ÍNDICE
PROSA
La psicóloga | Julián Fernández Mouján |
Totalmente muerto (inédito) | Elvio E. Gandolfo |
Vientos divinos | Jonás Gómez |
GRaFiTi
DEFINICIÓN | Finire | Finishela |
POEMAS
Viñetas y poemas inéditos | Javier Galarza |
La vida tranquila | Paseo Yugoeslavo | Los días que pasamos encendiendo el fuego | Flor Defelippe |
Casa Mandarina | Agustina Amabile |
ETIMOLOGÍA | Transición |
EQUIPO
AGRADECIMIENTOS
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PROSA
La psicóloga
La noche anterior a había un brindis informal en un bar. Me avisó a la mañana, y dijo que buscara alguna camisa, una de esas que no uso nunca. Se casaba su amiga de Australia, una compañera del secundario. Nunca la había mencionado, hasta que la invitaron. Vivía allá, pero hacía dos fiestas. La primera acá, en la Argentina. Era nuestra primera boda juntos.
Camino al bar pasamos a buscar a otra compañera del colegio, Inés, y a su novio alemán, Mathias. Tomamos unas copas de vino a las apuradas y salimos. Eran apenas unas cuadras para caminar. Él tenía todo el aspecto de un extranjero en Buenos Aires. Rubio, con pelo corto y vestido en tonos marrones y zapatos negros. Muy formal, para nada llamativo. aba la impresión de ser una de esas personas que, frente a desconocidos, no se enojan ni se deprimen, que tiene todo bajo control. Hablamos algunas cosas, las típicas preguntas introductorias: el trabajo, Alemania, Argentina. Eran pocas cuadras pero, se me hicieron largas. Intenté ser sociable. De a ratos caminamos de a dos, las amigas adelante, los novios atrás, nos volvíamos a emparejar y pretendimos que todo fuera espontáneo.
Apenas llegamos supe que sin Carolina al lado me iba a sentir incómodo, demasiado rodeado de desconocidos. Era un bar pequeño, con algunos sillones en los costados y una barra amplia. Ahí nos ubicamos los hombres, como una
suerte de abrigos colgados de las amigas de la novia, que se acomodaron en los sillones. No tenía muchos lugares donde esconderme. Pedimos unas cervezas. No pude evitar iniciar el lugar común de preguntarle a Mathias qué le parecía la Quilmes que estábamos tomando. Por cortesía, supuse, me dijo que la cerveza argentina no tiene nada que envidiarle a las alemanas.
Me esforcé por no llenar mi incomodidad con alcohol. Cada tanto intercambiábamos miradas y levantábamos las cejas. La barra era un conjunto de codos apoyados, mudos. La cerveza era gratis, lo que me dificultó un poco más la tarea. Pensé que la incapacidad para hacer contacto con extraños era solo mía, pero esa noche parecía una cuestión inherente a todos los hombres del mundo.
Carolina iba y venía desde grupo de las chicas hasta donde estaba yo para chequear cómo me estaba yendo. Me daba un par de besos y sonreía hacia el sector femenino. Quería dejar en claro –a ellas– que yo era su novio. Salvo Inés, no parecía ser muy amiga de nadie. Yo no conocía a ninguna. La mayoría había pasado los 30 años, y se notaba que no las veía hacía mucho tiempo. Llegar en pareja le daba otro semblante en la previa de un casamiento. La diferencia era clara con respecto a las pocas solteras que había. Sus caras las delataban.
Miré el celular cuando nos fuimos. Habían pasado dos horas nomás, pero me parecieron mil. Caminamos hasta mi casa, donde teníamos la ropa para el día siguiente. Al mediodía salía una combi. No teníamos que madrugar y estábamos de buen ánimo. Nos sentamos en la cocina a tomar un poco de agua, fumar y charlar un rato antes de ir a la cama. Éramos buenos conversando. Podíamos saltar de un tema al otro sin darnos cuenta. Esa noche noté un cambio en su expresión cuando nos acomodamos. Los labios amagaban hablar y se juntaban, después los estiraba con una sonrisa nerviosa y cerrada. Me pidió un cigarrillo. Dijo que hoy había hablado “de nosotros” con su psicóloga.
—Dice que tenemos que convivir o separarnos.
Se quedó callada. Pasaron unos segundos, pero no vino ninguna frase a continuación. Miró para abajo, fumó. Nos quedamos así un minuto o dos. Yo, esperando un subtítulo, una explicación, algo. No lo vi venir. Ella esperaba mi respuesta. No había ruidos. Miré el techo de vidrio de la cocina, con las hojas acumuladas que ella siempre me sugería limpiar, y me costó imaginarme el día a día juntos. Me vi intentando ser otra persona, todo el tiempo, tratando de complacerla. No tenía ganas de vivir con esa presión. Le dije que estábamos más cerca de separarnos. Lloró. Dejamos todo inconcluso y nos fuimos a dormir. No se podía faltar al casamiento.
