Ñ u s l e t e r
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mensaje turrón de divulgación literaria-
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"La anunciación
señora buenos días
vengo de parte de dios
sírvase estas flores
gracias no tengo sed
era para decirle
que va a tener un hijo
ya lo sé no importa
igual será madre
hasta pronto señora
cuídese señora"
César Fernández Moreno
El viaje de los Reyes Magos
"Un frío venir tuvimos:
La peor época del año
Para un viaje, y un viaje tan largo:
Los caminos hondos y el tiempo áspero,
La mismísima muerte de invierno."
Y los camellos maltrechos, dolidos los pies, refractarios,
Acostándose sobre la nieve que se derretía.
Hubo veces en que nos lamentamos
Por los palacios de verano en colinas, las terrazas,
Y las chicas de seda trayendo sorbetes.
Luego los camelleros maldiciendo y gruñendo
Y huyendo, y añorando su licor y mujeres,
Y las fogatas decreciendo, y la falta de refugio,
Y las ciudades hostiles y los pueblos intratables
Y las aldeas sucias y cobrando altos precios:
Un tiempo duro tuvimos.
Al final preferimos viajar toda la noche,
Durmiendo a ratos,
Con las voces cantando en nuestros oídos, diciendo
Que esto era todo tontería.
Luego al alba descendimos a un
valle temperado,
Húmedo, bajo la línea de nieve, que olía a vegetación:
Con un arroyo corriente y un molino de agua batiendo la oscuridad,
Y tres árboles sobre un cielo bajo,
Y un viejo caballo blanco se perdió al galope en la pradera.
Luego dimos con una taberna con hojas de parra sobre el dintel,
Seis manos en una puerta abierta tirando dados por piezas de plata,
Y pies pateando los odres vacíos.
Pero no había información, así que continuamos
Y llegamos a la noche, ni un momento antes
Encontrando el lugar; fue (pueden decir) satisfactorio.
Todo esto fue hace largo tiempo,
recuerdo,
Y lo haría otra vez, pero graben
esto, graben
Esto: ¿fuimos llevados todo el camino hacia
Nacimiento o Muerte? Hubo un Nacimiento, ciertamente,
Tuvimos evidencia y ninguna duda. Yo había visto nacimiento y muerte,
Pero los había pensado diferentes; este Nacimiento fue
Dura y amarga agonía para nosotros, como Muerte, nuestra muerte.
Regresamos a nuestros lugares, estos Reinos,
Pero nunca más en calma aquí, en la vieja dispensación,
Con un pueblo extranjero aferrándose a sus dioses.
Debería estar contento de otra muerte.
Thomas Stearn Eliot (ya colaboró y su biografía
está en
Ñusleter #14)
Obsequio: Del verbo latino sequi, seguir, precedido por la preposición ob, para. Regalo o agasajo que sirve para evidenciar que se sigue o se acompaña a alguien en una ocasión especial. A la misma raíz pertenece exequias, acompañamiento fúnebre.
Obsequiado por Héctor Zimmerman de su Tres mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato, Aguilar, 1999.
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Día a día seguimos trabajando para usted, para ofrecerle un mejor servicio, con el compromiso de siempre y los últimos adelantos de la tecnología a su disposición, al mejor costo, con garantía escrita, con los puntos sobre las íes y sin las letras chiquitas del contrato, para que usted pueda homenajearse como se lo merece con la seriedad y solvencia que nos caracteriza, a usted y a nosotros, porque lo que más importa en este momento de balances es el factor humano y el calor de la gente.
En estas fiestas queremos
hacerle sentir el sincero afecto y apoyo de nuestra trayectoria.
Ñusleter Taller
Literario. Encuentros semanales de lectura y escritura de prosa y verso y ambos.
Gerencian: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
4896-0140
y/ó 4205-4284: en
este momento no podemos atenderlo pero deje un mensaje después del bip y lo
contactaremos en cuanto sea oportuno.
