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ñ u s l e t e r a
# 192
-bombón de literatura-
“Cuando un hombre entra / en una mujer, / como el oleaje que
muerde la orilla, / una y otra vez, / y la mujer abre la boca del placer / y sus
dientes brillan, / como el alfabeto, / Logos aparece ordeñando una estrella, / y
el hombre / dentro de la mujer / hace un nudo, / para que nunca más estén
separados..."
Anne Sexton
"Considera, alma mía, esta textura / áspera al tacto, a la que llaman vida. / Repara en tantos hilos tan sabiamente unidos / y en el color, sombrío pero noble, / firme, y donde ha esparcido su resplandor el rojo. // Piensa en la tejedora; en su paciencia / para recomenzar / una tarea siempre inacabada. // Y odia después, si puedes."
"Así le dijo el hierro al imán: 'A ti es a lo que más odio, porque atraes, pero no eres bastante fuerte para retener.'"
"Empezamos a tener conversaciones con nuestra creación no nacida. Podemos hacerle preguntas, y nos dará respuestas inteligibles. Lo mismo que amar a alguien, el compromiso con el acto creativo es el compromiso con lo desconocido… no sólo con lo desconocido sino con lo que es imposible de conocer."
Stephen Nachmanovitch
POEMAS |
Lo otro | Amanda Berenguer || Nos
mirábamos uno al otro | Muriel Rukeyser |
ENCUESTA
DEFINICIÓN
| Bruja |
PROSA | Los amoríos
de lady Purple |
Angela Carter
|
TALLER LITERARIO | Preciosura |
RESPUESTAS | Humo |
CONTACTO | niusleter@niusleter.com.ar |
Lo otro
Cuando temblando estoy por acabarme
bien, boca abajo, dándome de dientes,
entonces siento por la dura vía
la carroza propicia, su motor
palpitante y puntual, trayendo pruebas
del límite del mundo, con mis letras
borradas por las flores: Pero un árbol,
sólo uno en su sitio bastaría
para situar sin miedo la otra tierra.
Amanda Berenguer
(1924),
Nos mirábamos uno al otro
Sí, nos mirábamos uno al otro
Sí, nos conocíamos muy bien
Sí, habíamos hecho el amor muchas veces
Sí, habíamos escuchado música juntos
Sí, habíamos ido juntos al mar
Sí, habíamos comido y cocinado juntos
Sí, habíamos reído a menudo día y noche
Sí, luchado contra la violencia y conocimos la violencia
Sí, odiamos la opresión interior y exterior
Sí, aquel día nos mirábamos
Sí, vimos la luz del sol derramándose
Sí, la esquina de la mesa estaba entre nosotros
Sí, había pan y flores en la mesa
Sí, cada ojo vio los ojos del otro
Sí, cada boca vio la boca del otro
Sí, cada pecho mirándose en el pecho del otro
Sí, todo nuestro cuerpo mirándose en el otro
Sí, estaba empezando en cada uno
Sí, arrojaba olas a través de nuestras vidas
Sí, los latidos tornáronse muy fuertes
Sí, la pulsación se hizo delicada
Sí, el celo el deseo
Sí, la culminación el placer
Sí, fue pleno para ambos
Sí, nos mirábamos uno al otro
Muriel Rukeyser
(1913-1980),
neoyorquina,
¿Se anima a compartir algún yeite erótico para dar/darse placer?
Hasta 100 palabras.
Ponga su cosita en: www.niusleter.blogspot.com
"Que fluya". En la esquina exacta de Concepción Arenal y Conde (Colegiales), con dos flechas que apuntan una para cada lado.
"Todash putash". En La Pampa, casi esquina Zapiola (Belgrano R).
"Mira que loco". En Enrique Finochietto y Montes de Oca (Barracas).
"Apretá el momo que se acaba la muerte. Jacobina".
En Maure y Zapiola (Colegiales).
"El fondo no fisura".
En Niceto Vega y Arévalo (Palermo).
"Fede: el conejo está en la galera".
En Olavarría al 500 (Dock Sud).
-Lo bueno es que no tienen secretaria y no se distraen con eso.
Ñusléter trabaja.
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Bruja, s.
(1) Mujer fea y repulsiva en perversa alianza con el demonio.
(2) Muchacha joven y hermosa, en perversa alianza con el demonio.
En Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce.