A la mañana siguiente me di cuenta de que mis únicos zapatos, los que usaba una o dos veces por año y estaban en el fondo del ropero, tenían la suela despegada. Sentí la mirada implacable de Carolina en la nuca. Me puse unas zapatillas negras con el traje, que me quedaba incómodo, y salimos a la calle apenas desayunados.
La combi nos llevaba en silencio hasta la casa de Pilar donde se hacía el casamiento. El primer intercambio de palabras que tuvimos derivó en seguida en una discusión y caras largas que, tácitamente, prometimos ocultar a medida que llegábamos. Había un papel de pareja que interpretar durante el sábado. Ella derramó un par de lágrimas mirando por la ventana. También era hermosa cuando lloraba.
El lugar era precioso, casi sanador. El camino a la casona antigua tenía una arboleda que dejaba pasar algunos rayos de sol certeros, unos por debajo de las copas de los árboles y otros por entre las ramas, como linternas en la oscuridad. La atmósfera estaba cubierta con los primeros calores de octubre. La casa tenía dos pisos y una entrada por una galería en semicírculo de baldosas anaranjadas y columnas griegas. En el jardín, al costado, había dos filas de sillas de madera, plegables y blancas, mirando hacia un micrófono y un par de parlantes verticales. Nadie vino a avisarnos, pero entendimos que había que ir hacia ese lado. De repente salieron varios camareros con bebidas en vasos medianos de vidrio. Había una comitiva de australianos anchos y rubios, los invitados del novio, con mujeres robustas. Todo era trajes y vestidos. Saludé con una sonrisa tímida, sin acercarme a nadie. Las bandejas de comida empezaron a circular y pudimos picar algo. Fuimos de los primeros en acomodarnos en las sillas. Nos sentamos en la cuarta fila de las diez dispuestas.
El momento lo llevaba adelante un maestro de ceremonias improvisado, nada formal. Comentó entre chistes cómo se habían conocido Analía y Greg (en un bar de Palermo, nada muy romántico) y dio paso a la declaración mutua de los novios. Carolina lagrimeó mientras el australiano intentaba hilvanar unas palabras en español y, a pesar de su acartonamiento, relató la versión más tierna de la historia.
Entre empanadas chiquitas y canapés, la tarde se fue haciendo noche. Entramos a la casona, a una sala de recepción, donde Inés irrumpió con su pareja de tango y bailaron a través del piso damero en el centro de un círculo imaginario que se formó entre los presentes. Todo era bastante erótico, ella desparramaba sensualidad. Miré a su novio alemán y le sonreí. Me sentía un turista en una milonga de San Telmo. Los australianos miraban azorados. Todos aplaudimos hasta que el tango se hizo vals.
Nos ubicamos en las mesas repartidas a ambos lados del salón. La división no era por números, sino en provincias argentinas y australianas. Buena idea, pensé. Me intrigó saber cuál le habían dado a los novios, de qué país, pero no pregunté por vergüenza. A nosotros nos tocó Sidney, junto a Mathias, Inés y su pareja de tango, que intentaba, sin éxito, ser gracioso y sociabilizar mientras engullía los panes del centro de la mesa y no paraba de transpirar. El pelo engominado se le desplomaba sobre la frente. Seguía con el mismo chaleco a rayas del tango y se acomodaba en la silla todo el tiempo. También nos acompañaba una pareja que arañaba los cuarenta, parecían casados hace décadas.
Para seguir con el tour argentino, el menú eran distintos cortes de asado. Faltaba que lo sirvieran gauchos. Una vez saciado el estómago, la noche continuó en paz. Con Carolina no volvimos a discutir. Comimos, chupamos y de a ratos bailamos. Carnaval carioca, cumbia, música electrónica, el DJ no dejaba las canciones más de treinta segundos y apilaba los hits uno arriba del otro. Después de la mesa dulce salimos a caminar por el jardín.
Se respiraba otro aire. Entre árboles de copa alta y senderos, el clima era agradable. Se veía el cielo estrellado. También, parejas dispersas por la galería y algunos fumando porro. Ya no había corbatas ajustadas ni camisas cerradas hasta el cuello. Muchas chicas llegaban descalzas y transpiradas desde la pista. La música se escuchaba lejana. La fiesta estaba terminando y esperábamos la combi que nos iba a devolver a la ciudad. Carolina y yo caminamos un rato y cada tanto nos abrazábamos unos segundos, sin hablar.
