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-mensaje pesadillesco de reiteración literaria-

 

#148

 

 

    


 

"-Gracias, muchachos. No se asusten. No es nada. Ya pasó... Perdonen... ¡Mi cabeza es una edición de bolsillo del infierno!" Juan Filloy

 


 

ÍNDICE

 

PROSA | Donde su fuego nunca se apaga | May Sinclair |
ETIMOLOGÍA | Infierno | 
TALLER LITERARIO | Secreto |
AGRADECIMIENTOS

POEMAS | ¿Quién de nosotros dos? | Peter Viereck |  
GRAFFITTI  
ENLACES | Poemas |
RESPUESTAS
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PROSA

 

Donde su fuego nunca se apaga

    No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina Jorge Waring.
    Años después, cuando pensaba en Jorge Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a Jorge Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva.
    Waring le había pedido que se casaran y había consentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.
    –Dice que somos demasiado jóvenes.
    –¿Cuánto quiere que esperemos?
    –Tres años.    
    –¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!
    Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas.
    –En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.
    Pero no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.
    Harriet Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.
    Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo.
    Oscar respondió indignado:
    –No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
    –Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
    –¿Lo dice en serio?
    –Sí. Ya no debemos vernos.
    Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de Jorge Waring...
    Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
    –Harriet, usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la responsabilidad. –Espero que me haya perdonado.
    –Sí, Oscar. Lo he perdonado.
    Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
    La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.
    Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.
    Harriet no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.
    Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
    Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
    De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.
    Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera un dejo de grosería.
    Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos.
    –Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable –dijo Oscar.
    Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet.
    En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados.
    Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
    Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.
    Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua.
    Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse.
    Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.
    En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos.
    Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
    Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente.
    Sobrevino la ruptura.
    Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale.
    Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a Jorge Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
    –¿Estás lista? –preguntó.
    –Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme. Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.
    –Ahora no tendrá miedo.
    –No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.
    –La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.
    [...]

 

¿Cómo sigue? Vea.

 


May Sinclair (1870-1946), escritora de nacionalidad inglesa. Publicó, entre otros, El fuego divino, Las tres hermanas, Mary Oliver y Uncanny Stories, de donde este cuento.  

 

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ETIMOLOGÍA

 

INFERIOR, 1438. Tomado del latín inferior, -oris, 'que se halla más abajo', comparativo de inferus, -a, -um, 'de abajo', 'subterráneo'. Del adverbio correspondiente infra se tomó el sufijo castellano infra- (infrahumano, in­frarrojo, y otros).  

DERIV. Inferioridad, 1594. Ínfimo, hacia 1440, tomo del latín Infimus 'lo que está más abajo de todo, lo más humilde', superlativo de inferus. Infierno, hacia 1140, del latín INFERNUM 'es­tancia de los dioses subterráneos', 'Infierno', derivado de inferus; infemal, 1220-50; infer­nar; infernáculo, 1734; infernillo, 1925, o infiernillo.

 


 

TALLER LITERARIO

 

-¿Sos capaz de guardar un secreto? Mirá que te lo cuento a vos sola. Yo tengo una oreja acá en la axila. No, prácticamente no oye. 

 

Ya se sabe.

Taller Literario. Encuentros semanales de leer y escribir.

 

Coordinan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri

 

Para más información: 4896 0140 y 4205 4284 o niusleter@niusleter.com.ar

 


 

AGRADECIMIENTOS

 

Mariano Valcarce, Soporte Técnico
Laurent Jacobi

Antonella Romiti

Fede Merea

Lalo Aíta

José Luis Pascuet

Marcos Bruzzo

Fernando Sorrentino

Lord Cheselin 

Sor Juana

Santiago Basso

Victoria Pichel

Santiago Bao

David Carbo
Mirta Urdiroz
A todas las personas que averiguan por el taller

A todas las personas que tiran una buena
A las que abren el pecho y la cabeza

A la flauta

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POEMAS

 

¿Quién de nosotros dos?

