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~ ñ u s l é t e r
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# 185
-corte literatura-
"Lo que ocurre ahora
es sólo un anticipo de lo que vendrá"
Patricia Rodón
"(...) es fanático de Mozart.
En el consultorio, la música en la casetera
es un universo continuo a la sordina.
El terror es desmentido con esa dignidad.
Simpatiza con sus pálidos pacientes
y mientras prepara aguja y jeringa
acompaña y confirma los acordes
con un silbido enamorado y creador"
PROSA | Una breve historia de la peluquería | Julian Barnes |
DEFINICIÓN
| Amansadora |
TALLER
LITERARIO
| Taller por Computadora |
ETIMOLOGÍA | Padecer |
POEMAS | Las revistas apiladas en el canasto... | Vanina Colagiovanni |
GRAFFITTI
RESPUESTAS
| ¿Qué es un peronista? ¿Qué es un facho? ¿Qué
es un zurdo? |
AGRADECIMIENTOS
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Una breve historia de la peluquería
1
La primera vez, después de la mudanza, lo acompañó su madre.
En teoría para examinar al barbero. Como si la frase “corto por detrás y a los
lados, y rebaje un poquito en la coronilla” pudiese significar algo distinto en
aquel nuevo barrio. Él lo había puesto en duda. Todo lo demás parecía igual: el
sillón de tortura, los olores quirúrgicos, el suavizador y la navaja plegada, no
como una garantía, sino como una amenaza. Sobre todo, el torturador jefe era el
mismo, un chiflado con las manos grandes que te empujaba la cabeza hacia abajo
hasta que casi te partía la tráquea, y que te apretaba la oreja con un dedo de
bambú. “¿Inspección general, señora?”, dijo, untuoso, cuando hubo terminado. Su
madre se había sacudido los efectos de la revista que estaba leyendo y se había
levantado. “Muy bien”, dijo vagamente, inclinándose sobre él, que olía a cosas.
“La próxima vez vendrá él solo.” En la calle, le había frotado la mejilla,
mirado con ojos perezosos y murmurado: “Pobre cordero esquilado.”
Ahora él iba a la barbería solo. Al pasar por delante de la
inmobiliaria, la tienda de deportes y el banco con entramado de madera, se
ejercitaba diciendo: “Corto por detrás y a los lados y rebaje un poquito en la
coronilla.” Lo decía muy deprisa, sin la coma; había que recitar bien las
palabras, como una plegaria. Llevaba un chelín y tres peniques en el bolsillo;
encajó el pañuelo más adentro para que no se salieran las monedas. Le disgustaba
que no se le permitiese tener miedo. En el dentista era más sencillo: tu madre
te acompañaba siempre y el dentista siempre te hacía daño, pero después te daba
un caramelo de fruta por haber sido un buen chico, y al volver a la sala de
espera fingías delante de los otros pacientes que estabas hecho de una pasta
dura. Tus padres estaban orgullosos de ti. “¿Has estado en la guerra,
compadre?”, le preguntaba su padre. El dolor te introducía en el mundo de las
expresiones adultas. El dentista decía: “Dile a tu padre que vales para
ultramar. Él lo entenderá.” Así que volvía a casa y su padre decía: “¿Has estado
en la guerra, compadre?”, y él respondía: “El señor Gordon dice que valgo para
ultramar.”
Se sintió casi importante al entrar empujando la puerta con
energía de adulto. Pero el barbero se limitó a saludar con la cabeza, a señalar
con el peine la hilera de sillas de respaldo alto y a reanudar sus
manipulaciones encorvado sobre un vejete de pelo blanco. Gregory se sentó. La
silla crujió. Le entraron ganas de hacer pis. Había a su lado un cubo de
revistas que no se atrevió a explorar. Miró los mechones en el suelo, como nidos
de hámster.