El domingo lo arrancamos dando vueltas en la cama hasta el mediodía: mirándonos de reojo, pasando brazos y sacándolos sin decir una palabra. Repetimos el ritual de cada mañana en mi casa. Carolina se bañó primero mientras yo le preparaba el desayuno de café, tostadas y naranjas exprimidas. En mi turno en la ducha me quedé unos minutos más abajo del agua caliente. Nos sentamos a desayunar, con el pelo mojado. Parecíamos recién llegados de la calle, de una lluvia torrencial.
Este cuento de Julián Fernández Mouján (Buenos Aires, 1974) pertenece a su primer libro, Tal vez mejor no (Modesto Rimba, 2018). Diseñador gráfico y periodista, trabaja para las editoriales Caja Negra y Excursiones, y es director de arte de El Ansia, revista de literatura argentina. Fue diseñador y editor del sitio web de Los Inrockuptibles. Es curador de contenidos del programa Pase Cultural.
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POEMAS
Viñetas y poemas inéditos
Afluentes:
Una canción de Tom Waits habla de los perros callejeros que pierden el camino de vuelta cuando la lluvia borra los olores. Husmean la tierra, pero no lo encuentran. Todo momento es frágil, dicen las meditaciones de Lao Tsé. Es frágil y huye. Los instantes del pasado no pueden repetirse. Tampoco guardamos imágenes del futuro. El presente no es abarcable y nos desborda por todos lados. Aun así la mente desespera por fijar el río en un lugar. Poseída por lo ocurrido y preocupada por lo que podría suceder, pasa por alto el instante, el momento. Como un cuchillo, la mente, quiere dividir y reducir el Tao a lo aprehensible y lo manejable. Pero la forma y el conocimiento están más allá de estas categorías. Quien suelte ese cuchillo encontrará el Tao en la punta de sus dedos.
Extender los pasos en diferentes direcciones.
Hallarse, aún así, en el camino de regreso.
*
La sanación de un epiléptico
(Elegía por Ian Curtis)
"Maestro, te he traído a mi hijo,
porque tiene un espíritu mudo
que se apodera de él y lo derriba;
sus dientes rechinan
y echa espuma por la boca,
sufro, maestro,
porque es poca mi fe".
Y viendo el maestro
que la gente se agolpaba,
increpó al espíritu diciendo:
"sal de él y no vuelvas a entrar".
Entonces el muchacho quedó tendido
como un muerto,
y el rabí tomó su mano,
y el joven se puso de pie,
y dijo el maestro que solo la oración
sirve en estos casos.
Bueno, eso intentamos: frases,
palabras que toquen los cuerpos,
plegarias de labios rotos.
Pero la humildad es aprender a vivir
después de los milagros.
Nos queda el pan apenas, las hogazas,
para saber si todo será cumplido
o está errado desde el vamos.
*
El barro y el ciego
"Quien está solo con la lámpara, / sólo tiene la mano para leer"
Paul Celan
No sé de dónde vino este hombre
que escupió la tierra
y con ella hizo barro para untar mis ojos
y dijo luego «lávate en las aguas de Siloé»
y yo regresé viendo,
yo, que aprendí a leer con las manos,
a contemplar «estos soles y estos astros»
del astrónomo de Gibran,
debo ahora aprender a cegarme,
porque largo es el camino del desaprendizaje,
y yo ahora veo.
*
Paradojas
Cuando Hui Tzu viajaba, sus libros llenaban cinco carros. Fue un polemista que inquietó a los retóricos, un hábil maestro de las paradojas. Decía que uno puede salir hoy hacia Yueh y llegar ayer. Según el sabio Chuang Tzu, Hui Tzu malgastó su don a través de juegos retóricos, dispersiones, palabreríos y efectos de sentido. Como si quisiera detener el eco con un grito o como si un cuerpo adelantara a su sombra. Pero a pesar de las discusiones, Chuang Tzu amaba a Hui Tzu. Pues años después, al contemplar la tumba de su íntimo enemigo, dijo: “era el único hombre en todo el imperio con el que podía conversar”. En la avenida Regimiento de los Patricios, las paradojas están a la orden del día. Aquí habitó una damisela llamada Destello. Podía moverse más rápido que la luz. Un día partió por un camino relativo. Y retornó la noche anterior. Contamos esta historia cuando la luna despuebla las calles y los lechos. Nos preocupa que Chuang Tzu no tenga con quien hablar.
