Ñ u s l e t e r
#61
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"En la práctica a menudo observamos que los medios de
expresión -el proceso de pensamiento- parecen desplazar completamente a los
instintos, monopolizando o usurpando el lugar de éstos. El pensamiento es
esencialmente una inhibición, y si domina la vida espiritual del individuo,
puede determinar la parálisis total de las emociones. En este caso nos hallamos
ya ante una condición patológica, asociada con una sensación de anormalidad y de
enfermedad, capaz de provocar sufrimientos y de obligar al hombre a negar una de
las más importantes manifestaciones de la vida humana: sus emociones. Por lo
tanto, es posible alcanzar la sabiduría por dos caminos: absteniéndose
totalmente de pensar y confiando exclusivamente en los instintos o pensando,
pero sólo para expresar el propio yo. En su condición de seres emocionales,
todos los hombres son iguales, del mismo modo que sólo existen pequeñas
diferencias anatómica entre todos los individuos del género humano. Por
consiguiente, el hombre estúpido es tal porque no quiere o no se atreve a
expresar su propio yo; o porque su aparato pensante se ha paralizado, de modo
que no es apto para la autoexpresión ni puede ver u oír los designios de sus
instintos."
Alexander Feldmann
PROSA
| Los sonrientes
| Francis Scott Fitzgerald
|
GRAFFITTI
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El socio secreto | Thom Gunn ||
Eso que el viento empuja | Luis O.
Tedesco |
DEFINICIÓN
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Los sonrientes (fragmento)
I
¡Todos conocemos ese momento de exasperación!
Hay veces en que uno sería capaz de decirle a la viejecita
inofensiva que vive al lado lo que realmente piensa de su cara: que más le
valdría trabajar de enfermera nocturna en un asilo para ciegos; en que le
preguntaría al sujeto que está esperando desde hace diez minutos si no se siente
acalorado de tanto haber perseguido al cartero por toda la manzana; en que le
sugeriría al camarero que si el hotel descontara un céntimo por cada grado que
alejaba a la sopa de su condición de tibia, le estarían debiendo medio dólar; en
que -y ésta es la prueba infalible de la genuina exasperación- una sonrisa
provoca el mismo efecto que la camiseta roja de un magnate en el marido de una
mujer de pueblo.
Pero el momento pasa. Pueden quedar cicatrices en el perro,
el cuello de una camisa o el auricular del teléfono, pero el alma ha vuelto a
instalarse en su sitio, entre el extremo inferior del corazón y el borde
superior del estómago, y vuelve a reinar la paz.
Sin embargo, el diablillo que abre la ducha de la
exasperación, al parecer usó el agua tan caliente cierta vez, durante la
adolescencia de Sylvester Stockton, que éste nunca se atrevió a entrar de nuevo
para cerrarla, y en consecuencia jamás ha existido un actor de carácter
aficionado en el teatro victoriano tan acosado y atosigado por los hechos
cotidianos de la vida como Sylvester a los treinta años.
Debería bastar con la descripción de sus ojos acusadores
detrás de las gafas -que denotaba la rigidez del cuello-, ya que él no es el
protagonista de esta historia, sino su argumento. En realidad, él es el elemento
gracias al cual tres historias se convierten en una sola. Sus observaciones
aparecen al principio y al final.
El sol del atardecer holgazaneaba agradablemente en la Quinta
Avenida cuando Sylvester, que acababa de abandonar aquella odiosa biblioteca
pública donde había estado consultando cierto libro decrépito, le dijo a su
insoportable chófer (en realidad estoy siguiendo sus movimientos a través de sus
propias gafas), que ya no necesitaría más sus servicios estúpidos e
incompetentes. Balanceando el bastón (que debiera haber cortado hacía mucho
tiempo, ya que no cesaba de molestarlo), echó a andar lentamente por la avenida.
Cuando Sylvester caminaba de noche, frecuentemente miraba
hacia atrás y hacia ambos lados para ver si alguien le seguía los pasos. El
gesto se había convertido en hábito constante. Por esta razón le fue imposible
simular que no había visto a Betty Tearle sentada en su coche frente al
Tiffany´s.
Había estado enamorado de Betty Tearle a los veinte años.
Pero había acabado por deprimirla. Se había dedicado a analizar
misantrópicamente cada comida, viaje o comedia musical que habían compartido, y
en las pocas ocasiones en que ella había intentado mostrarse particularmente
agradable con él -deseable, habría opinado una madre-, él había entrevisto
motivos ocultos y se había sumido en una bruma aún más densa que la
acostumbrada. Un día, ella le advirtió que se volvería loca si él se atrevía a
depositar otra vez tanto pesimismo en su salario.
Y desde entonces ella no había dejado de sonreír, con una
sonrisa inútil, insultante, encantadora.