Los amoríos de lady Purple
En el interior de la caseta del profesor Asiático, pintada a rayas de color rosado, sólo existía lo maravilloso y no tenía cabida la luz del día.
El titiritero está amparado siempre por una pizca de oscuridad. En relación directa con su arte, difunde los enigmas más increíbles, pues cuanto más reales son sus marionetas, más divina es su manipulación de ellas y más radical la simbiosis que surge entre la muñeca inarticulada y los dedos que la articulan. El titiritero especula en un limbo de nadie entre lo real y aquello que, aunque sabemos con certeza que no lo es, nos lo sigue pareciendo. Es el intermediario entre nosotros, su público, los seres vivos, y ellas, las marionetas, los inmortales, que no pueden vivir y sin embargo imitan a los vivos con todos los detalles, puesto que, aunque no puedan hablar o llorar, sí proyectan aquellos signos cargados de significado que nosotros reconocemos al instante como lenguaje.
El titiritero da vida a una materia inerte con la dinámica de su ser. Los maderos bailan, hacen el amor, simulan hablar y, por último, personifican la muerte; y luego, como Lázaros surgidos de sus tumbas, vuelven a saltar puntualmente para la próxima representación sin que les cuelguen gusanos de la nariz ni el polvo les empañe los ojos. Enteros de nuevo, vuelven a ofrecer sus breves imitaciones de hombres y mujeres con exquisita precisión, tanto más perturbadora cuanto que sabemos que es falsa; de tal modo que este arte, si se lo considera desde un punto de vista teológico, podría ser, tal vez, sutilmente blasfemo.
Aunque no era más que un pobre artista ambulante, el profesor Asiático se había convertido en un consumado virtuoso de las marionetas. Transportaba su teatro plegable, los personajes de su única representación y una variedad de pertenencias en un carro tirado por un caballo, y, después de representar su obra en muchas ciudades bonitas que ya no existen, como Shanghai, Constantinopla y San Petersburgo, llegó por fin con su pequeño séquito a una ciudad de Europa central, donde las montañas proyectan salientes tan escarpados y poco naturales como los que dibuja un niño con su lápiz; una Transilvania sombría y supersticiosa, en la que colocaban coronas de ajo a los suicidas, les clavaban una estaca en el corazón y los enterraban en los cruces de caminos, mientras en los bosques los brujos practicaban sin cesar ritos de inmemorial brutalidad.
Contaba tan sólo con dos ayudantes: un adolescente sordo, su sobrino, al que enseñaba su arte, y una niña muda abandonada, que no tendría más de siete u ocho años, y que habían recogido en uno de sus viajes. Cuando el profesor hablaba, nadie podía entenderlo porque sólo conocía su idioma materno, que era un repiqueteo incomprensible de “k” y “t” entrecortadas, así que no hablaba como se habla normalmente, y, si bien habían llegado al mundo del silencio por caminos distintos, todos habían acabado por firmar un pacto perfecto con él. Pero, cuando por las mañanas el profesor y su sobrino se sentaban al sol fuera de la caseta antes de las representaciones, mantenían interminables conversaciones en un lenguaje de signos puntuado por suaves e ininteligibles gruñidos y silbidos, de tal manera que el silencio coreografiado de su discurso era como la danza nupcial de dos pájaros tropicales. Y esta forma de comunicarse, tan delicadamente distanciada de la humanidad, era en especial adecuada al profesor, quien tenía más bien el aspecto de un visitante de otro mundo cuyo modo de ser se regía más por matices que por afirmaciones. Ello se debía en parte a su avanzada edad, pues era muy anciano, aunque llevaba bastante bien sus años, si bien aquellos días, en aquel clima, siempre tenía un poco de frío y se envolvía en un cochambroso chal de lana; pero era provocado sobre todo por su benévola indiferencia a todo lo que no fuera el simulacro de seres vivos que él mismo creaba.