Javier Galarza (Buenos Aires, 1968) publicó los siguientes libros: Pequeña guía para sobrevivir en las ciudades (2001), El silencio continente (2008), Reversión (2010), Refracción (2012), Cuerpos textualizados (2014, en coautoría con Natalia Litvinova), Lo atenuado (2014), La noche sagrada (2017), Chanson Babel (2017) y Für Alina (2018). Es docente, ensayista e investigador literario. En breve, se publicará su primer libro de relatos, Diez cuentos góticos.
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GRaFiTi
"El género es performance".
En Garibaldi 1770, La Boca, Buenos Aires.
"No me baño. Soy un pajero".
En algún lugar de Buenos Aires.
"Activá. organizate".
En algún lugar de La Boca, Buenos Aires.
"Cosita perdón, te odio".
En Av. Córdoba y Azcuénaga, Once.
"Boludeces en la pared".
En Av. Córdoba y Agüero, Almagro, Buenos Aires.
"Odio el trabajo, quiero vivir".
En Echeverría y Crámer, Belgrano, Buenos Aires.
Más en GRaFiTi www.escritosenlacalle.com
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INÉDITO
Totalmente muerto
El espectro de mi tío se acomodó el ojo que le faltaba, trató de darle un poco de forma a su famosa mandíbula prominente ahora corroída y me contó:
Cuando murió el padre, para todos María Bethsabé, la hija, cayó en el delirio. Había motivos. Porque el señor Crumb primero murió, y después estaba vivo de nuevo. Ojo: cero zombie. Seguía siendo el mismo de siempre, un poco alto, tranquilo, pausado para hablar. Por suerte estábamos amoldados a la no-verdad desde hacía años, así que nos acostumbramos en menos de un día. Es más, nos resultó muy irritante la intervención de María Bethsabé Crumb, porque se puso a decir en voz bastante alta que no era que el padre hubiera resucitado, sino que nunca había estado vivo.
-Nunca murió, porque siempre estuvo muerto –dijo-. Y quiero por favor que escuchen, que me miren los labios: no es nada simbólico, ni metafórico. Estaba muerto ya desde joven, desde antes de que conociera a mi madre, y desde mucho antes de que me concibieran entre los dos. Yo tengo una parte mía que siempre estuvo muerta, pero muy pequeña, porque en mi genética se impuso por goleada el ADN de mamá, el ADN vivo. Ella sí falleció, unos meses antes de la “muerte” de papá. Y no volverá nunca. Por eso la amo. Además…
De común acuerdo los que la estábamos escuchando con cierta atención, ante semejante sarta de dislates, dejamos de mirarla y nos dimos vuelta. La dejamos, por decirlo así, hablando sola.
En los días siguientes todos opinamos lo bien que se lo veía al señor Crumb. Estaba igualito. Hablaba con su voz un poco chata pero profunda, opinaba con razón y argumentos, sonreía con gusto (jamás soltó una carcajada). La voz de María Bethsabé Crumb había pasado a un nítido segundo plano, después a casi no oírse entre los ruidos de la casa, aumentados por el regreso del señor Crumb y sus actividades diurnas.
De hecho algo que pasaba de verdad, y que casi todos sabíamos, se enterró fuera de alcance, secreto, ocurriendo sin duda, pero seguramente no. Lo diré yo, con mis propias palabras. Cualquiera de nosotros que saliera después de medianoche al pasillo largo de la casa, sobre el que daban todos los dormitorios y uno de los baños, quedaba estupefacto, asustado.
Porque el señor Crumb recorría el pasillo completo, de ida y vuelta, de una manera extraña, en pocos segundos. No caminaba: se lanzaba veloz e indetenible, flotando como una bala de cañón, erguido y alto. Y como pasaba una y otra vez, de a poco se definían los detalles: el color de la piel azulado, las comisuras de los labios apretadas hacia abajo (con un hilo de líquido gris bajándole de la comisura derecha), los ojos entrecerrados, el pelo peinado hacia atrás con fijador. Incluso estaba a punto de decir algo, pero no lo decía, pronunciaba sólo la primera letra: M, ininterrumpida. Es decir: mmmmmmmmm… Todos pensamos que la palabra seguramente era Muerte, pero no nos atrevimos a decírsela a nadie. El señor Crumb había regresado idéntico a sí mismo antes, y con eso estaba todo dicho.
