n u s
l e t
e r ~
-viajante de literatura-
# 146
"¡Qué
difícil ser uno mismo y ver sólo lo visible!"
Alberto Caeiro
"Los idiomas están hechos para que la gente no se entienda."
Roberto Raschella y Mariano Fiszman
ÍNDICE
PROSA | Sueños
de ciudades y de sus habitantes: un viaje relámpago
| Anna Kazumi-Stahl
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ÑUSLETER
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ETIMOLOGÍA | Zutano |
POEMAS | Para el extranjero | Carolyn Forché |
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Sueños
de ciudades y de sus
habitantes: un viaje relámpago
En
el andén la escarcha brillaba sobre el cemento gris y áspero. Hacía cinco
grados bajo cero, una mañana inusualmente fría en Kyoto. Mas allá del
pequeño techo que protegía a las –a esta hora de la madrugada,
contadas– personas que esperaban los primeros trenes del día, se podía
percibir un mínimo espectáculo visual: por donde pasaban los rayos de luz
desde los faroles, algunos copos de nieve volaban y giraban en las ráfagas
invernales. Más allá, la ciudad dormía como un gigante bajo un manto negro;
todo era oscuro salvo por la isla de cemento y de luces fosforescentes.
Había
dos personas allí: hombres madrugadores que esperaban el primer tren–bala
a Tokyo. Parecían maniquíes, cada uno envuelto en su sobretodo y su bufanda,
los cuerpos como estatuas. Sólo flameaban de vez en cuando los flecos de las
bufandas.
La
escalera mecánica continuaba su movimiento rutinario, y producía ese sonido
regular acompañado por la sinfonía de clicks agudos que hacía la
pantalla de informes cada vez que agregaba nuevos datos de
los horarios y de los destinos.
Por la salida de la escalera mecánica, aparecieron primero la cabeza, luego
los hombros, el torso, las manos cargadas con dos valijas, y al final las
piernas y los botines de cuero de un tercer hombre. Tenía puesta una
gorra con el logo del equipo de fútbol japonés “Tokyo Verdy” y una
campera de lona azul oscuro. Una bufanda le cubría la mitad inferior de la
cara; la visera de la gorra impedía verle el resto de las facciones. Llegó al
andén y giró, echándose para atrás y arqueando la espalda para leer la
pantalla de datos ferroviarios. Luego, averiguó el número del andén que se
encontraba pintado sobre carteles cada cinco metros. Por último, sacó del
bolsillo el pasaje, un boleto pequeño, verde, y lo examinó como si le
costara entender la información que contenía. Volvió a mirar la pantalla, el
cartel más cercano, y por último el reloj que colgaba del techo y que
anunciaba la hora: 06:29. Recién entonces estuvo seguro de estar en el lugar
correcto: lo sintió en todo el cuerpo, se relajó con una satisfacción dulce
luego de haber sentido preocupación.
A
las 6:31 se acercó el tren–bala, un monstruo elegante de acero y luces
titilantes. Entró casi sin provocar sonido alguno. La larga silueta lisa
brillaba con una doble iluminación: el reflejo de los faroles en el acero
pulido y la luz más cálida
desde el interior de los grandes ventanales. Como títeres
o robots sincronizados, los tres individuos sacaron sus boletos y echaron el
mismo vistazo al mismo sector del ticket: el número del vagón, el número de
la fila, la letra del asiento. A las 6:32, las puertas metálicas dejaron
escapar un leve silbido neumático al cerrarse, para que el tren parta
sin más.
Dos
de los hombres dejaron sus valijas en la parte delantera del vagón. Fueron en
busca de sus asientos, uno más rápido que el otro por ser viajero frecuente.
Se encontraron en el mismo grupo de cuatro asientos, dos pares enfrentados,
uno ya ocupado por el primer hombre que subió con sólo un portafolios en la
mano. El resto del vagón estaba vacío. La máquina ya había tomado velocidad,
y el ventanal mostraba, como en una película acelerada, cómo pasaban por los
semáforos aislados y las calles vacías y ennegrecidas de una ciudad todavía
entre sueños.
El
tercer hombre tenía el asiento frente a los otros dos. Se quitó la gorra con
un gesto brusco y reveló así una cabellera de abundantes pelos rubios. Sonrió
mientras se rascaba la cabeza. Miró con molestia fingida el logo, como si la
gorra tuviera cara, y la tiró sobre el asiento vacío que tenía a su lado. Se
rió un poco. Los otros dos no reaccionaron.