También puede molestarnos vía mail:
niusleter@niusleter.com.ar
¿Qué asocia lateralmente con Navidad?
- adjetivos:
- sustantivos:
- verbos:
Envíe sus respuestas a: niusleter@niusleter.com.ar
"Vos y yo". Lo vi en Sucre y Ciudad de la Paz (Belgrano).
¿Recuerda la primera antología de textos
inéditos?
http://niusleter.com.ar/antologia/antologia1.html
¿Se puede ser un asesino sin matar?
Mi respuesta es Sí, ejemplos:
- Hadad/ Laje/ Feinman/ etc: Asesinos del periodismo
- Panam: Asesina de las animadoras infantiles
- Menem y cia: Asesinos del peronismo
- De la Rua (seámos ecuánimes): Asesinos de los radicales
- Bucay: Asesino de escritores/ psicólogos
- Militares: Asesinos del respeto hacia ellos
- Grassi/ Von Wernick/ Quarracino/ etc: Asesinos del respeto a la figura
eclesiástica
- Tinelli/ Suar: Asesinos de la originalidad
- Alfano/ Casán/ (y una laaaaarga lista): Asesinas de la belleza natural
- Rowling: Asesina de la literatura infantil fantástica
Roberto López
¿Qué estrella titiló sobre tu cuna,
Mariano Valcarce, Soporte Técnico, y auguró esta milagrosa existencia tuya?
Daniel Liñares
Mariano Grassi
Julián Carando
Julián Cánepa
Araceli Zúñiga y César Espinosa
A quienes mandan enlaces a postales que finalmente nunca abrimos.
A quienes mandan postales.
A quienes trabajan de Papá Noel con tanto calor.
A quienes no disparan al aire, al cuete.
Mariano Valcarce, Soporte Técnico, recomienda "drogar a los perros y que duerman, por los petardos".
VILLA,
hacia 1140. Del latín VILLA 'casa de campo, granja', 'residencia en las
afueras de Roma en la que se recibía a los embajadores'. Empezó designando a una
aldea, pero en los siglos XII y XIII ya es nombre de una población algo mayor.
DERIV. Villar, 1739, y en la toponimia, siglo X del bajo latín
VILLARIS.
Villorio, 1739. Villano, 1704, del latín vulgar *VILLANUS
'habitante de una casa de campo, labriego', y luego 'el no hidalgo, el hombre
bajo'; villanaje, principios del siglo XVII; villanejo, 1739;
villanía, 1220-50; villanada; villancico, 1605, designó
primero al labriego mismo, abreviándose luego el nombre copla de villancico
hasta designar la copla.
Para navidad
Era verano. Mercedes afilaba
la hoja del cuchillo en la piedra del umbral de la cocina mientras las moscas se
amontonaban sobre el papel manchado de sangre donde había estado envuelta la
carne. El olor a lejía de la ropa blanca puesta a secar, el olor a estiércol del
gallinero, entraban por la persiana. Mercedes volvió la cabeza: Lila movía la
cola, los ojos clavados en la carne. La perra caminaba con dificultad;
seguramente tenía cachorros antes de fin de mes. "Otra vez con hambre,
desgraciada," dijo Mercedes, y le arrojó un pedazo de carne que Lila se apresuró
a devorar.
Los animales contagiaban sarna y otras enfermedades; Mercedes
no simpatizaba con ellos. Sin embargo, para justificar la presencia de la perra
en la casa, decía que Lila era recatada y limpia como una señorita. Ahora no
podía seguir diciendo que fuese una señorita. "Como para no estar hambrienta.
Por lo menos, son ocho los críos que lleva adentro, y tan feliz la zonza. Como
nosotras: nunca aprenden ni escarmientan."