Sin embargo con el cerebro antiguo, que sacaba conclusiones de cadenas racionales o verdaderas, todos pensamos que ya no era el señor Crumb del todo. Porque era evidente que no se trasladaba como siempre, dando unos pasos alargados, sino proyectándose con el carácter rectilíneo, flotante e indetenible de un tren expreso, con cara de loco o de jodido, musitando: mmmmmmmmm… En el fondo de ese cerebro antiguo que habíamos dejado de usar hacía unos cuantos años, todos pensamos sin hablar frases tipo: “es el demonio”, “tendría que llevar el número 333 impreso dos veces (a un lado y otro de su corbata con flores chiquitas repetidas mil veces, elegante), o incluso directamente un solo 666 en la espalda, sobre la tela del saco”.
Lejos de hacerlo, salíamos mucho menos al corredor, no lo veíamos y no teníamos que pensar en ese tipo de cosas. Mientras tanto María Bethsabé había callado. ¿Había callado realmente? ¿O había bajado al sótano y cerrado después la puerta, para que no la oyeran seguir con la teoría y las anécdotas del padre totalmente muerto desde siempre? ¿O porque no soportaba ver ni siquiera de lejos al señor Crumb, porque una lanza parecía atravesarle el corazón cuando lo hacía? Se dio cuenta, creemos, que ver, por poco que fuera, al padre de día (alto, pausado, normal) o de noche (rápido, veloz, letal, mmmmmmmmm…) hacía que María empezara a olvidar milímetro a milímetro a la madre auténticamente viva mientras vivió, y cada vez más borrada, en imagen y sonido, una vez fallecida.
A la larga los dos juntos, padre e hija, no podían seguir habitando el mismo plano, ni siquiera con ella oculta en el sótano, para no ser vista y para no ver. De común acuerdo primas y primos, tías y tíos, cuñados y cuñadas nos reunimos en concilio familiar para tratar el tema de qué podía hacerse con el insólito problema. Con rapidez digna de mejor causa, todos concluímos que María Bethsabé estaba loca, que algo la había desequilibrado en los últimos días.
El segundo paso era decidir qué hacer al respecto. No había terminado de plantearse la pregunta cuando el concilio familiar entero, por compasión, por humanidad, para ayudarla, decidió internarla en un psiquiátrico. Medida que se tomó apenas amaneció el día siguiente. Incluso pensaban darle instrucciones precisas a enfermeras y ayudantes sociales para que la cuidaran y ni siquiera fuera necesario ser vista por alguien de la familia.
A partir del momento mismo en que una ambulancia la vino a buscar y, clásicamente, bajaron dos enfermeros corpulentos provistos con una camisa de fuerza que no fue necesario usar, se la llevaron sin que ella ofreciera la menor resistencia.
El resto del día, aliviados, disfrutamos aún más las palabras llenas de sentido común, en tono parejo, del señor Crumb diurno.
Por la noche un par de familiares que se atrevieron a salir al corredor (para ir al baño) pudieron ver la forma ahora totalmente silenciosa, sin emitir ningún sonido, del señor Crumb recorriéndolo en línea recta, como un absurdo y a la vez elegante muñeco alto y veloz, desprovisto hasta de la letra mmmmmm…
-¿Te das cuenta, querido sobrino? –me dijo mi tío, sonriendo casi con la sonrisa de cuando estaba vivo, meneando la cabeza-. El padre había estado totalmente muerto desde siempre, pero a la que internaron en el psiquiátrico, como si la enterraran, fue a la muy viviente María Bethsabé.
Elvio E. Gandolfo nació en San Rafael, Mendoza en 1947, y al año se trasladó a Rosario. Allí dirigió la revista El lagrimal trifurca junto a su padre, el poeta Francisco Gandolfo. Desde el '69 vive entre Montevideo y Buenos Aires. Escritor y traductor, entre sus libros de cuentos figuran: La reina de las nieves, Sin creer en nada, Dos mujeres, Ferrocarriles argentinos, Cuando Lidia vivía se quería morir, El terrón disolvente...; Vivir en la salina reúne sus cuentos completos. Tiene además tres novelas (Boomerang, Ómnibus, Mi mundo privado), dos libros de ensayos y varios de poemas entre los que se destaca El año de Stevenson. Como periodista cultural trabajó en medios de ambas orillas: La Opinión, Clarín, Radar de Página 12, SuperHumor, V de Vian, La Mujer de mi Vida, La Razón (Uy), Punto y Aparte. En el '89 fundó, con H. Alsina Thevenet, el suplemento Cultural de El País. Ganó un premio Kónex en 2014.
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POEMAS
La vida tranquila
…nunca me incendié en tu luz
puesto que fallé en todas las ocasiones
de precipitarme en ella.
Marguerite Duras.
Poco llega de las fotos o su brillo real
sobre la mesa desprolijas parecen
parte de otro mundo, otra familia desprevenida
arrugando las caras por el sol.