Además, por muy lejos que viajara la comparsa, ninguno de sus miembros había comprendido nunca lo extranjero. Eran todos nativos de la feria y, al fin y al cabo, todas las ferias son iguales. Quizá cada feria no sea más que un fragmento disociado de una gran feria original que se esparció hace mucho tiempo en una diáspora de lo maravilloso. Dondequiera que se establezca, la feria mantiene su atmósfera invariable, intrínsecamente coherente. Hieráticos como piezas de ajedrez, los caballos de colores de los tiovivos describen círculos perpetuos tan inmutables como los de los planetas e igualmente ajenos al mundo del aquí y el ahora en donde sus compañeros se acercan a contemplar boquiabiertos su cualidad de extraordinarios, su libertad de la realidad. El pregonero invita a entrar con su voz ronca y en un lenguaje más allá del lenguaje, o tal vez en ese lenguaje ancestral de gruñidos y ladridos que yace en el fondo de todo lenguaje. En todos lados, las mismas ancianas anuncian pringosos caramelos que parecen hechos únicamente para que las moscas se emborrachen de azúcar y cuya naturaleza es siempre la misma, aunque la forma exterior de estos enormes dulces pueda variar de un lugar a otro. Un reparto universal de perros de dos cabezas, enanos, hombres-cocodrilo, mujeres con barba y gigantes con taparrabos de piel de leopardo, revela sus singularidades en los espectáculos secundarios y, vengan de donde vengan, comparten el sórdido atractivo de la deformidad, una internacionalidad que no conoce límites geográficos. Allí, lo grotesco está a la orden del día.
El profesor Asiático recogía las migas que caían de aquella mesa repleta, pero nunca parecía sentirse a gusto en medio de todo aquello, pues sus afinidades no tenían nada que ver con los sonidos estridentes y los colores primarios, si bien aquél era el único hogar que conocía. Él poseía el encanto melancólico de una flor japonesa que sólo florece cuando cae en el agua, pues también él revelaba sus pasiones a través de un medio distinto de sí mismo, y éste era su vedette didáctica, la marioneta, lady Purple.
Ella era la Reina de la Noche. Sus ojos estaban hechos de rubíes de cristal, y su fiera dentadura, esculpida en madreperlas, siempre estaba a la vista gracias a su sonrisa permanente. Su rostro era blanco como la tiza, pues estaba cubierto de una piel blanca y sumamente flexible, que también le recubría el torso, los miembros articulados y sus complicadas extremidades. Sus preciosas manos parecían más bien armas debido a sus largas uñas: doce centímetros de hojalata en punta esmaltada de rojo; llevaba además una peluca de cabello negro peinado en un moño tan complicado que ningún cuello humano lo hubiese resistido. Esta cabellera monumental estaba sujeta con muchas horquillas brillantes, guarnecidas con trozos de espejo roto, de tal modo que, cuando se movía, proyectaba una multitud de reflejos resplandecientes que danzaban por todo el teatro como luciérnagas. Sus ropas eran de colores intensos, oscuros, soñolientos: profundos rosados, carmesíes y el vibrante púrpura que le daba su nombre, un púrpura del color de la sangre en un suicidio pasional.
Debía de haber sido la obra maestra de un artesano anónimo fallecido hacía mucho tiempo, y sin embargo no fue más que una estructura peculiar hasta que el profesor tocó sus cuerdas, pues fue él quien la llenó de vigor necromántico. Le transmitió una abundancia de vida que él mismo parecía poseer de un modo muy tenue, y, cuando ella se movía, no parecía una mujer simulada con habilidad sino una diosa monstruosa, al mismo tiempo ridícula y magnífica, que trascendía la idea de depender de sus manos y aparecía completamente real, pero totalmente sobrenatural. Sus acciones no eran tanto una imitación como un destilado y una intensificación de las de una mujer de carne y hueso, por lo que era capaz de convertirse en la quintaesencia del erotismo, ya que ninguna mujer de carne y hueso se hubiera atrevido a mostrarse tan descaradamente seductora.
El profesor no permitía que nadie la tocase. Él mismo se ocupaba de sus vestidos y joyas. Cuando acababa el espectáculo, colocaba su marioneta en una caja especialmente construida y la llevaba a la pensión donde compartía una habitación con los niños, no sólo porque era demasiado preciosa para dejarla en el frágil teatro sino porque, además, no podía dormir si no la tenía junto a él.
El sensacionalista título que servía de presentación a esta destacada artista era: Los notorios amoríos de lady Purple, la desvergonzada Venus oriental. Todo en la obra estaba impregnado de erotismo. El ritual hechizante de la trama aniquilaba al instante lo racional e imponía al público una mágica alternativa en la que nada resultaba familiar. La serie de escenas que ilustraban su historia estaban tan llenas de significado que cuando el profesor salmodiaba la narración en su impenetrable idioma materno, en lugar de disminuir, realzaba la coercitiva peculiaridad del espectáculo. Inclinado sobre el escenario dirigiendo los movimientos de su protagonista, recitaba con una voz que resonaba, chirriaba y subía y bajaba en picado, componiendo un extravagante dúo con el instrumento de cuerdas al que la niña muda arrancaba extrañas armonías. Pero cuando el profesor hablaba por el personaje de lady Purple, era imposible confundirlo, pues entonces su voz se modulaba hasta convertirse en un murmullo espeso y lascivo, como de pieles de animal empapadas de miel, lo que producía involuntarios escalofríos de placer en la espina dorsal de los espectadores. En la iconografía del melodrama, lady Purple representaba la pasión y todos sus movimientos eran cálculos en una geometría angular de la sexualidad.