Removió las brazas en la hornalla, puso la sartén al fuego y
salió un momento al patio. La violenta claridad del mediodía la encegueció. Con
una mano en la frente, a modo de visera, escudriñó los árboles. Por la sombra
redonda de un naranjo pensó que sería la una. José, su marido, iba a llegar de
un momento a otro. Salía temprano de la casa a buscar trabajo, pero encontraba
siempre en las obras el mismo letrero: "No hay vacantes", y debía resignarse a
las consabidas changas: descargar ladrillos de un camión, pegar azulejos o
arreglar las goteras de algún techo. José llegaría sediento. Era necesario que
Víctor fuese a buscar al almacén un sifón de soda fresca. Mercedes cruzó el
patio; las baldosas recalentadas le quemaban las plantas de los pies. Se detuvo
a metros de la higuera. "¡Víctor!", gritó. Un higo picoteado por los pájaros
cayó en la lata de dulce de membrillo llena de agua donde bebían las gallinas.
Ágilmente, el chico bajó de la higuera y caminó en dirección a su madre.
Después del desayuno, Víctor había trepado a la higuera; a
horcajadas en una rama, curvando los dedos de ambas manos sobre un ojo para
simular un catalejo, recorría el horizonte en busca de piratas. El follaje del
árbol, mecido por el viento, era una carabela en medio del océano. Víctor jugaba
solo, forzosamente. Mario, su amigo preferido, estaba internado en una colonia
de menores; al Negro no lo veía desde que Mercedes supo que tenía piojos y lo
echó de la casa: "Es lo único que falta. En un barrio asfaltado, chicos con
piojos", y por si acaso lo hizo rapar a Víctor con la máquina cero.
También a Mario, en la Colonia de Menores, lo habían rapado
como a los conscriptos. Estar allí, pensaba Víctor, debe ser algo semejante a un
castigo o a una penitencia, porque bastaba que él cometiera la menor travesura
para que su madre le dijera en tono de amenaza: "Cuando vuelva tu padre le
cuento para que te envíe a la Colonia".
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, su madre empleaba con
él otro argumento para que la obedeciera: "¿Cómo, Víctor, vas a portarte así
cuando venga tu hermanito?". El hermanito nacería para Navidad. Al principio,
Víctor temió que lo engañaran; esa fecha servía frecuentemente a sus padres para
eludir el cumplimiento de una promesa: regalarle un juguete, o llevarlo al
parque a dar vueltas en calesita. Si Víctor se ponía cargoso y preguntaba por
décima vez: "¿Cuándo van a comprarme el mecano?", el padre o la madre le
respondían invariablemente: "Para Navidad".
Pero el nacimiento del hermanito parecía seguro. Recordaba
que un mes antes, durante el almuerzo, su madre arriesgó la posibilidad de que
fuera mujer. El padre dijo que ni por broma; que ya había hecho una apuesta (un
cajón de cerveza) con el capataz de la obra y que tenía la absoluta certidumbre
de que sería varón. "Lo llamaremos Joaquín."
Joaquín, el padre de Mercedes, había muerto el verano pasado,
en la misma casa donde ellos vivían ahora. "El abuelo se fue al cielo", le
explicaron, pero Víctor, aunque sabía que era mentira, simuló creer, como
simulaba creer en los Reyes Magos.
Desde entonces, su padre empleaba un tono respetuoso cada vez
que se refería al abuelo muerto. Antes era frecuente oírlo decir con fastidio:
"No me explico por qué don Joaquín desperdicia tanto terreno. Es un avaro. Bien
podría darnos un pedazo del fondo: haríamos allí una casita de material para
vivir como Dios manda".
En aquel tiempo Víctor y sus padres vivían en dos piezas de
madera construidas sobre el terreno de un antiguo basural que una empresa,
contratada por el gobierno, había rellenado y parcelado para vender en lotes.
José compró un lote cerca del camino de tierra donde un
cartel anunciaba: "Aquí se levantará el gran barrio Las Rosas". Un año después
el lugar estaba colmado de viviendas, la mayoría de paredes de tablas y techo de
zinc; otras, las más pobres, de quincha, con una arpillera para cubrir la
entrada. En el nuevo barrio abundaban las matas de tártago y las ortigas; a
menudo, los chaparrones ponían al descubierto huesos de vaca y residuos
enterrados en el basural, por lo cual el nombre de barrio Las Rosas fue
reemplazado por el de Barrio Puchero.