-¡Hola, Sylvo! -gritó ella.
-Ah, hola, Betty.
Hubiera preferido que no le llamara Sylvo; parecía el nombre
de un mono, o algo por el estilo.
-¿Cómo te va la vida? -preguntó ellla, alegremente-. No muy
bien, supongo.
-Oh, sí -respondió él con rigidez-. Vamos tirando.
-¿Sumándote a la feliz multitud?
-Sí, por desgracia. -Miró a su alrededor-. Betty, ¿por qué
son felices? ¿De qué sonríen? ¿Qué es lo que les hace sonreír?
Betty le dirigió una centeallente mirada de radiante
diversión.
-Tal vez las mujeres sonríen porque tienen dientes hermosos,
Sylvo.
-Tú sonríes -continuó Sylvester con cinismo- porque estás
comódamente casada y tienes dos hijos. Imaginas que eres feliz, por lo tanto,
supones que todos los demás también lo son.
Betty asintió.
-Quizás hayas dado en el clavo, Sylvo. -El chófer echó una
mirada hacia atrás y ella le hizo una seña-. Adiós.
Sylvo la contempló con una punzada de envidia que se trocó en
exasperación cuando la vio volverse y sonreírle una vez más. Después, el coche
se perdió entre el tráfico y, con un profundo suspiro, él devolvió su bastón a
la vida y continuó su paseo.
En la esquina siguiente se detuvo en un estanco y allí se
encontró Waldron Crosby. En las épocas en que Sylvester había sido considerado
como un buen partido por las jovencitas, también había sido una pieza gorda a
los ojos gordos de los promotores, Crosby, en aquel entonces vendedor de
obligaciones, le había dado buena cantidad de consejos prudentes y acertados,
ahorrándole muchos dólares. A Sylveter le gustaba Crosby en la medida en que
alguien podía llegar a gustarle.
En realidad, Crosby le caía bien a todo el mundo.
-¡Hola, viejo saco de nervios! -exclamó Crosby, jovialmente-.
Vamos, disfrutemos de un gran Corona de esos que disipan las brumas.
Sylvester miró las cajas con ansiedad. Sabía que no le iba a
gustar lo que comparara el otro.
-¿Todavía sigues en Larchmont, Waldron? -preguntó.
-Eso es.
-¿Qué tal tu mujer?
-Mejor imposible.
-Bueno -dijo Sylvester con suspicacia-. Vosotros, los agentes
de bolsa, siempre dais la impresión de sonreír porque escondéis algo en la
manga. Debe de ser una profesión muy graciosa.
Crosby reflexionó.
-Bien -admitió-, varía como la luna y el precio de las
bebidas refrescantes, pero tiene sus buenos momentos.
-Waldron -dijo Sylvester con seriedad-, tú eres amigo mío.
Hazme el favor de no sonreír cuando me vaya. Parece una... parece una burla.
Una amplia mueca cubrió el rostro de Crosby.
-¡Está bien, mezquino granuja!
Pero Sylvester, con un gruñido airado, ya había girado sobre
sus talones para desaparecer. Siguió paseando. El sol acabó su recorrido y
empezó a recoger los escasos rayos que había dejado en las calles en dirección
oeste. La avenida quedó oscurecida por las abejas negras que salían de los
almacenes, el tráfico fue aumentando hasta convertirse en complicado atasco y
los autobuses se apiñaron de cuatro en fondo, como plataformas entre la multitud
compacta, pero Sylvester, para quien los turnos y cambios cotidianos de la
ciudad sólo eran fuente de sórdida monotonía, siguió caminando, limitándose a
lanzar breves miradas de soslayo a través de las gafas.
Llegó a su hotel y subió en el ascensor hasta su suite de
cuatro habitaciones en el duodécimo piso.
"Si ceno abajo, -pensó-, la orquesta tocará Sonríe,
sonríe, sonríe, o bien Las sonrisas que me brindaste. Pero si voy
al club, me encontraré con toda la gente alegre que conozco, y si voy a otro
lugar donde no haya música, probablemente no habrá nada bueno para comer."
Decidió cenar en su habitación.
Una hora más tarde, después de haber despachado un poco de
caldo, pollo y ensalada, dio cincuenta centavos al camarero y alzó la mano en un
ademán de advertencia.
-Hágame el favor de no sonreír cuando me dé las gracias.
Ya era demasiado tarde. El camarero había sonreído.
-Vamos a ver, ¿podría decirme por qué diablos tiene que
sonreír? -preguntó Sylvester con irritación.
El camarero reflexionó. Como no era lector de revistas, no
estaba seguro de lo que era característico de los camareros; con todo, supuso
que se esperaba de él alguna respuesta característica.
