ñ u s
 

 

l é t e r

 

 

-qué tiempo loco-

 

# 161

 


 

"Hasta el 20 de diciembre no hubo que consignar más que observaciones meteorológicas. El tiempo se había tornado variable, con bruscos cambios de viento. Cayeron fuertes chaparrones, acompañados a veces de granizo, lo que indicaba cierta tensión eléctrica en la atmósfera. Había que temer, por lo tanto, algunas tormentas, que serían de gran intensidad, dada la época del año."
Julio Verne

 

"Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo."
Oscar Wilde

 

"Se veía también el combate que los vientos de diversos rumbos parecían librar por todas partes contra la atmósfera nebulosa y oscura, envueltos en persistente lluvia de agua y granizo, y llevándose consigo infinitos gajos y hojas de los árboles que su furor arrancaba de cuajo y desgarraba." 
Leonardo da Vinci

 


 

ÍNDICE

 

ETIMOLOGÍA | Clima | Clímax | 

PROSA | Calor de agosto | William F. Harvey |

GRAFFITTI  
RESPUESTAS

POEMAS | Las manzanas | El jardín | Yves Bonnefoy |  

ENCUESTA

ÑUSLETER en VIVO | De punta |
ENLACES | Pintura | Poesía |
PROSA
| La lluvia de fuego | Leopoldo Lugones |
AGRADECIMIENTOS

SUSCRIPCIONES | Vt |

CONTACTO | niusleter@niusleter.com.ar | 

 

Ñusleter 24hs



ETIMOLOGÍA

 

CLIMA, hacia 1250. Tomado del latín clima, -atis, ‘cada una de las grandes regiones en que se dividía la superficie terrestre por su mayor o menor proximidad al Polo’, propiamente ‘inclinación o curvatura de dicha superficie desde el Ecuador al Polo’, y éste del griego klíma ídem (derivado de klínó ‘inclino’).

DERIVADOS. Climático, S. XX (y ya en 1599, pero como voz poco usada); a menudo sustituido bárbaramente por climatérico, de otro sentido. Aclimatar, hacia 1800; aclimatación.

COMPUESTOS. Climatologla; climatológico.

 

CLíMAX ‘gradación retórica’, principios del S. XIX, del latín climax, -acis. Tomado del griego klimax, -akos, ‘escala, escalera’, ‘gradación’, derivado de klínó ‘inclino’.

DERIVADOS. Climatérico, 1616, ‘relativo a una época crítica’, tomado del griego klimakterikós idem, derivado de klimakter ‘escalón, peldaño’, ‘en la vida de alguien, momento difícil de superar’, a su vez derivado de klimax (emplear climatérico por climático es barbarismo común, pero muy disparatado).
 


 

PROSA

 

Calor de agosto


Penistone Road, Clapham, 20 de agosto de 19...
 

    Creo haber vivido el más extraordinario día de mi vida, y quiero volcarlo sobre el papel, lo más claro posible, mientras los hechos están todavía frescos en mi mente.
Digamos ya que mi nombre es James Clarence Withencroft. Tengo cuarenta años, gozo de perfecta salud y jamás he estado enfermo, ni siquiera un solo día.
    Soy pintor, no muy afortunado, pero, con mis trabajos en blanco y negro, gano lo suficiente para satisfacer mis necesidades elementales.
    Mi hermana, la única pariente cercana que tenía, murió hace cinco años; por eso soy independiente.
    Esta mañana tomé el desayuno a las nueve y después de darle una ojeada al diario encendí la pipa y me puse a fantasear con la esperanza de que se me ocurriera algún tema para un dibujo.
    A pesar de que tenía la puerta y la ventana abiertas, en el cuarto hacía un calor sofocante y no bien hube pensado en que el lugar más fresco y placentero de todo el barrio debía ser el fondo de la piscina pública, la idea me llegó como un relámpago.
    Comencé a dibujar. Era tan intenso mi trabajo que dejé pasar la hora del almuerzo sin tomar alimento y me detuve solamente cuando el reloj de San Judas dio las cuatro.
    El resultado final de aquel apresurado bosquejo, lo sentí con certeza, era lo mejor que había hecho en mi vida.
    Representaba un delincuente sobre el banquillo de los acusados, inmediatamente después de que el juez ha pronunciado la sentencia. Era un hombre gordo, enormemente gordo. La gordura se le arrollaba alrededor del cuello, grueso y corto, formándole un doble mentón enorme. Tenía el rostro mal afeitado y era casi calvo. Estaba de pie en el banco, apretando la barandilla con sus dedos toscos y cortos, y miraba fijo hacia delante con una expresión no tanto de horror como de un completo y total abatimiento. Parecía que no hubiera nada en él que pudiera sostener aquella montaña de carne.
    Arrollé el dibujo y, sin saber bien el porqué, me lo guardé en el bolsillo. Después, con esa rara sensación de felicidad que da la conciencia de haber hecho un buen trabajo, salí.
    Creo que fue mi intención ir a buscar a Trenton, pues recuerdo haber recorrido Lytton Street y doblado a la derecha por Gilchrist Road, al pie de la pendiente donde los obreros están trabajando en la nueva línea tranviaria.
    A partir de allí, mis recuerdos se tornan vagos. La única cosa de la cual estaba plenamente consciente era el calor terrible que subía del asfalto polvoriento, casi como una ola palpitante. No veía la hora de que estallase el temporal que parecían prometer los grandes bancos de nubes cobrizas y bajas hacia el poniente.
    Debo haber hecho cinco o seis millas cuando un chico me rescató de mis fantasías preguntándome la hora. Eran las siete menos veinte.
    Alejado el chico, comencé a recobrarme. Me encontraba delante de un portal que llevaba a un patio bordeado por una faja de tierra adornada con flores, lirios y geranios rojos. Sobre la entrada había un cartel con la leyenda:

    CHS. ATKINSON — MONUMENTOS FÚNEBRES
    Trabajos en mármoles ingleses e italianos

    Desde el patio llegaba un alegre silbido, golpes de martillo y el frío sonido del acero que muerde la piedra. Un súbito impulso me incitó a entrar.
    Sentado, dándome la espalda, un hombre estaba absorto trabajando una laja de mármol curiosamente veteada. Se volvió al oír mis pasos y me detuve de repente. Era el hombre que yo había dibujado y cuyo retrato tenía en el bolsillo. Estaba allí, enorme, elefantiásico, con el sudor que le caía de la frente; y que se enjugó con un pañuelo de seda rosa. Pero aunque la cara fuera la misma, la expresión era totalmente distinta.
    Me saludó con una sonrisa, como si fuésemos viejos amigos, y me estrechó la mano. Me disculpé por haber entrado.
    —Hace un calor aplastante afuera —dije—. Esto parece un oasis en medio del desierto.
    —No sé si esto es un oasis —respondió—, pero en cuanto a hacer calor, hace un calor infernal. ¡Tome asiento, señor!
    Me señaló la extremidad de la piedra sepulcral en la que estaba trabajando y allí me senté.
    —Está decidido a procurarse un grande y bello trozo de mármol —dije.
Sacudió la cabeza.
    —En cierto modo, sí —respondió—. La superficie de esta parte es muy bella, pero del otro lado hay una gran grieta, aunque quizás ni siquiera la notarías. Jamás podría hacer un trabajo realmente bien hecho con un mármol como éste. En verano, como ahora, todo va bien; el calor más ardiente no le hace nada, pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como el frío para hacer salir los vicios ocultos del mármol.
    —Y entonces, ¿para qué sirve? —pregunté.
    El hombre estalló en una carcajada.
    —Acaso no me creería si le digo que es para una exposición, pero es realmente así. Los artistas tienen sus exposiciones al igual que los farmacéuticos y los carniceros; pues bien, también las tenemos nosotros. Todas las pequeñas novedades en cuestión de lápidas, entiende.
    Siguió hablando de los mármoles, cuáles son las calidades que resisten mejor el viento y la lluvia, y cuáles son más fáciles para trabajar; y después habló de su jardín y de una variedad nueva de rosa que había comprado. A breves intervalos dejaba caer sus herramientas, se limpiaba la frente empapada y maldecía el calor. Yo hablaba poco, porque me sentía incómodo. Había algo poco natural, misterioso, en este encuentro.
    Al principio trataba de persuadirme de que al hombre lo había visto en el pasado y sin que me hubiera dado cuenta, su rostro había quedado impreso en algún rincón de mi memoria, pero sabía que estaba tratando sólo de engañarme.
    El señor Atkinson terminó su trabajo, escupió y se levantó con un suspiro de alivio.
    —¡Por fin hecho! ¿Qué le parece? —dijo con evidente orgullo.
    La inscripción, que sólo ahora leí, era la siguiente:
 

EN MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT.
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860
MUERTO INESPERADAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 19...
En mitad de la vida estamos en la muerte