Las
butacas eran amplias, la temperatura agradable. El primer hombre, que estaba
sentado frente al rubio, ya se había sacado el sobretodo que ahora colgaba
contra el borde del ventanal como un fantasma oscuro. El hombre mismo era negro,
y ese dato llamaba la atención por lo que el rubio lo miraba sin disimular su
curiosidad. Sin embargo, el observado ignoraba cualquier gesto invasor de los
ojos celestes y alegres del joven de la gorra. Volteó para mirar hacia
afuera, por el ventanal, y la oscuridad hacía del vidrio un espejo por el que
el rubio pudo verlo con mejor ángulo: más allá de la tez oscura, sus
facciones eran con evidencia africanas: los labios gruesos, la nariz ancha, los
ojos oscuros, y los rulos pequeños que crecían bien cerca del cuero
cabelludo. En él, ya eran una mezcla de cabello negro y canoso. En un momento,
cuando pasaron a toda velocidad por una estación local –con brevísima
explosión de luz artificial y de ilegibles carteles iluminados
incluida– se cruzaron las miradas. El rubio sonrió; el negro siguió
impasible.
El
rubio cambió de orientación y se puso a mirar al otro hombre, que recién
entonces decidió sacarse el sobre todo. Se puso de pie y lo colgó de manera
despreocupada sobre el respaldo del asiento. El borde tocaba el piso, pero el señor:
no parecía advertirlo, a pesar de que era una prenda costosa de cachemir. En
realidad había visto, mientras esperaba en el andén, a un ejército de señoras
vestidas de rosa con miniaspiradoras y carritos de limpieza pasar por cada vagón
de otro tren y dejarlo tan limpio que parecía tratarse de un quirófano
ambulante en vez de un transporte urbano y público. Lo mismo pasaba en este
tren. Se sentó de nuevo, más cómodo con el traje solo, pero mantuvo puesta
la bufanda de lana gris oscuro,
soplando entre las manos enrojecidas
por tanta exposición al frío. Él también echó un vistazo hacia afuera: seguía
de noche, el paisaje urbano se había hecho invisible. Aun así las sombras dejaban
ver algunas formas insinuadas de una primera línea de
casas y almacenes de vidrieras aún mudas. Más allá se podían ver
apenas las siluetas de algunas torres
de departamentos, y cada tanto
una luz prendida en ellas. Las calles sin
embargo eran trazos de asfalto sin vida. El único movimiento era el cambio de
luces en los semáforos, mostrando sus
colores en orden en una constancia solemne.
El
rubio volvió a pasar la mirada por los detalles del hombre negro: la expresión
inasible no parecía tener a nadie
ni nada en cuenta. Miraba por la ventana con una fría serenidad.
Estaba de traje oscuro, clásico, con corbata azul marino y camisa
celeste bien planchada. Parecía tener más de cincuenta años; llevaba
anillo de casado y un reloj digital. El rubio lo imaginaba como un burócrata,
pero no de alto rango, algo como un integrante del cuerpo diplomático de algún
país africano, Sudáfrica o Nigeria, o quizás de los Estados Unidos.
Dejó
de observar al hombre negro y de nuevo trató de encontrar la mirada del segundo
hombre, que tampoco se mostraba muy abierto. Era oriental, obviamente un lugareño.
Tenía el pelo negro azabache y liso como todos los japoneses, los ojos
rasgados, la tez pálida y lampiña, sin una sombra de barba. El rubio
pensó invitarlo a empezar una charla, iba a sonreírle para ver cómo
reaccionaba, pero luego desistió. Aquel señor parecía un gerente de
empresa, un individuo serio. El rubio recordó que, casi nunca en su corta
estadía en el Japón, había tenido mucho éxito con las conversaciones espontáneas.
Sin saber el idioma, se complicaba la cosa. Aun así, no quería tentarse por
el sueño que sentía: venir al Japón había sido una gran aventura
personal para él, y ya se acercaba al final de su viaje. El vuelo de regreso
partía de Tokio esa noche, vivía ahora sus últimas horas en aquel sitio tan
exótico y atrayente. No, de ninguna manera quería quedarse dormido ahora.
Intentó
romper el hielo con una invitación más abierta a la charla. En voz alta, y
en inglés, dijo: "Miren cómo son las cosas: el vagón está vacío,
veinte o treinta asientos libres, y nos pusieron a los tres apretados acá. Já.