Completamos de memoria algunos hechos
sin saber si fueron ciertos o nos inventamos esos años
cuando corríamos al mar, los padres en la orilla
gritando que no: la familia atada al cuello
como un tirón de cuerda ante el impulso de un cachorro
la voz, un látigo, un vuelo de pájaro
que pierde fuerza poco antes de llegar.
Corremos con los pies hundidos, dejamos huellas del tamaño
de una cucharada en la arena, respondemos
al efecto de la tracción, mientras manos dóciles
nos alimentan, nos abrigan, desenredan
las hebras gruesas de pelo mojado, con silencio y paciencia
entre toallas secas. Pienso en cómo haré
para regresar a la calma
propia del nido, cómo haré con esta furia
que viene desde el mar:
sería separar a dos amantes
que eligieron mal el tiempo de su amor.
Mientras tanto los padres están ahí
en la parte tibia de la foto
se resguardan en la casa, los hijos, la vida tranquila
dejan al curso de las cosas hacer
lo que tiene que hacer
sin preguntarse quiénes eran ellos antes
de conformar esta unidad
antes de ser los padres, quiénes eran
a qué otra cosa quisieron con el fervor
de lo que no se puede abandonar.
Paseo Yugoeslavo
Subís el borde
de una escalera precaria
que da a una calle de otro barrio
al que no fuimos.
No hay fotos de ese día, como si de pronto
viviéramos ahí, abandonados
a nuestra condición
entre el mar, las gaviotas y su hambre,
las cabezas decapitadas de los peces
que vuelan de los barcos a la orilla y
sin tocar la arena, se desintegran
entre las alas sucias y los picos.
Podríamos vivir así, te digo y te reís
pero pienso, verdaderamente pienso
que podríamos vivir así
durmiendo sobre el cemento cálido, protegidos
del frío de las gotas heladas
que rompen contra el muelle,
saboreando las horas de la siesta:
una fruta jugosa y dulce que rebalsa en la boca.
Miento cuando digo
que me asustan estos días
donde nos quedamos con lo justo y lo preciso.
Quiero retener este recuerdo, anclar en este instante
guardarlo para siempre en la parte salvaje del corazón.
Podríamos vivir así te digo, otra vez, con insistencia
para que lo escuches y lo creas
para despertar el ansia que ahora sube
como un fuego descarado que nada podrá detener.
Es tarde.
Caminamos otro rato: el puente, la plaza,
el cerro iluminado, la esquina de un bar.
Abrazados, nos atamos a una forma
tranquila del amor.
No hay fotos de ese día.
Los días que pasamos encendiendo el fuego
Al principio era el río esa forma, el ritmo marcando
una dirección, el arrullo lento de las olas, lenguas
de agua dulce lamiendo nuestra orilla.
Los días inmersos en la calma irrevocable
no se distinguían de las noches y el sol
podía ser también la luna clara o roja o apenas
un gajito de luz débil en el cielo
surcado por su franja amontonada de estrellas.
Había más:
el silencio de la siesta, el aroma
de los eucaliptus, sus hojas crujientes y el grito
de la calandria partiendo en dos la tarde.
Veníamos cuidando de las cosas pequeñas del hogar
como el fuego que encendimos y creímos controlar y sin embargo
fue creciendo por dentro y fuera de nosotros. Hicimos todo
con el amor de quien hace las cosas para siempre, porque no hay
muerte en la naturaleza y lo que el fuego
se llevó sigue su curso, como las raíces irrumpen
abriéndose paso entre la tierra o la última respiración de un pájaro
que sigue latiendo en la palma de mi mano.
Antes de partir abrasé los días que pasamos
encendiendo el fuego, esos días
que seguramente compusieron
la trama más feliz que conocimos:
ya no habría más
días como aquéllos.
Luego, cayó el tiempo sobre el cuerpo:
una gota que deforma la superficie de la roca y destruye
todo lo que había de roca en ella. Fueron
lentamente removidas nuestras huellas y
las cosas que hasta entonces nos rodeaban se fueron clausurando
detrás del candado y de la puerta verde de la casa.
(De: La falla en el fuego, Añosluz, 2018).
Algo imposible
Mientras cae veneno de las góndolas
y McDonald’s sigue llenando sus productos
con mierda y ratas muertas,
una pareja se abraza
en una de las mesitas del fondo:
él tiene la cabeza entre el pecho
y el cuello de la mujer
lloran con los párpados apretados y
ella aferra la cabeza del hombre
como pocas cosas pueden aferrarse en este mundo.
Los dos parecen tristes, pero salvados.