    Permaneció un instante en silencio. Después un estremecimiento helado me recorrió la espalda. Le pregunté dónde había visto aquel nombre.
    —Oh, en ningún lugar —respondió el señor Atkinson—. Necesitaba un nombre y he escrito el primero que me ha venido a la cabeza. ¿Por qué?
    —Es una extraña coincidencia. Figúrese que es justamente mi nombre.
    Lanzó quedamente un largo silbido.
    —¿Y la fecha?
    —Puedo responder solamente de una, y ésa es exacta.
    —¡Fantástico! —dijo.
    Pero no sabía hasta qué punto. Le conté el trabajo que había hecho aquella mañana. Tomé del bolsillo el diseño y se lo mostré. Mirándolo, la expresión de su rostro se alteró hasta llegar a ser muy semejante a aquella del hombre que yo había dibujado.
    —¡Y pensar que ayer nomás le decía a María que los fantasmas y otras cosas por el estilo, no existen! —dijo.
    Ninguno de nosotros dos había visto un fantasma, pero comprendí lo que quería decir.
    —Quizás usted había oído mi nombre por ahí —dije.
    —¡Y usted debe haberme visto en algún lugar y no lo recuerda! ¿No ha estado acaso en Clacton-on-Sea, el pasado mes de julio?
    No había estado jamás en Clacton en mi vida. Quedamos unos minutos en silencio. Ambos mirábamos la misma cosa, las dos fechas inscriptas en la lápida, y la primera era exacta.
    —Venga adentro y cene con nosotros —dijo el señor Atkinson.
    Su esposa era una mujercita sonriente, con las mejillas ásperas y rubicundas de las campesinas. El marido me presentó como un amigo pintor. El resultado fue desdichado, porque, después que las sardinas y los berros fueron devorados, ella trajo una Biblia de Doré y durante casi media hora debí quedarme allí expresando mi admiración.
    Salí y encontré a Atkinson sentado sobre la lápida fumando. Retomamos la conversación donde la habíamos interrumpido.
    —Excúseme si se lo pregunto —dije— ¿pero ha hecho alguna cosa por la cual lo podrían procesar?
    Sacudió la cabeza.
    —No estoy en quiebra, los negocios van bastante bien. Hace tres años, para Navidad, he regalado algún pavo a los guardianes del cementerio, pero no logro recordar nada más. Y además eran bastante pequeños —añadió, reflexionando.
    Se levantó, tomó un tacho de la galería y se puso a regar sus flores.
    —Dos veces al día, regularmente, durante la temporada del calor —dijo—. Y aun así, a veces el calor mata a las más delicadas: los helechos, maldito sea, no lo soportan. ¿Usted dónde vive?
    Le dije mi dirección. Se necesitaría una hora larga, a paso sostenido, para volver a casa.
    —Hablemos claro —dijo—, si torna a su casa esta noche, corre el riesgo de que le suceda alguna cosa. Puede ser atropellado, y además siempre hay una cáscara de banana, por no decir nada de la teja que puede romperle la cabeza.
    Hablaba de los imprevistos con una vehemente seriedad que seis horas antes me habrían hecho reír. Pero yo no reía.
    —Lo mejor que podemos hacer —continuó— es que se quede aquí hasta la medianoche. Iremos a fumar arriba; adentro hará más fresco.
    Ante mi propia sorpresa consentí.


    Ahora nos encontramos en un cuarto grande y de techo bajo. Atkinson ha mandado a la mujer a la cama. El está afilando las herramientas con una pequeña piedra de afilar, fumando uno de mis cigarros.
    El aire presagia tormenta. Estoy escribiendo estas líneas sobre una mesita renga, delante de la ventana abierta. Tiene una pata rota, y Atkinson, que parece hábil en el manejo de sus herramientas, la arreglará apenas haya terminado de sacar filo a su cincel.
    Son las once pasadas. En menos de una hora no estaré más. El calor es sofocante. Es como para enloquecer.
 


 


La vida de William F. Harvey fue importante, hasta cierto punto, para quienes lo conocieron en vida. Pero ahora no, no se sabe nada. Baste con decir que era inglés, que duró de 1873 a 1923, y que en castellano hay un libro de cuentos, La bestia con cinco dedos (llevado al cine) y otros relatos. 

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GRAFFITTI

 

"Las papeleras darán trabajo. Un oncólogo". Visto por Doris en la luneta trasera de un auto estacionado en la puerta de su casa, en Gurruchaga y Paraguay.

"NI DIOS
NI PATRÓN
NI MARIDO".

Lo vio Vix, en una pared de la Av. Alem (Bahía Blanca).

"hoy la puse... dr damon", en Av. daract al 2000.

