comenzar por “No,” y casi todo lo que decían los niños empezaba con un “¿por qué?”. El hombre solo no decía nada en voz alta.

-No, Cyril, no– exclamó la tía, cuando el pequeño comenzó a golpear los cojines del asiento produciendo una nube del polvo a cada golpe.

-Ven y mira por la ventana –agregó. El niño se acercó de mala gana a la ventana.

-¿Por qué están sacando esas ovejas del potrero? –preguntó.

-Me parece que las están llevando a otro potrero donde hay más pasto –dijo débilmente la tía.

-Pero si hay montones de pasto en ese potrero –protestó el niño-, no hay sino pasto.  Tía, hay montones de pasto.

-Tal vez el pasto del otro potrero es mejor –sugirió la tía a la loca.

-¿Por qué es mejor? –fue la pregunta inmediata e inevitable.

-¡Mira esas vacas! –exclamó la tía. En casi todos los potreros a lo largo de la vía férrea había vacas y novillos, pero la tía hablaba como si hubiera descubierto una rareza.

-¿Por qué es mejor el pasto de otro potrero? –insistía Cyril.

El hombre solo comenzó a fruncir el ceño. Era un hombre duro y desconsiderado, decidió la tía en su interior. Ella era completamente incapaz de llegar a ninguna conclusión satisfactoria sobre el pasto del otro potrero.

La niña más chiquita creó una variante cuando comenzó a recitar “por el camino de Mandalay”. No sé sabía sino el primer renglón, pero hacía el máximo uso posible de sus limitados conocimientos. Repetía el renglón una y otra vez en una voz ensoñadora pero resuelta y muy audible; al hombre le parecía como si alguien le hubiera apostado a que no era capaz de decir el renglón en voz alta dos mil veces sin parar. Cualquiera que fuera quien le había apostado parecía estar perdiendo.

-Vengan acá y les cuento un cuento– dijo la tía, cuando el señor la miró a ella dos veces y luego miró la cuerda de la alarma.

Los niños se acercaron a la tía sin ningún interés. Era evidente que, con ellos no gozaba de gran fama como contadora de cuentos. En voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por las preguntas petulantes hechas en voz alta por sus oyentes, empezó a contar una poco animada historia, deplorablemente insulsa, sobre una niñita que era buena, y se hacía amiga de todo el mundo por lo buena que era, y al final la gente la salvaba de un toro bravo por que admiraban su carácter moral.

-¿No la hubieran salvado si no hubiera sido buena? –preguntó la más grande de las niñitas.  Era exactamente la pregunta que hubiera querido hacer el hombre.

-Bueno, sí –admitió la tía de manera insegura-, pero no creo que hubieran corrido tan rápidamente a ayudarle si no la hubieran querido tanto.

-Es el cuento más estúpido que he oído –dijo la mayor de las niñitas con inmensa convicción.

-No atendí después de la primera parte, era tan estúpido –dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario sobre el cuento, pero hacía rato que había vuelto a repetir en voz baja su renglón favorito.

-No parece usted un éxito como contadora de cuentos –dijo de pronto el hombre desde su rincón.

La tía saltó inmediatamente a defenderse del ataque inesperado.

-Es un asunto muy complicado contar cuentos que los niños puedan entender y apreciar al mismo tiempo –dijo secamente.

-No estoy de acuerdo con usted –dijo el señor.

-Tal vez le gustaría contarles un cuento –fue la réplica de la tía.

-Cuéntenos un cuento –le pidió la mayor de las niñas.

-Había una vez –empezó el señor-, una niñita llamada Bertha, que era extraordinariamente buena.

El interés de los niños, despierto durante unos instantes empezó a decaer al momento; todos los cuentos se parecían horriblemente, sin importar quien los contara.

-Hacía todo lo que le decían, siempre decía la verdad, mantenía su ropa limpia, se comía las galletas como si fueran torta de bodas, se aprendía las lecciones a la perfección, y era de muy buenos modales.

-¿Era bonita? – preguntó la mayor de las niñas.

-No tan bonita como ustedes –dijo el señor-, pero espantosamente buena.

Hubo una ondulante reacción a favor del cuento, la palabra espantoso en conexión con la bondad era una novedad que se ensalzaba a sí misma.

Parecía introducir un tono de verdad que estaba ausente de los cuentos de la tía sobre la vida infantil.

-Era tan buena –continuó el señor-, que se ganó varias medallas de bondad, que siempre llevaba pegadas al vestido con alfileres. Tenía una medalla de obediencia, otra de puntualidad, y una tercera de buena conducta. Eran grandes medallas de metal y tintineaban una contra otra cuando ella caminaba. Ningún otro niño en la ciudad donde vivía tenía tantas medallas, de modo que todo el mundo sabía que ella debía ser una niña superbuena.