"No será un paraíso -decía el padre-, pero quién sabe si de
aquí a unos años, cuando pavimenten el camino, el lotecito no adquiere valor."
Mercedes, incrédula, alzaba las cejas; soportaba en silencio las incomodidades
del barrio: cada mañana tenía que hacer cola en la fila de mujeres que sacaban
agua de una bomba de mano comprada gracias al dinero reunido por las familias de
los lotes vecinos; el calor resecaba la tierra, volvía rancios los alimentos
guardados en la fiambrera; por todas partes se abrían las enormes bocas de los
hormigueros. Los días feriados, si su marido no estaba en casa, ella cerraba con
tranca la puerta por temor a los borrachos que pasaban con una botella de vino
en la mano, la otra aferrada al manubrio de la bicicleta, en un alarde de
equilibrio, como podía demostrarlo el complicado zigzag dibujado por las ruedas
en el camino de tierra. A veces un hombre caía pesadamente de su bicicleta;
intentaba incorporarse, pero volvía a caer. Los perros acudían a olfatearle la
ropa, a pasarle la lengua por la cara; entonces el borracho comenzaba a
insultarlos, a maldecir de su suerte y después a llorar, hasta que acababa por
dormirse en el mismo sitio donde había caído.
Un día Víctor se enteró de que su abuelo Joaquín estaba
enfermo.
-Fui a ver a papá -le dijo Mercedes a su marido, que se
limpiaba la pintura de los dedos con un trapo embebido en aguarrás-. El pobre
anda muy mal de salud.
-Nadie es eterno -contestó José con indiferencia, pero al
advertir que su mujer se cubría los ojos con las manos, se acercó a ella y la
abrazó-. No te pongas así. El viejo tiene para rato; es de quebracho.
Luego salieron a caminar. Anochecía. Con las últimas luces de
la tarde comenzó a oírse el canto de los coyuyos, ronco primero, melodioso
después, hasta que las voces unidas, en sucesivas etapas ascendentes, alcanzaron
el tono más agudo: un solo aullido vibrante y melancólico que prolongó a lo
lejos el incendio del cielo.
Víctor, solo en la casa, pensó en su abuelo enfermo. No lo
quería, a pesar de que el viejo le regalaba caramelos. Llegaba de visita cuando
su padre trabajaba en la obra. Al escuchar la voz del abuelo, Víctor corría a
esconderse debajo de la cama. No le gustaba que lo acariciaran aquellas manos
temblorosas, con manchas del color de la herrumbre. El abuelo lo obligaba a
salir del escondite. Aunque Víctor daba gritos y patadas para escabullirse, el
viejo lo sujetaba con fuerza, y él no podía zafarse ni eludir los besos en las
mejillas ni los tirones de orejas. Terminaba llorando, mientras el abuelo reía a
carcajadas. "Déjelo, papá; es un necio -exclamaba Mercedes-. Ahí tiene su
botella de cerveza."
La última tarde que los visitó, en vez de mortificarlo, o de
leer en voz alta las noticias policiales de La Gaceta, don Joaquín
permaneció sentado, con la mirada absorta y la boca hundida, que entreabría
levemente para dejar escapar de vez en cuando un apagado quejido. "Si no se
sentía bien, papá, debió quedarse acostado", le dijo Mercedes al ver que
rechazaba la cerveza y el plato de aceitunas negras.
Al cabo de un mes, se trasladaron a casa del abuelo. A Víctor
le agradó la nueva vivienda porque en el barrio Las Rosas su madre le prohibía
tener amigos. "Sólo malas mañas podrás aprender de esos gitanos", le decía,
repitiendo las palabras de don Joaquín, que así llamaba a los chicos que vendían
naranjas y huevos frescos.