Cuando por la ternura ambos somos fuertes, demasiado impetuosos
en nuestra unidad como para separarnos o reconciliarnos;
cuando aún el contacto de la punta de los dedos puede sacudirnos
hacia tan oscilante reciprocidad
de opuestos apretados con tanto calor como para fundir un árbol
más unido a su dríada que a su propia, apretada corteza;
cuando ninguno bromea o está desanimado o tan sólo odia
o despierta desenredado del otro;
cuando-más-tibio-que-el-alma y más profundo-que-la-carne-son uno
en matrimonio del esqueleto mismo;
cuando, luego, el suelo despelleja la mera carne de la mitad de este amor
y lo cierra la desvestida mitad de arriba,
¿Quién está seguro de qué lado del suelo se encuentra?
¿He yacido aquí, de este modo, segundos o años?
No estoy seguro de nada sino de la soledad
y la oscuridad. Hay aquí tanta tiniebla como para colmar una tumba,
o es simplemente medianoche en un cuarto no compartido.
Conteniendo mi aliento por temor de haberlo perdido,
inmóvil y temeroso de moverme,
sólo sabiendo que de algún modo te has ido de mi lado.

Aquí yazgo, preguntándome quién de nosotros dos ha muerto.


Peter Viereck en 1916 nace en Estados Unidos. Doctor en filosofía y profesor de historia, publicó los poemarios: Terror and Decorum (1948), Strike through the Mask (1950), The First Morning (1952), The tree witch : a poem and play (1961), Archer in the marrow: the Applewood cycles of 1967-1987 y Door: Poems (2005), entre otros; y los libros de historia, Conservatism Revisited y Shame and Glory of the Intelectual.

 

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GRAFFITTI

 

"Xuxa no se va de Argentina". En Zavalia (2100) y Juramento, Barrancas de Belgrano.

 

"Yo poseo el secreto de la belleza". Visto en Mariscal Solano López al 2900.

"Unos nacen con suerte, otros en San Juan". Enviado por soy yo che!! (ídem anterior), que lo vio en Av. Libertador y Laprida, Provincia de San Juan.

 


 

SUSCRIPCIONES

 

"Un señor pidió que le mandaran tres para poder reenviarlo "

 

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ENLACES

 

Color Pastel. 40 Poetas

 


 

RESPUESTAS

 

Si la/lo invitáramos a una fiesta de disfraces, ¿de qué se disfrazaría? ¿Cómo?

 

De entrada no iría, pero si me da la loca en una de esas voy y me disfrazaría de camelia, o en su defecto de Marguerite Gautier, con solo toser un poquito y ponerme un poco de crema blanca en la cara estaría perfecto, pero, te digo, no sé si iría.
Estela

 

Me disfrazaría de Ella. Me dejaría mis rulos, pero me pintaría la cara de negro. Me pondría un vestido negro, ajustado pero con bastante escote, me acodaría sobre la tapa de un piano negro y, acompañáda de un pianista negro, quizás Oscar Peterson, cantaría temas americanos de los años 40, con voz ronca, un cigarrillo entre los dedos y un vaso de whisky, ahí cerquita. Pero lo más importante del disfraz (¿o mejor diría del homenaje?) sería la mirada, esa de estar de vuelta, de haberlo visto todo...
D.

 

de nada, iría desnudo. no tengo un cuerpo ejemplar, nada especial. ¿La causa? ¿el motivo? La seguridad de que llamaría demasiada atención. Pues ésa es la función verdadera de un buen disfraz, ¿no?
PD: espero ser el único.
BETO

…de libro europeo, concretamente: Historia General de las cosas de Nueva España, de Fray Bernardino de Sahagún, en latín, castellano y náhuatl, conforme fuera consultada sobre otras formas de vida rehacería la(s) historia(s) mutando(me) en formas diversas y volviendo a nombrar al mundo; al final sería un poema visual códice/palimpsesto.
Desde México, Araceli Zúñiga.

 

¿De qué me disfrazaría? Una vez me disfracé de mujer torero, otra de mafiosa, otra de hada. Podría continuar la saga con... no sé. ¿Mata-Hari? ¿turista?
soy yo che!!

 

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