-Espantosamente buena –repitió Cyril.

-Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe del país llegó a saber de ella, y dijo que como era tan buena tenía permiso para ir una vez a la semana a pasear por el parque real, que quedaba en las afueras de la ciudad. Era un bello parque y a ningún niño se le permitía entrar, de modo que era un gran honor para Bertha que la dejaran visitarlo.

-¿Había ovejas en el parque? –preguntó Cyril.

-No -dijo el señor-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? –fue la pregunta siguiente a esa respuesta.

La tía se permitió una sonrisa, que hubiera podido describirse como una mueca de burla.

-No había ovejas en el parque –dijo el señor-, porque la madre del príncipe había soñado que a su hijo lo mataría o una oveja o un reloj que le cayera encima. Por esa razón el príncipe nunca tuvo ni ovejas en el parque ni relojes en su palacio.

-¿Al príncipe lo mató una oveja o un reloj? –preguntó Cyril.

-Sigue vivo, de modo que no sabemos si el sueño se cumplirá –dijo el señor con tono despreocupado-, de todas maneras, no había ovejas en el parque pero sí montones de cerditos corriendo por todas partes.

-¿De qué color eran?

-Negros con las caras blancas, blancos con manchas negras, negros del todo, grises con parches blancos, y algunos completamente blancos.

El narrador hizo una pausa para dejar que la idea completa del parque y sus tesoros entrara en la imaginación de los niños; luego continuó:

-Bertha se puso bastante triste por no encontrar flores en el parque. Les había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ni una sola de las flores del bondadoso príncipe, y pensaba cumplir su promesa, de modo que, por supuesto, no encontrar flores que cortar la hacía sentirse tonta.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido todas –dijo el señor con prontitud-.  Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener flores y cerdos juntos, así que decidió tener cerdos y no flores.

Hubo un murmullo de aprobación ante la excelente decisión del príncipe, mucha gente hubiera decidido lo contrario.[...]

 

Lea el texto completo acá.

 

Saki o Hector Hugh Munro, nació en Birmania en 1870 y en 1916 murió en Inglaterra, en combate, de un tiro en la cabeza por un francotirador. A la muerte de su madre cuando niño, su padre (policía) lo envió a casa de dos tías solteronas en Inglaterra. Al jubilarse, su padre fue a buscarlo y recorrieron varias partes de Europa. Fue corresponsal del Westminster Graphic y del Morning Post. Entre otros libros escribió: Reginald, Reginald en Rusia, Crónicas de Clovis, Bestias y Superbestias, El huevo cuadrado y otros esbozos, Cuentos indiscretos.

a Tope
 


DEFINICIÓN

Rasgarse las vestiduras: "Escandalizarse excesiva e hipócritamente por algo que otros hacen o dicen." Así define la Academia española el sentido actual de esta frase.. Pero en la Antigüedad el acto de rasgarse las vestiduras fue una manifestación de sincero dolor. Frente a una gran desgracia ocurrida a un ser querido, sus allegados y servidores se echaban ceniza en el pelo y se desgarraban la ropa. Tanto en los funerales judíos como en los griegos, los deudos hacían público de ese modo su desesperación. La costumbre es mencionada por Homero y se repite varias veces en la Biblia...

Sacado de (y abreviado) Tres mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato, Héctor Zimmerman, Aguilar, Buenos Aires, 1999.


GRAFFITTI

"Soy el guitarrista/ de factor común/ y estoy en pedo/ Aguante el punk" Visto en Gavilán al 1000 por Laura Las Heras.

"Aunque no me conozcas lo suficiente siempre pienso en vos". En J. R. Velasco y J. B. Justo, visto por Aldo desde su moto.


TALLER LITERARIO

-Por lo visto, usted no sabe disfrutar de la literatura ni de la vida así que le agradecemos haberse acercado pero le vamos a recomendar que vaya a otro taller.

Objetividad, actitud crítica, pero buena onda.
Taller Literario. Encuentros semanales de lectura y escritura.

Participan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri

Escriba a:
niusleter@niusleter.com.ar


ENCUESTA

¿Qué preferís: enterarte que tu padre curtió con un cura o un fisicoculturista?

De tener que elegir entre quedarte ciego y que te corten una gamba, ¿qué elegirías?

¿Qué lamentarías más: haberte perdido de conocer a la persona de tu vida por no tomar un taxi o un remis? ¿Por qué?

Conteste a: niusleter@niusleter.com.ar


ETIMOLOGÍA

GUACHO, 1668, 'huérfano, sin madre', 'bastardo, expósito', 'cría de un animal', americanismo, 'chiquillo' en provincias españolas. Del quichua uájcha 'pobre, indigente', 'huérfano', diminutivo de uaj 'extraño, extranjero'.
DERIVADOS. Guácharo 'llorón', hacia 1600.