Cuando le llegó su turno, el barbero deslizó un grueso cojín de caucho en el
asiento. El acto pareció insultante: Gregory llevaba pantalones largos desde
hacía ya diez meses y medio. Pero aquello era típico: nunca estabas seguro de
las normas, nunca sabías si torturaban a todo el mundo de la misma manera o si
sólo era a ti. Como ahora: el barbero estaba intentando estrangularlo con la
sábana, se la apretaba fuerte contra el cuello y luego le metía un paño dentro
del cuello de la camisa. “¿Qué se le ofrece hoy, joven?” El tono insinuaba que
un insecto ignominioso e impostor como Gregory se había colado en el local por
una serie imprecisa de motivos distintos.
Tras una pausa, Gregory dijo:
–Un corte de pelo, por favor.
–Bueno, me parece que has venido al sitio apropiado, ¿no?
El barbero le dio un golpecito con el peine en la coronilla;
no un golpe doloroso, pero tampoco suave.
–Corto–por–detrás–y–a–los–lados–y–rebaje–un–poquito–en–la–coronilla.
–Marchando –dijo el barbero.
Sólo atendían a chicos a ciertas horas de la semana. Había un
anuncio que decía “Chicos: sábado por la mañana no”. De todos modos, como el
sábado por la tarde estaba cerrado, habría podido decir que no admitían a chicos
los sábados. Los chicos tenían que ir cuando no iban los hombres. Por lo menos,
los hombres con un trabajo. Él iba a veces cuando los demás clientes eran
jubilados. Había tres peluqueros, todos de mediana edad, con batas blancas, que
dividían su tiempo entre jóvenes y viejos. Untaban de brillantina a los vejetes
carrasposos, entablaban con ellos conversaciones misteriosas y alardeaban de su
habilidad con las tijeras. Los vejestorios llevaban abrigo y bufanda incluso en
verano, y dejaban propina al marcharse. Gregory observaba la transacción con el
rabillo del ojo. Un hombre le daba dinero a otro, y en el apretón de manos
secreto los dos fingían que no había habido un intercambio.
Los chicos no daban propina. Quizá por eso los barberos los
odiaban. Pagaban menos y no daban propina. Tampoco se estaban quietos. O, al
menos, lo estaban si sus madres les decían que se estuviesen quietos, pero esto
no impedía que el barbero les aporrease la cabeza con una palma tan sólida como
la cara plana de una hacha, murmurando: “Estáte quieto” Corrían rumores
de que había chicos a los que les habían rebanado la punta de las orejas porque
no se estaban quietos. A las navajas las llamaban degolladoras. Todos los
barberos estaban chiflados.
–Novato, ¿no?
Gregory tardó un rato en comprender que se dirigía a él.
Luego no supo si mantener la cabeza, gacha o mirar al barbero en el espejo. Al
final mantuvo la cabeza gacha y dijo:
–No.
–¿Ya eres boy scout?
–No.
–¿Cruzado?
Gregory no sabía lo que significaba. Empezó a levantar la
cabeza, pero el barbero le dio un golpe con el peine en la coronilla. “Estáte
quieto, te he dicho.” Gregory tenía tanto miedo del chiflado que no pudo
responder, lo que el barbero interpretó como una negativa.
–Una gran organización, los cruzados. Piénsatelo.
Gregory pensó en que lo cortaban curvas espadas sarracenas,
en que lo ataban a un poste en el desierto y lo comían vivo las hormigas y los
buitres. Entretanto, se sometió a la fría tersura de las tijeras, siempre frías
aunque no lo estuvieran. Con los ojos bien cerrados, sobrellevó el tormento de
los pelos picajosos que le caían sobre la cara. Sentado en el sillón, sin mirar,
estaba convencido de que el barbero debería haber dejado de cortar hacía siglos,
pero como estaba tan chiflado era probable que siguiera rapándolo hasta dejar a
Gregory pelado. Todavía faltaba pasar la navaja por el cuero para suavizarla, lo
cual quería decir que iban a rebanarte la garganta: la sensación seca y rasposa
de la hoja junto a las orejas y la nuca; el matamoscas que te metían en los ojos
y la nariz para barrer los pelos.
Éstos eran los toques que te estremecían cada vez. Pero había
siempre algo más espeluznante. Él sospechaba que era algo vulgar. Las cosas que
no conoces o que están hechas para que no las conozcas suelen resultar vulgares.