La casa del abuelo era de material: tres habitaciones con
puertas altas y estrechas que daban a la galería, un patio de baldosas y en el
fondo unos pocos árboles frutales y un gallinero. Víctor examinó cuidadosamente
los cuartos; halló en un baúl un manojo de llaves, una linterna y una gorra de
ferroviario. Se trepó a los árboles. La mujer del almacenero le regaló un perro
recién nacido que después resultó perra y que su madre bautizó con el nombre de
Lila. También hizo amistad con Mario, el hijo de la lavandera. Pero la salud del
abuelo empeoró durante el invierno. Aconsejados por el médico, los padres
decidieron llevarlo a la capital para que lo examinara un especialista. Víctor,
que había quedado en casa de unos vecinos mientras ellos estuvieron ausentes,
oyó comentar a los mayores en la rueda del mate: "¡Qué ganas de tirar la plata!
El viejo no tiene remedio". Cuando volvieron de la capital, el abuelo no se
levantó más de la cama; con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza
hundida en la almohada, dejaba oír un continuo lamento. A veces, la enfermedad
lo sacaba de quicio; entonces insultaba al enfermero y de un manotazo arrojaba
al suelo las cajas de inyecciones y los frascos ordenados sobre la mesa de luz.
Desde su cuarto, Víctor escuchaba por las noches la
respiración anhelante del abuelo; después la respiración se convirtió en un
ronquido sordo, y de nuevo sus padres lo enviaron a pasar unos días con los
vecinos. Fue entonces cuando Mario le dijo que don Joaquín estaba agonizando.
De vuelta a su casa, el cuarto del abuelo se había
transformado en comedor. Pasó el tiempo, nadie habló más del muerto. Ahora el
tema favorito era el nacimiento de su hermano, que se llamaría Joaquín. Víctor
hubiera preferido cualquier otro nombre; el de su abuelo lo aterrorizaba.
El padre volvió de la calle y preguntó por Víctor.
-Salió a buscar un sifón de soda -dijo Mercedes-. No tardará
en volver.
Sirvió la comida y se sentó frente a su marido. Después, en
voz baja:
-José, me parece que debemos decírselo. No es justo
engañarlo. Está tan ilusionado...
-¿Para qué? -respondió el padre encogiéndose de hombros-. Son
ocurrencias tuyas. Dentro de unos días Víctor no pensará más en el asunto. Así
son los chicos.
Siguió comiendo despreocupadamente; el movimiento de las
mandíbulas era lento y acompasado; tenía la cara encendida, la frente empapada
de sudor. De pronto, a Mercedes la invadió un sentimiento de humillación
rencorosa. "¿Para qué hablar? Cuando le anuncié que había resuelto hacérmelo
sacar con la partera, me contestó que esas eran cosas de mujeres, como si yo
estuviera preñada del aire. Así son todos. Como traen dinero a la casa, una
tiene que prepararles la comida y echarse en la cama cada vez que se les
antoja."
-A Víctor no se lo puede engañar -insistió-. Ya es bastante
grandecito.
Momentos antes de ir a buscar el sifón, Víctor le había
dicho: "Yo sé dónde está el hermanito". Ella lo miró sorprendida. Entonces
Víctor alargó el brazo y le apoyó la palma de la mano sobre el vientre. "Está
ahí adentro. Mario me lo contó." "¿Qué sabe Mario? -exclamó Mercedes-. Es un
atrevido. Por eso lo mandaron a la Colonia de Menores. A vos te pasará lo mismo
si seguís repitiendo tonterías."
La madre de Mario no tenía recursos para educar a su hijo.
Lavaba ropa, pero una eczema rebelde en las manos le impidió continuar
trabajando. Entonces tuve que resignarse a mandar a su hijo a la Colonia. Para
conseguir que lo admitieran le fue necesario solicitar a los vecinos, de casa en
casa, el testimonio firmado de su absoluta indigencia. "Usted es una mujer con
suerte -le había dicho a Mercedes-. Tiene un solo hijo, un marido que trabaja y
una casa heredada de su padre, que en paz descanse."