El profesor siempre se las arreglaba para imprimir unas cuantas octavillas en el idioma del país donde actuaban. En ellas aparecía el título de la obra y luego solían rezar como sigue:
¡Vengan a ver lo que queda de lady Purple, la famosa prostituta y maravilla de Oriente!
Una sensación única. Vean cómo los insaciables apetitos de lady Purple la convirtieron en la marioneta que tienen ante ustedes, dirigida tan sólo por las cuerdas del deseo. Vengan a ver esta muñeca, la única reliquia que ha sobrevivido a la desvergonzada Venus oriental.
[...]
Siga a esta muñeca por acá
Angela Carter (1940-1992), inglesa, de nacimiento Stalker. Dijo: “Un buen escritor puede hacerte creer que el tiempo se detiene”. Vivió dos años en Japón, trabajos de periodista. Novelas: Danza de sombras (1965), La tienda de juguetes mágica (1967), Buenos y malos (1969), Nights at the Circus (1984) y la póstuma Niños listos (1991). Libros de relatos: Fuegos artificiales (1974), al que pertenece “Los amoríos de Lady Purple”; La cámara de los horrores (1979) y Venus negra (1985). Ensayos, Prohibidos los tacos (1993). Escribió para cine los guiones de dos novelas suyas.
¿Te sonroja lo que se te ocurre?
Ponélo en palabras.
Sin inhibiciones: intimidad y ficción.
Encuentros de leer y escribir.
Aflojen: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
Más: acá
Preguntá en: niusleter@niusleter.com.ar
(Asunto: Taller).
~ Imagínese que una nube de humo se aposenta sobre su ciudad durante dos semanas. Usted ¿qué haría?
lili dijo...
Perderme por la ciudad para encontrarme con alguien también perdido.
Hila dijo...
Nada.
Lo que hicimos: nada.
Todo el tiempo, nada.
Toser y nada.
Decir Uuuuuuy! y nada.
Esperar que cambie el viento y nada.
Nada de nada.
Gracias.
Por nada.
deambulador nocturno dijo...
junto todas las bolsas de supermercado, que mi mujer guarda de a miles (al
pedo), las reciclo y fabrico barbijos descartables, a precio accesible por
supuesto
uma dijo...
una isla de humo
el humo aísla, tendría que subirme a un colectivo para atravesar las barreras de
humo en busca de aire + respirable.
humo de isla /isla de humo
ni los colectivos pueden atravesar el humo- El humo es más poderoso que la
imaginación.
¡Felices cumples, Nahuel Valcarce y Flor Tuteur! Bambinito Cunill; Malena Bystrowicz; Mei; Universidad Experimental y toda la grosada de Rosario, Ensayos en Vivo; Doris 47, Alfredo Lemon, Alan Rojas, Ana Bravo, Alberto López Girondo, Perra Laika, Carol della Croce, Mario Pellegrini, Cristina Basile, Diana Lenton, Gerardo Curiá, Lidia Rocha; Mariano Valcarce SP; Pipa Iorio, Mancu, Chevy, Campa, Herni La Greca; Daniel Polio; Los Mal Llevados; Carrara y El estado en que me encuentro, Eneas; Laura, Patricio y Elías; Carlos Pereiro; Criterio Fiszman; Virginia Elías; Tomy Lucadamo, Paco Savio; Ana, Alberto, Esteban y Federico Güerri; Javier Adúriz; Chelo López y Celia Zavala; Mauroliver; Jorisday; Lady Mik; Emi R. Nuesch; José Esses; Luchi Lala; Hernán Pascuzzo; Hugo Méndez; Lala Ladcani; Celia Coido; Mariano Otero; a las/os lectoras/es atentas/os que nos marcaron la errata de Miguel por José; a todas las personas que nos saludaron y mandaron otras cosas copadas...
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