Ni el trabajo ni el café plástico ni la calle
ni los colectivos llenos ni el suéter
comprado en once a treinta y cinco pesos
pueden perturbar esa calma
el café se enfría
el hombre se levanta para tirarlo y buscar más
ella mira la calle y sus ojos
buscan algo imposible
más allá de la estación de servicio
más allá del final verde de la panamericana
más allá de las nubes que corren
mientras amanece en la autopista
más allá de la caricia del hombre
que ahora llega y se sienta
también
a contemplar la mañana.
(De: Las malas elecciones, Panico el pánico, 2014)
Flor Defelippe (Buenos Aires, 1982) publicó los libros de poemas: La falla en el fuego (2018), Las malas elecciones (2014) y Parrhesia (2009). Junto a Verónica Pérez Arango, coordina el ciclo de poesía El bosque sutil. Es Licenciada en Letras (UBA) y editora en El Ansia, revista de literatura argentina contemporánea.
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ETIMOLOGÍA
TRANSIDO 'consumido de alguna penalidad o angustia', mediados del siglo XIII. Al principio sólo se empleaba transido de frío, de hambre, de dolor y análogos, como uso figurado del participio del antiguo transir 'morir', principios del siglo XIII, tomado del latín transire 'pasar más allá, traspasar'.
DERIVADOS. Transición, del latín transitio, -onis 'acción de pasar más allá'. Tránsito, 1220-50 del latín transitus, ídem. Transitar, 1702; transitivo, 1739. Transitorio, 1438. Transeúnte, 1739, del latín, transiens, -eúntis, participio activo de transire.
En Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Española de Joan Coraminas, Ed. Gredos, Madrid, 1990.
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PROSA
Vientos divinos
1
En el sueño caminaba en puntas de pie por una parcela angosta. El pasto punzaba los dedos, pero avanzaba, iba entre paredes de bloques grises. Desde uno y otro lado, detrás de las paredes, llegaba el ruido. Eran golpes y aunque primero fueron desorganizados, sin musicalidad, de modo paulatino se ordenaron para formar un ritmo repetitivo y hostil. Catarina pudo reconocer los tambores de metal. Eran parte del instrumental de la música japonesa. Eran tambores taiko.
Avanzó más. Impulsada por la música, caminó moviendo los hombros con ostentación, mientras se acercaba al final del tramo. La meta la marcaba una figura rojiza y difusa. A medida que avanzaba el pasto se hacía más abrasivo, el ritmo de los tambores se volvía más intenso y todo repercutía en su cuerpo, en la fricción de los dientes mientras se acercaba a la figura. Lo que encontró era una armadura samurai que brillaba con dureza. En ese momento los tambores se detuvieron, todos, al unísono. Catarina estaba frente a la máscara de la armadura. Respiraba agitada, mientras experimentaba una forma de intimidad difícil de comunicar. La parte que cubría el torso era roja, con apliques de cuero y metal. Parecía pesada. Era la suma de una serie de piezas orientadas a la intimidación.
Exhaló. Quiso dar un paso y rodearla con los brazos, tocar la máscara. En ese momento llegó el sonido de las cuerdas vocales. Se escuchó una suma de gritos que formó un grito único en rango grave y después elevado, hasta alcanzar un tono híbrido de bajos y agudos. Estaba a centímetros del beso, mientras el grito de guerra la cubría a ella y la armadura, formando un halo vibrante, que hubiera cercenado cualquier mano que intentara detener el contacto.
2
La moto estaba en el garaje, que Catarina mantenía limpio, ordenado y con una cantidad mínima de objetos. Era una moto baja, aerodinámica, de color blanco. Había sido diseñada para entrar en el cauce de la velocidad en pocos segundos. A cada lado tenía pintada una bandera de Japón, pero en el lado derecho había ganado un raspón extendido y crudo, que exponía el color de material con el que había sido construida.
Pasó la mano por el asiento. Había recorrido kilómetros con la moto, conocía los movimientos, las reacciones, aunque sabía que para estar al control la identidad del vehículo tenía que ser contenida, restringida por un bozal de cadenas y engranajes.
Pulsó el botón del portón, se escuchó un ruido largo mientras la luz del mediodía accedía al garaje. Después de ocupar el asiento cerró la campera roja. Vio su reflejo en el plástico frontal del casco y se cubrió la cabeza. Salió despacio, antes de que el portón bajara del todo.