PROSA

La niña que nunca tuve (completo)  

A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y el precisó punto por punto –“con un margen de dos o tres semanas”– la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: “Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer”, le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.

Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.

La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.

–¿Cómo te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.

–Mal –dijo, y agregó–: Voy a morirme, ¿verdad?

Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor, acerca de la posibilidad de su muerte.

–No creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.

–Yo también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.

Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.

–Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.

–¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.

Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.

Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.

–¿Adónde quieres ir? –me preguntó.

–A dónde tú quieras.

Dijo inmediatamente:

–A un lugar al que nunca hayamos ido.

Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.

Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.

–Un drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.

–Tal vez –dije.

En la calle me recriminó:

–Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.

–Tal vez te oyó.

–Y qué, es la verdad.

–A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella.

Me miró entre decepcionada y comprensiva, y dijo:

–Supongo que no.

En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.

–¿Por qué no vamos a Times Square?

Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyère. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.

Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron en pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.

El cemento era tan duro en la Calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.

En a antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.

Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.

Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.

Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:

–Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.

–Pero linda, hacía un día hermoso.

–Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?

Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.

–Claro, preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto. –Me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.

Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.

–Papi –me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.

Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la Calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabela.

–Sí, mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te lo explicaré.

–¿Me lo prometes?

Asentí con la cabeza.

–No –insistió–, quiero que lo digas.

Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.

–¿Cuándo? –me preguntó.

–Ya son las siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy no.

Hizo una mueca.

–Sí –dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores.

La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.

–La luz –dijo.

Apague la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.

 
 

Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) escribe cuentos; publicó Lo que soñó Sebastián, El cojo bueno, Que me maten si, Ningún lugar sagrado y hay una antología del '92: Cárcel de árboles / El salvador de buques y El cuchillo del mendigo / El agua quieta. Ignoramos su biografía.

a Tope


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7º Encuentro de poesía visual, sonora y experimental:
http//www.poesiavisual.com.ar


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RESPUESTAS

"No sabíamos si la propuesta era continuar el cuento, pero nos gustó y acá van dos opciones...

TALLER LITERARIO

-No. ¿Sabés que pasó? Cayeron todos los tipos disfrazados de El Zorro y todas las minas vestidas de Gatubela. Que una espuma acá, una serpentina ahí, que te tiro papel picado, que te baño con champán. Con lo caliente de la noche, con el calor de los disfraces, con el fervor del baile, las copas se vaciaban y llenaban en cuestión de segundos, y a la hora nadie distinguía un pito. Que la máscara libera, que pito va, corneta viene, las gatubelas ronroneaban, yo ya estaba como loco, y bueno, no me di cuenta que era tu abuela; ahora, te digo, tiene una onda la vieja.

...aunque cuando sentí que si apretaba fuerte la lengua se le aflojaba el comedor, me corrió un frio por la espalda...primero pensé que era idea mía, pero el olor a Corega se siente, y me acordé del geriátrico donde está mi tío Oscar. Ojo, que ahí a los viejos los bañan día por medio, la cagada son los que se hacen diálisis. No quiero decir que tu abuela huela a meo, no lo tomes a mal, pero es la asociación de ideas que me trajo esto a la memoria. Viste cuando linkeás para cualquier lado y te hablan de Nerón y te acordás del asado del domingo y la ensalada de rúcula y por extensión cuanta palabra esdrújula conocés? Te colgás y dale que va, volás al infinito y cuando volvés tenés que decir si estás de acuerdo o te están cagando y decís put...y ahora qué digo? Ma si, me opongo porque siempre me cagan, viste? Y otra vez me fui a los caños, loco estoy al horno. Bue, sorry por lo de la vieja, me parece que le gusté, no?
Mariana Vinnitchenko

...Después me sentí mal, me agarró algo como de culpa porque la vieja pensaba en el porvenir y yo ya me quería rajar y aparte venía sintiéndo como una náusea... Sí, sí, yo le decía que la iba a llamar, pero me moría por un Uvasal... Había algo con el tacto, no es que me diera asco, pero ella me acariciaba la mano, me miraba a los ojos y me decía sos un muchacho muy dulce... Después, cuando volví a casa me quedé mirando el papelito... Loco, ¿tu abuela vive por Carapachay? Porque llamé y me atendió un tipo, me pareció que eras vos, hasta te dije Hola, soy yo, pero el tipo empezó a putearme mal, ahí me dí cuenta que realmente había tomado mucho y que eran las dos de la tarde y todavía tenía puesto el disfraz del Zorro y le dije: discúlpeme, me sentí solo y quise compartir mi soledad... Me pareció escuchar a tu abuela, hablandole al tipo por detrás, cagándose de risa...
Gerardo Lewin


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