-Bien, señor -respondió, mirando el techo con toda la
ingenuidad que su semblante estrecho y chupado podía albergar-. Es algo que hace
mi cara cada vez que me dan una propina.
Sylvester lo despidió con un gesto.
"Los camareros son felices porque nunca han probado nada
mejor -pensó-. Les falta imaginación para desear algo."
A las nueve en punto, presa del aburrimiento, se refugió en
su inexpresiva cama.
Francis
Scott Fitzgerald nació en el 24 de
septiembre de 1896 en Saint Paul, Minnesota. La historia de la literatura lo
incluye dentro de la "generación perdida", es decir, los escritores
norteamericanos de la Primera Posguerra, que emigraron a Europa en la década del
20. Contemporáneo del surgimiento del jazz y de la crisis económica del 29,
Fitzgerald dejó escritas algunas novelas, como A este lado del paraíso,
El Gran Gatsby y Tierna es la noche. Su trabajo como guionista
en Hollywood motivó la escritura de su último libro de cuentos Las historias
de Pat Hobby; antes, en el mismo género, había publicado
Flappers y filósofos, Cuentos de la Era del Jazz, Todos los
jóvenes tristes y Taps at reveille. Murió de un paro cardíaco en
1940, dejando inconclusa su novela: El último magnate.
"Ya no soy yo, perra". Lo vio Vicky Zotalis en Honorio Pueyrredón al 800 (Caballito).
"Dios a morido. Nítche". Visto por Rogelio Rossell en el último asiento de la fila de dos en el interno 56 de la línea 168.
"Hermidia, dejá de tomar". Cazado por el señor Mauro Oliver en "Aranguren al no me acuerdo" (textual M.O.), Caballito.
"Lezcano ¿sos boludo?". Rayado en el respaldo de un asiento del interno 30 de la línea 98 ramal 3. Enviado por Nahuel Valcarce.
"¿No dormirías en los brazos de otro si pudieses?". En un colectivo de la línea 10. También N. Valcarce.
"Diego: La gorda se fue a bailar con Joel". En Estévez y Avellaneda (Dock Sud). Visto por F.A.
1 -
¿Qué es lo que pone de usted mismo en lo que escribe?
Ante todo, La Duda. Lo indefinido, la ambigüedad, la indesición... La necesidad
imperiosa de dejar abiertos todos los caminos/opciones/posibilidades, y de no
desechar nada (por no correr riezgos de extrañar/necesitar/buscar, y no
tener/encontrar/recordar...) El apego a lo irrecuperable, lo oscuro, el vacío.
El miedo a olvidar. La certeza de la incertidumbre. O no.
Sara Párraga
Todo, todos mis
yoes.
Mystica
... interesante.
Ahora, digo yo ¿no es mucho mas
trabajaso no poner nada de uno mismo cuando se
escribe?. Quiero decir, si uno escribe lo que va
saliendo y considerando que eso puede ser importante
para otros, nisiquiera tiene por que preocuparse por
eso. Ahora, si se parte de imposturas raras seguro que
eso pasa a ser un tema. Ser es lo mas facil, no ser o
ser solo es lo trabajaso y doloroso.
Pablo Notti
Toda la mierda que
me sale de las manos. Y la moldeo para que quede linda.
Tom Bombadil
2 -
¿Hay algo sobre lo que no se pueda escribir o leer?
Sí. pero no puedo escribir lo que es.
Tom Bombadil
Y supongo que
cualquier tipo de escritura nihilista
(donde no hay ser) u onanista (donde hay un ser
aislado) no vale la pena... ahora que lo pienso:
¡Cuanta literatura no vale la pena!
Pablo Notti
No, sobre todo se
puede escribir, hay que saber hacerlo pero eso, ¿quién lo dictamina? ¿quién dice
lo que está bien escrito y lo que no? ¿los criticos? ¿los que leen los
libros?¿es arbitrario decir esto está bien y esto está mal? Todo se puede leer,
yo leí Whisky, Naranja o Crimen, alguien tiene la valentia de decir que
leyo esa novela¿? Vamos¡¡¡¡¡¡¡ Apuesto mi reino a que nadie la leyó.
Mystica
- "...el estúpido es
tupido." ¿Le gusta, Augusto?
- En lo más mínimo, momifica la masa, Luis María. Tú me vienes con cada bosta...
(Otra ronda más, Enrique Brecht, Ediciones Plafón, Rosario, 1968)
Loco pero no boludo:
Taller Literario. Encuentros semanales de lectura y escritura.
Y próximamente... Taller Literario en Camello o en Camilla.
Anfitrionan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
Reservas:
4896-0140
o 4205-4284.
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El socio secreto
Nieve hasta arriba de los tobillos, tan aterido que no sentía dolor,
clavé la vista en mi ventana en el tercer piso;
desde una calle blanca, indiferente como un ojo muerto,
pacientemente grité mi nombre una y otra vez.