Se alejó por la calle empedrada. La moto tembló un poco mientras pasaba por encima de los adoquines. No había gente a la vista, lo más llamativo eran los árboles altos que se inclinaban, todos hacia el frente, interceptados por una corriente de aire. Siguió en la misma dirección hasta llegar a la calle amplia. Ahí la moto recuperó la estabilidad habitual. Aumentó la velocidad. Los autos pasaban a un lado y el ruido le llegaba a los oídos filtrado a través del casco blanco. Inclinó la cabeza a un lado y al otro, como si estuviera escuchando una canción suave. Recorrió algunos kilómetros y dobló en una calle angosta. A medida que avanzaba el ruido de los otros vehículos disminuía. En el descampado estaban construyendo un edificio. Había escuchado que iban a ampliar esa calle para conectarla con la ruta. En el centro ya no había espacio para construir edificios, así que la ciudad tenía que extenderse hasta los bordes. Se detuvo frente a la estructura. Los cimientos grises y las columnas se veían estables. Iban a recibir a cientos de ocupantes. Solteros, divorciados, familias completas con bebés y mascotas que debían ser sacadas del departamento a orinar y defecar en los alrededores. Se apoyó la mano en el vientre. Tenía 30. Le quedaban algunos años de fertilidad.
Jonás Gómez nació en Capital Federal en 1977. Estudió dibujo y pintura, asistió a diversos talleres de escritura y trabaja con texto. Editó los libros Equilibrio en las tablas (premio Indio Rico 2009), El dios de los esquimales, Calendario de siembra, Venga a nosotros el reino de las estrellas, Economías hídricas y Una percepción binaria del color (mención en el concurso de poesía de Editorial Municipal de Rosario 2017). "Vientos divinos" es un fragmento del libro El poder infinito de los cuerpos, que en 2017 obtuvo el tercer premio del Fondo Nacional de las Artes en categoría cuento, y acaba de ser editado por Neural acaba de editar. El libro completo se puede comprar y descargar desde este link.
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DEFINICIÓN
FINIRE. oSuelen darse en el habla coloquial de muchos porteños y también en literatura lunfarda algunas flexiones, castellanizadas a veces, caprichosamente transcriptas, del verbo italiano finire, terminar (Ya todo ha finichio. 22/28. Pa' que finicien pronto los trágicos festines. 210/20).
FINISHELA. Acabala. Del italiano finiscila, termine usted, acábela.
En Novísimo Diccionario Lunfardo, de José Gobello y Marcelo H. Oliveri, Corregidor, 2004.
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POEMAS
Casa Mandarina
6
Instrucciones para destruir una ilusión:
Tómela con ambos brazos y arrójela al suelo.
Mírela y destrócela con el alma en punta.
No se conmueva.
Desármela.
Ella querrá convencerle.
De cualquier modo, no sucumba.
Vuelva a tomarla, pero ahora, por los brazos a
ella.
Destrúyala con el corazón entero;
(asegúrese de que sea con todo el corazón).
Muera un poco. Despierte.
Ahora respire y viva.
Continúe.
No vuelva.
13
Voy a resignificar todos
los lugares a los que fui con vos.
Tengo que volver a cada uno y hacerlo,
si no me iré quedando
con un pedazo re escueto
del mundo, del barrio;
me iré moviendo cada vez menos,
esquivando esquinas
de besos nuestros
con gusto a pan
de la feria de los domingos.
Entonces:
Esa plaza no.
Ese río no.
Ese bar no.
Esa carnicería no.
Por esa cuadra no.
Esa peli no.
Ese disco no.
Ese país no.
No.
No.
No.
Cierro los ojos y pido, mordiéndome el labio:
que se me pase,
que se me pase,
que se me pase.
Tengo que poder sacrificarte
y que ya no resucites
cada mañana.
15
Las migas,
los restos
que restan,
lo que alcanza.
Devoro.
Convido.
Alivio el hambre.
Adoro.
Me inflo, me hincho.
Me falta, no sacio.
Persigo lo amargo.
Me endulza, me es agrio.
Me salvo de algún modo.
Insisto.
Alimento al monstruo.
Me mira, me invita.
Me come.
Lo como.
17
Las flores están al revés.
Puedo ver cómo se da vuelta el mundo
que tengo adentro,
que tengo afuera;
¿cuál es el eje
desde donde gira todo?
Nosé, pero
yo soy la que observa
dada vuelta
un instante detenido.
Imposible; todo se mueve.
Aunque no lo crea
estoy en movimiento,
como quien toma un té
en su asiento
abrazando la taza con las manos
mientras, afuera,
un tornado arrasa.
Agustina Amabile nació en 1990 y vivió en Córdoba hasta 2014. Casa Mandarina (Rangún, 2018) es su primer libro, de donde vienen estos poemas. Actualmente reside en Buenos Aires.
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AGRADECIMIENTOS
A todas las personas que lean este mensaje.
A quienes eligen.
A quienes imaginan y concretan.
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