Como el poste del barbero: vulgar, a todas luces. La barbería adonde iba antes
sólo tenía una tabla vieja de madera pintada, con colores todo alrededor. El de
aquí funcionaba con electricidad y no paraba de dar vueltas, como un remolino.
Algo todavía más vulgar, pensó. Luego estaba el cubo lleno de revistas. Seguro
que algunas de ellas eran vulgares. Todo era vulgar si querías que lo fuese. Era
la gran verdad sobre la vida que él acababa de descubrir. Tampoco le importaba.
A Gregory le gustaban las cosas vulgares.
Sin mover la cabeza., miró en el espejo contiguo al jubilado
que estaba dos sillones más allá. Había estado cotorreando con esa voz alta que
siempre tenían los vejetes. Ahora el barbero, encorvado sobre él, le estaba
cortando pelos de las cejas con un par de tijeras pequeñas de punta redonda.
Hizo lo mismo con los orificios nasales y luego con las orejas. Le extraía de
ellas grandes hebras. Qué asquerosidad. Por último, el barbero empezó a untar de
polvos con un cepillo la nuca del vejestorio. ¿Para qué eran los polvos?
El torturador jefe sacaba ahora la maquinita. Era otra de las
cosas que a Gregory no le gustaban. A veces utilizaban maquinitas manuales, como
abrelatas, que chirrían y rechinan alrededor del cráneo hasta que te abren los
sesos. Pero aquélla era eléctrica, todavía peor, porque te podían electrocutar
con ella. Se lo había imaginado centenares de veces. El barbero se distrae
parloteando, no se entera de lo que está haciendo, te odia, de todos modos,
porque eres un chico, te corta un cacho de oreja, la sangre fluye sobre la
maquinita, se produce un cortocircuito y te quedas electrocutado allí mismo.
Debe de haber sucedido millones de veces. Y el barbero siempre sobrevivía porque
llevaba zapatos con suela de goma.
En la escuela nadaban desnudos. El señor Lofthouse llevaba un
taparrabos y no se le veía la pinchila. Los chicos se quitaban toda la ropa, se
duchaban por si tenían piojos o verrugas o cosas así, o porque olían mal, como
en el caso de Wood, y se lanzaban a la piscina. Dabas un gran salto hacia arriba
y al aterrizar el agua te daba en las pelotas. Como era algo vulgar, procurabas
que el profe no te viera hacer esto. El agua te ponía las pelotas muy duras, con
lo cual la pinga sobresalía más, y después todos se secaban con una toalla y se
miraban unos a otros sin mirar, como de reojo, como en el espejo de la barbería.
Todos los alumnos de la clase tenían la misma edad, pero algunos seguían siendo
pelados ahí abajo; algunos, como Gregory, tenían una especie de franja de vello
en la parte de arriba, pero nada en los huevos; y algunos, como Hopkinson y
Shapiro, eran ya tan velludos como un hombre, y con un vello de un tono más
oscuro, más more no, como el de papá una vez que había fisgado desde el
mingitorio de al lado. Por lo menos él tenía algo de vello, no como Hall y Wood
y el lampiño de Bristowe. Pero ¿de dónde lo habían sacado Hopkinson y Shapiro?
Todo el mundo tenía pinchila, pero ellos dos tenían ya un pedazo.
Tenía ganas de mear. No podía. Tenía que pensar en otra cosa.
Podía aguantar hasta que llegase a casa. Los cruzados combatieron contra los
sarracenos y liberaron del infiel la Tierra Santa. ¿Como el infidel Castro,
señor? Era uno de los chistes de Wood. Llevaban cruces en la tela sobre la
armadura. La cota de malla debía de dar calor en Israel. Tenía que dejar de
pensar en que ganaría una medalla de oro en un torneo de a ver quién meaba más
alto contra una pared.
[...]