"parayuay canpeon", sobre afiche publicitario en Est. L. De la torre, línea Mitre. Ambos mandados por Ronald Pupils.

 


 

 

RESPUESTAS

 

En 60 palabras, ¿se anima a cometer un crimen?

Artaud decía, "la sociedad es un crimen cometido en común", todos los días matamos un sueño y envenenamos un niño. Frita televisión y fritas imágenes son asesinatos diarios. No hay que tener daga ni revolver, basta con encerrar, discriminar, enloquecer y traficar con cuerpos y seremos higiénicos y serenos asesinos legalizados. Matamos con dosis de desprecio y aseguramos que el cadáver del amor quede embalsamado a nuestro lado con una esposa o esposo en una lógica de piedra. El arte esta hecho, es usted un cadáver?
Elian Luka

Y ahí estaba yo, tan tranquila, cuando apareciste. Y perdí la calma. Brotaste con tu esbelta figura y, percibiendo mi indiferencia, te acercaste más y más. Recorriste mi cuerpo sin ningún pudor. Me volviste loca.
Esta noche voy a esperar preparada, no te vas a escapar. Solo descansaré cuando sienta el calor de tu sangre. Solo así podré librarme de vos... MALDITO MOSQUITO!
Viole

-Morirás achurado como un perro -le dijo.
Y le clavó el cuchillo en las tripas sesenta veces.
Corrió desesperado.
Hasta que sonó la alarma en su cabeza.
Sobre la cama quedaron hilachas, del perrito de su hija.
Se levantó, y se dirigió a la obra.
Esa mañana, el perro asesino de las sombras, no se animaría a morderle los tobillos.
Aldo Luis Novelli

Si supieras lo insufrible que es. Si tan solo lo conocieras, si convivieras con él, como yo hace ya tanto tiempo, por supuesto que estarías dispuesto a hacerlo. Es tan odioso y repugnante. Esta constantemente fastidiando. Inmaduro, obsesivo, perseguido y a la vez pedante, engreído y soberbio. No dudaría ni un instante en deshacerme de esa otra parte de mí...
Marcelo Daniel

TODO
    BAJO
            CONTROL
Y ¿qué hacía YO
            -me digo desde entonces-
                        cuando los policías
nos pidieron abrir
                        la ya desvencijada
puerta de madera

                         con un -¡abran, todo

está bajo control!-
y yo miré mi mano derecha (como en cámara l e n t a a a a a a a
 a a )
                         y la descubrí,
                                        por
primera
vez
                                        en mi
vida
empuñando un arma/martillo, lista para matar?

Pero la madera era buena. Y resistió. Y todo quedó –nuevamente- bajo control.
Araceli Zúñiga
(desde México, la ciudad del control (institucional) sobre todo en períodos electorales)

 

Por supuesto!!!, y eso que no preguntaron si se trataría de un crimen pasional, uno guiado por una emoción violenta, o en defensa de nuestros hijos, esposa o seres queridos o ante la posibilidad de evitar un mal mayor. Créanme cuando digo que cualquiera de nosotros sería absolutamente capaz de hacerlo. PD: Mil perdones por la seriedad!
Roberto López

Con total candidez e impoluta inocencia arribamos todos al escenario de este mundo. ¿traemos un bagaje malicioso agazapado o dormido en lo más profundo, en lo más arcaico de nuestra naturaleza?Lombroso, Ferri, ¿acertaron con sus elucubraciones de la maldad innata, grabada a fuego en nuestras fisonomías? No! Yo lo descartaba de plano.¡Siempre! Hasta que una mañana, imbuido de mi naturaleza dulce y compasiva decidí hospedar por diez días al padre de mi mujer en nuestra casa. El lugar que elegí fue el más caro a mi corazón. Mi Biblioteca. Allí, junto a la cabecera de una mullida cama, que tantas horas me departió la embriaguez de la lectura, le puse a El, rodeado de los más bellos libros: un Dolet de 1536, las del Cisne del Avon.
Roberto C.
 

El único encendedor
- Flaco tenés fuego? -. le dijo el pibe al tipo de la barra.
- Si acá tenés -.
El tipo sacó un revolver de la campera y le voló los sesos.
Los amigos del cadaver, quedaron perplejos, bañados en sangre.
Todos los demás miraban atónitos, el lugar quedó en silencio.
Esa noche, en el bar de la avenida, los fumadores calmaron su vicio.
Luis Antú Novelli

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POEMAS

 

Las manzanas

¿Y qué pensar
De esas manzanas amarillas?
Ayer, asombraban, por esperar así, desnudas
Después de la caída de las hojas,

Hoy encantan
Por cómo sus hombros
Están, modestamente, subrayados
Por un ribete de nieve.