La Ley de Murphy, ¿no?"
Los
otros dos lo miraron al mismo tiempo, con la misma expresión de sorpresa. Y
ninguno contestó.
–Pero...–insistió
el rubio–. ¿Hablan inglés? ¿Un poco? ¿Sukoshi?
Era tan sincera la mirada del joven rubio que los otros dos –el japonés de modo más amistoso que el negro– asintieron con la cabeza.
–¡Ah,
bueno! –exclamó el rubio con cierto tono de humor–. ¡Por lo
menos no me siento tan solo! Es tan loco estar en estas ciudades tan repletas de
gente y sentirse siempre tan solo. ... ¿O no?
El
japonés le ofreció una leve sonrisa ahora, de labios cerrados. Le contestó en
un inglés impecable con acento norteamericano: "¿Sentirse solo en
una ciudad japonesa? Ojalá. Al final me encuentro haciendo todos los traslados
en los horarios más estrambóticos sólo para poder caminar tranquilo, para
poder respirar. Todo el mundo anda siempre tan apretado".
–¿Qué?–preguntó
el rubio (ahora le tocaba a él sorprenderse) – ¿Entonces usted
no es japonés?
El
otro se rió pero sin gracia.
–Por
Dios, todo el mundo me dice lo mismo; me tienen cansado. Soy de San Francisco,
California. Estoy acá por negocios, exportación de frutas. Estoy con el tema
de las frutillas ahora. Las frutillas acá valen oro. Pero la verdad, venir a
Tokio, Kyoto, Osaka, hacer el circuito por estas ciudades, me resulta un
infierno. Todos me toman por japonés; ofendo a todos y nadie me ayuda. Voy a
una reunión y todos se molestan por algo que hago o no hago, y nunca sé qué
es. No tengo la más mínima idea de qué esperan de mí. Pero lo peor de las
ciudades japonesas es que es imposible no perderse en ellas. Todos los libros de
turismo dicen que hay buena señalización en inglés, pero es mentira!
Uno sale del minicircuito pana turistas y –paf– todos los carteles
dejan de tener letras occidentales. Todos ideogramas. Como si no quisieran que
uno se pudiera orientar. Y para colmo, por esta cara que tengo, pido que me den
una mano, que me indiquen el camino a tal o cual lugar, pero me miran, me hacen
esa reverencia, y siguen así no más. No me darían ni la hora. El rubio quedó
sorprendido al encontrar a su compañero de viaje tan locuaz, cuando
antes daba la impresión de ser un hombre parco. Mientras tanto, el otro ya se
había entusiasmado y siguió:
[...]
¿Cómo siguió? Acá.
Anna Kazumi-Stahl, hija de padre
norteamericano (descendiente de alemanes) y madre japonesa, nació en 1963 en Estados Unidos
pero en 1988 desembarcó en Argentina y aprendió castellano. Tras
doctorarse en Literatura Comparada en California, se radicó en nuestro país. Ha
publicado (hasta donde sabemos) Catástrofes naturales (cuentos) y Flores
de un solo día, El tulipán negro (novelas).
ZUTANO, 1438. Las variantes citano, hacia 1600 (muy frecuente en los siglos XVII-XVIII); citrano, 2.° cuarto del XVI; cicrano, 1572; sestrano, y portugués sicrano y seclano, indican que sólo la primera letra es esencial y constante en esta palabra. Lo que sugiere se trató primero de una interjección ¡cit! o ¡zut! (o ¡sst!), empleada para llamar y luego para nombrar a un desconocido cualquiera, de quien se ignora el nombre: don Zut!; luego adaptada a la terminación de don Fulano y don Mengano. MENGANO, principios del siglo XIX, aparece ya en la forma Mancana en 1l94, y aunque es de procedencia incierta, es probable que salga del árabe man kan 'quien sea', que se empleó en el estilo notarial para reemplazar el nombre de un personaje olvidado. PERENGANO, 1884, viene, al parecer, de Perencejo, hacia 1870 (que todavía se emplea en muchas partes con el mismo valor), adaptado a la terminación de Mengano y demás. PERENCEJO saldrá de una pronunciación descuidada de Pero Vencejo (por el nombre de este enser rústico), empleada como apodo del labrador o segador típico.