Para seguir por acá
Julian Barnes (Inglaterra, 1946) es autor, galardonado con los premios Shakespeare y E. M. Forster, de las novelas Metrolandia (1980) y Antes de conocernos (1982), Mirando al sol (1987), El loro de Flaubert (1984), Historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), Hablando del asunto (1991), El puerco espín (1992), Inglaterra, Inglaterra (1998), Amor, etc. (2001), Arthur & George (2005) y los libros de cuentos Al otro lado del canal (1996) y La mesa limón (2005). Además, tiene un libro de ensayos, Something to Declare, uno de artículos periodísticos, Letters from London, y uno de artículos culinarios, The Pedant in the Kitchen, y con el seudónimo de Dan Kavanagh, publicó cuatro novelas policiales.
AMANSADORA:
frase coloquial. Antesala,
espera prolongada.
E. Sábato, Héroes, 1963, 158. "¿Queré creer que l'hizo esperar tre hora a la amansadora y despué le mandó decir que fuera al otro día?"
En Diccionario del habla de los argentinos, Academia Argentina de Letras, 2003.
En febrero 2008, Nuevo Taller por Computadora.
No nuevo de otro, nuevo de nuevo.
Encuentros de leer y escribir en la red.
Se renuevan:
Fernando Aíta
Alejandro Güerri
Más información acá
O pregunte en: niusleter@niusleter.com.ar
(Asunto: Taller literario).
Por favor.
En 80 palabras.
Escriba sus respuestas en: http://niusleter.blogspot.com/
PADECER, 1220-50, antiguamente padir,
principios del S. XIII. Del latín PATI 'sufrir, soportar'.. Del griego
mu ídem, primitivamente 'po', derivado de ma 'mu'.
DERIVADOS.
Padecimiento, 1495. Compadecer, mediados del siglo XV,
del latín COMPATI ídem; compasión, compasivo; compatible;
incompatible, incompatibilidad.
Cultismos: Paciente, hacia 1440,
del latín patiens, -tis, propiamente 'el que soporta (males)'; paciencia,
1220-50; impaciente, impaciencia, 1495; impacientar. Pasión,
1220-50, del latín passio, -onis ídem; pasional; pasionario,
1112, pasionaria. Apasionado, 1444; apasionarse. Pasivo, hacia
1440, del latín passivus ídem, propiamente 'que soporta'; pasividad.
Impasible, 1438. Patíbulo, principios del siglo XVII, del latín patibulum
ídem; patibulario.
I
Las revistas apiladas en el canasto
sentados con marcas en la ropa
piernas pesadas, caras de pez fuera del agua
en las fotos coloridas de la revista
corredores de maratón
con pantorrillas huesudas
escucho un grito atrás de la puerta
una suerte de tía
hace quedar mal a esos hombres solos
atontados de analgésicos que cuelgan un cartel
de silencio o no fumar
los cuerpos se descomponen
por cualquier cosa.
En un musical las enfermeras bailarían
con sus bandejitas plateadas
píldoras de colores, vendajes
residentes de ambo verde agua
esos sombreritos
extendiendo los brazos hacia los pasillos
azafatas que indican
el recorrido a los enfermos terminales
estamos por despegar al más allá
adormecidos, narcóticos
qué viaje nos espera.
(del libro Sala de espera)
Vanina Colagiovanni nació en diciembre del '76 en Buenos Aires. Publicó Travelling (2005) y Sala de espera (antes de fines de 2007, esto es anticipación).
"¿Que mirás, gil?" En Pampa y Libertador, a mano izquierda, yendo para Figueroa Alcorta.
"Pao: Pensando en vos siempre, siempre extrañandote." En Thames y Niceto Vega.
"El pasado es la alegría
de las almas tristes." En Olazábal al 4500, justo en la esquina.
"Vos hiciste que todo esto termine. Si no existieras, te inventaría. Ro" En en uno de los asientos del interno 29 del colectivo 184. Lo vio Juanjo.
~ ¿Qué es un peronista? ¿Qué es un facho? ¿Qué es un zurdo?
Peronista es aquel que ve en un pobre un voto en
potencia
Zurdo es aquel que ve en un pobre ve un revolucionario en potencia
Facho es aquel que ve en un pobre a un delincuente en potencia
Capitán Intriga
Un peronista es alguien que cree que Perón no era un facho, sino más bien un zurdo que decía frases copadas.
Jose
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Experimentación multimediática.
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