Las
cortinas estaban iluminadas, a través del vidrio lo estaban por la duda
y ahí me encontraba yo, a solas dentro del cuarto.
En el viento vacío me mantuve y seguí gritando;
Pero, ¡oh!, ¿qué sucedería si la cara desconocida se asomaba?
Suspendido, tirante, entre dos miedos iguales
era probable que me descuartizaran sus fuertes tirones:
¿Qué va a pasar, me preguntaba, si no llego a oír mi llamada?
¿Y qué va a pasar si llega a mis oídos insensibles?
Fijo
en mi cepo de pensamiento los vi
apartarse, vi que una mano indecisa
había tocado las cortinas. ¿Mía? -me pregunté. Y,
en ese instante, el viento cambió de curso.
El
viento cambia de curso y aquí estoy
acostado en la cama, la nieve y la calle afuera:
el resplandor del fuego sigue dando confianza; la oscuridad desafiada.
El viento cambia de curso: todavía estoy ahí.
Thom Gunn
nació en Inglaterra en 1929. Su primer
libro de poemas, Fighting Terms, fue publicado en 1954. A ese le
siguieron más de treinta, entre los que apuntamos: The Sense of Movement
(1959), Touch (1968); To the Air (1974), Passages of Joy
(1983), The Man with Night Sweats (1992) y Collected Poems
(1994). Tiene además un volumen de ensayos titulado The Occasions of Poetry
(1982). Hay poco y nada de su obra traducida al castellano. Desde 1961, Gunn
vive en San Francisco.
Eso que el viento empuja
Eso
que el viento empuja
fue mi corazón.
Late
en ráfagas
pero cae, luego es sangre
que se empasta en las ventanas.
Eso
que el viento empuja
suelta el rubor de su vergüenza
y aprieta, aprieta, y su caricia
moja de amor la cama triste
si el viento empuja, si late lo quebrado.
Luis O. Tedesco es
argentino y director del Grupo Editorial Latinoamericano. Publicó, entre otros
poemarios, Los objetos del miedo (1970), Cuerpo (1975),
Paisajes
(1981), del cual tomamos este chiquitín, y Vida privada.
El maestro ciruela: Decimos que alguien es un "maestro ciruela" cuando se empeña en dar a todos lecciones sobre asuntos que conoce poco y mal. La expresión, que viene muy bien para etiquetar pedantes, nada nos informa acerca del maestro ciruela, salvo que "quiere enseñar y no tiene escuela". En realidad, la frase original no guarda ninguna relación con el ciruelo. Se refiere al pueblo de Siruela, una localidad de Extramadura (España), situada a unos doscientos kilómetros de la ciudad de Badajoz. Ninguno de los trescientos mil siruelenses que hoy la habitan sabe algo acerca de las tribulaciones del personaje. Si fue la falta de edificio escolar o un conflicto docente ocurrido hace siglos lo que lo dejó pegado al dicho. Lo cierto es que el maestro Ciruela -como se lo llamó después- ha quedado como el prototipo del sabelotodo que no sabe nada. Como el inmerecido portador de un apelativo frutal. Como un fantasma extremeño que anda por el mundo tiza en mano a la busca de un lugar con pizarrón.
Tomadito de Tres mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato, Héctor Zimmerman, Aguilar, Buenos Aires, 1999.
1 - ¿Podría expresar la emoción más vívida que sintió últimamente?
2 - ¿Qué es la estupidez? ¿Cómo se manifiesta?
Envíe sus respuestas a: niusleter@niusleter.com.ar
Textos en castellano de Nietzsche:
http://www.nietzscheana.com.ar
Derrida en castellano:
http://personales.ciudad.com.ar/Derrida/
Conozca el número 60 de Ñusleter y la página actualizada y potenciada por ya saben quién: http://niusleter.com.ar
A veces se nos hace difícil imaginarte a vos, Mariano Valcarce, Soporte Técnico,
sumido en tareas cotidianas cuando en realidad el mundo te parece una entelequia
y un día nos confiaste estar un poco podrido de que te demos las gracias en cada
número por todo lo que hacés, que es un montón, Maestro de la Red.
A Juancho Ghigliani, que nos puso en carrera.
A todos los que nos expresaron cariño y descontento por nuestra discontinuidad.
A los que nos escribieron con la mente.
A Alejandro Manrique.
A Pablo Franza y Gabriel Tosar.
A Palanca Pier (la vida no es lo mismo sin tu sonido).
A Mariano, a Sol y a Eneas Carrara.
A Marcel Marceau, que reúne las dos condiciones.
Mariano Valcarce, Soporte Técnico, recomienda "ser breve".
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