Pero la casa estaba hipotecada. Ellos tomaron esa medida para
cubrir los gastos ocasionados por la enfermedad de don Joaquín.
-Los médicos fueron unos canallas -le dijo José a su mujer al
poco tiempo de morir el viejo-. Suerte que no vendí las casita de Las Rosas. En
todo caso, nos vamos de nuevo para allá.
-Nunca volveré a ese barrio -contestó Mercedes-. Antes
prefiero emplearme de sirvienta para ayudarte a pagar la hipoteca. No es por mí,
sino por Víctor. Pronto habrá que matricularlo en una escuela.
Después la situación se complicó más aún: su marido no
encontraba trabajo. Y también sus sospechas se confirmaron: ella estaba
embarazada. "¿Qué sentido tiene traer al mundo un hijo y darle una vida de
tristeza?", se dijo Mercedes. Ella no quería correr la suerte de las mujeres del
barrio Las Rosas, que tenían un hijo todos los años, chicos que parecían
gitanos, como decía su difunto padre, con el pantalón sujeto a la cintura por un
piolín. Era la imagen de la miseria: criaturas enclenques y sucias, aguardando
el jarro de mate cocido para mojar en él un pedazo de pan duro; mujeres
descalzas, caminando por las calles soleadas con una toalla en la cabeza, o
inclinadas sobre el cuerpo de un borracho para levantarlo del suelo y
arrastrarlo al hogar. El hogar significaba la acumulación de objetos a lo largo
de años y años de pobreza: la cama matrimonial de bronce reluciente, único lujo
en la pieza de piso de tierra, la olla enlozada, el Sagrado Corazón de yeso
pintado, el jarrón de vidrio azul con azucenas de celuloide. Y todo aquello no
tenía sentido si faltaba el hombre de la casa, el marido a quien se perdonan la
borrachera, los insultos, los golpes y hasta la infidelidad conyugal porque su
sola presencia las justifica ante sí mismas y ante el mundo cuando dicen: "Esta
pulsera es un regalo de mi esposo", o bien: "No puedo atenderlo, señor, mi
esposo ha salido", con vos en que la ternura se mezcla al desamparo.
"Quizá José tenga razón -pensó Mercedes-. Víctor se olvidará.
Le prometeremos cualquier cosa: un triciclo, por ejemplo, para Navidad."
Mercedes despertó sobresaltada al sentir en sus pies un leve
cosquilleo. Por las noches, a causa del calor, ella y su marido dormían en un
colchón sobre el piso de la galería. También José abrió los ojos.
-No es nada -dijo Mercedes-. Es Lila, pobrecita.
La perra había apoyado las patas delanteras en el colchón y
gemía suplicante.
-No sé para qué sirve tener la perra en la casa -exclamó José
malhumorado-. Nunca debimos permitirle a Víctor que la aceptara. Las perras son
inmundas.
Mercedes se levantó y tomó a Lila en brazos. Luego puso una
sábana vieja, que usaba para planchar, dentro de un cajón de manzanas vacío, y
en él acostó a la perra. Empezaba a clarear. Mercedes permaneció al lado del
cajón, con las rodillas entumecidas. "Son seis -murmuró, mientras las lágrimas
corrían por sus mejillas-, seis y no ocho, como yo pensaba. Desgraciada. Igual a
nosotras: nunca aprenden ni escarmientan."
Juan José Hernández nació en Tucumán en 1932. Tradujo a
Tennesse Williams y a Paul Verlaine. Publicó, entre otros, los siguientes libros
de poemas: Negada permanencia / La siesta y la naranja (1952),
Claridad vencida (1957), Otro verano (1966); y de cuentos: El
inocente
(1965), La ciudad de los sueños (1971), La favorita (1971) y la
antología Así es mamá, que recoge sus cuentos hasta el '96. Obtuvo
varios premios literarios, entre ellos la Beca Guggenheim
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