 

 

El jardín

Nieva.
Bajo los copos la puerta
Abre por fin al jardín
De más que el mundo.

Avanzo. Pero se engancha
Mi bufanda al hierro
Oxidado, y se desgarra
En mí la tela del sueño.


Yves Bonnefoy (Francia, 1923) es poeta y ensayista. Estudió matemática y filosofía, tradujo a Shakespeare y a W. B. Yeats, y acá van algunos de sus poemarios: Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953), Hier régnant desert (1958), Récits en réve (1987), Comienzo y fin de la nieve (de donde salen los dos de arriba, 1991) y Les planches courbes (2001).

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ENCUESTA

 

¿Cuáles son las primeras tres cosas que va a hacer cuando llegue la primavera?

 

Envíe sus respuestas a: niusleter@niusleter.com.ar

 

 


 

ÑUSLETER en VIVO

 

¿Estallaron los vidrios? ¿Se le abolló el cráneo?

¿Hizo a tiempo de descolgar la ropa?
¿Le quedó la picap a la miseria?
 

 

Todavía sigue. Taller Literario.

Encuentros de leer y escribir.

 

Coordinan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri

 

Para más información: 
O bien:
niusleter@niusleter.com.ar (Asunto: Taller literario).

 


 

ENLACES

 

Para pintar como Pollock

 

(Renovado) blog de poesía argentina actual

 


 

PROSA

 

La lluvia de fuego

 

“Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre”.
Levítico, XXVI –19.

 

    Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.
    Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...
    A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá -partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera, cesaron de cantar.
    Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.
    Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?...
    Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.
    En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba...
    ¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir.
    En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.
    ¡Diez años me separaban de mi última orgía!
    Desde entonces, entregado a mis jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.
    La vasta ciudad libertina, era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas, largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año...
    Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho —lo digo sin orgullo— a un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso.
    Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.
    De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, a la mesa, pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes. Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había desconcertado.
    Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.

 

El cuento sigue así
 

 

Leopoldo Lugones nació en Villa de María, en la provincia argentina de Córdoba, en 1874. En 1896 se instaló en Buenos Aires y se casó con Juana González (tuvo un hijo). Aquí se unió al grupo de escritores integrado por José Ingenieros, Roberto Payró, Ernesto de la Cárcova, escribió en el periódico socialista La Vanguardia y en la Tribuna, órgano del roquismo. Un año después comenzó a colaborar en La Nación, promovido por su amigo Rubén Darío, y publicó su primer libro de versos, Las montañas del oro. Sus ideas políticas fueron girando hacia la derecha hasta extremarse: en 1930 colaboró con el golpe de estado del Gral. Uriburu. Realizó diversos viajes a Europa. Se desempeñó en varios cargos públicos en el área de educación (el último como bibliotecario del Consejo de Educación). Recibió un Premio Nacional de Literatura (1926) y fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (1928). Algunos de sus libros son: de poemas, Crepúsculos del jardín (1905), Lunario sentimental (1909), Odas seculares (1910), El libro fiel (1912), El libro de los paisajes (1917) y Las horas doradas (1922), Poemas solariegos (1927) y el póstumo Romances del Río Seco; como cuentista, Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1926), que marcan (junto con los de Horacio Quiroga) los primeros pasos de la literatura fantástica en el país; escribió estudios de historia, La guerra gaucha, El imperio jesuítico, Historia de Sarmiento, y El payador, sobre la Grecia clásica en Las limaduras de Hefaistos y las dos series de Estudios helénicos. Hizo también un Diccionario etimológico del castellano usual. Su pensamiento político puede seguirse en Mi beligerancia, La patria fuerte y La grande Argentina. Se suicidó el 18 de febrero de 1938 en la habitación de un hotel en El Tigre, Buenos Aires.

 

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AGRADECIMIENTOS

 

Feliz cumple, Fede Venta.

Emi Rodríguez Nuesch

mei

Campita

Mariano Fiszman

Carlos Pereiro

Daniel Liñares, feliz año nuevo

Alejandro Méndez

Mabel Pan

Lautaro Lupi y Fernando Chamorro

Fede Merea, felicitaciones

Lucio Castro

César Requesens

Hernán La Greca

Patricio Buzzi

Laura Román

Sergio Manganelli

Celia Coido

Victoria Palacios

Charise Yudewitz

A quienes respondieron a la invitación del taller

A quienes se sumaron

 

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SUSCRIPCIONES

 

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