-En Migraciones nos tentamos, como chicos. Nos queríamos poner serios y no podíamos; tampoco explicar. Nos dieron los papeles y llegamos a las carcajadas a la fila de la Aduana. Nos pidieron, obviamente, que abriéramos los bolsos, las mochilas, todo. Nos volvimos a tentar. Empezamos a sacar cosas. Pier sacó un pantalón piyama y encima tiró "frío, frío". Los tipos ni se sonreían. Tuvimos que deshacer las pelotas de las medias, "caliente, caliente", abrir el paquete de yerba. Nos hacían preguntas. ¿Usted tiene algo que le pueda comprometer?
Ni policías
ni
fronteras.
Taller Literario. Encuentros de leer y escribir.
Próximamente en su computadora.
Planean: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
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Para el extranjero
A pesar de que mencionas Venecia
guardándola en tu lengua
como el carozo de una fruta y yo digo: sí,
quizá Bucarest, ninguno de los dos
lo sabe en realidad. Sólo existe este tren
deslizándose a través de prados de nieve,
un trineo que desciende
hasta tocar sus enterradas vías.
Nos encontramos en la plataforma temblorosa,
los dientes rotos del viento hundiéndose en nosotros.
Desenvuelves tu puño de pan negro
y compartes conmigo el café
que se derrama en tus guantes.
Postes de telégrafo cortan los campos invernales
en trozos blancos, en cada ventana
la pintura tosca de una pequeña hacienda.
Escuchamos a las madres regañar
a sus hijos en inglés como si
no entendiéramos una palabra
sit still, sit still.
Hay pocos indicios para saber
dónde estamos: los fardos de trigo
desparramados como ataúdes perdidos.
Las lejanas y amarillentas luces de una cocina
suavizadas con aceite.
Por todas partes los colgantes alambres negros
extendiendo mensajes desde un lado
al otro del país.
Los hombres de cada frontera
saludando con la mano.
Frotando óvalos de aliento en las ventanas
para podernos ver, tocas
el vidrio tiernamente allí donde
mi rostro se refleja. Días después, me estás mostrando
fotos de una mujer y algunos niños
sonriendo desde las ventanas de tu billetera.
Evidencia de que en algún lugar
has construido una vida para ti.
Cada vez que el tren aminora su marcha
un hombre con nuestros rostros en los botones dorados
de su chaqueta pasa a través de los vagones
susurrando el nombre de una ciudad.
Cada vez perdemos gente detrás.
Cada vez vuelvo a encontrarte
entre los vagones
extendiéndome un pedazo de pan,
alguna bebida caliente hasta que ya
no hay más ciudades y me atraes hacia ti
deslizando tus manos en mi abrigo, diciéndome
tu nombre una y otra vez, apresurando
tu boca dentro de la mía.
Ninguno de nosotros tiene nada.
Nos la daremos el uno al otro.
De Carolyn Forché (Estados Unidos, 1950) consta
que publicó
Gathering the Tribes (premio para jóvenes poetas de la Univ. de Yale) y The
Country Between Us (Premio Lamont, Academy of American Poets). Enseña
en la Universidad de San Diego, colabora con numerosos medios literarios y
tradujo al inglés la obra de Claribel Alegría, Flores del volcán.
¿Qué tres lugares poco conocidos de su ciudad recomendaría a un turista?
Envíe sus respuestas a: niusleter@niusleter.com.ar
Fabiancito
Rodríguez, feliz cumple.
mei
Pier,
Nagu, Kanzas, y el Club del Pony.
Chevy Pérez
Emi Rodríguez Nuesch
Fede Merea
Banco Pelay, el colaless, y Paso Vera.
Lolo Jacobi
Bo-k-Sucia, Los Patitos, Chacota.
Santiago Bao
Luis Prieto
Ramón Peralta
A todas las personas que se suscribieron.
A los que mandaron buenas vibraciones.
Al agua de mar y de río.
En 60 palabras, las vacaciones ideales.
Cierro mis ojos y veo un auto mas o menos en buen estado, subimos y agarramos la Panamericana,derechito, todos dicen que tomando ese camino llegas a Estados Unidos, yo lo creo, no se cuanto tiempo llevara esta travesía pero es mi plan para unas vacaciones ideales, tardaremos unos años?, y si, si paramos para comer y para ir al baño, creo que si, un largo par de años.
Estela
La vacación ideal es la idea de la mejor vacación que se puede tener, es decir, el ideal que guía la idea genérica de vacación, a sabiendas de las diferentes ideas, preservando su unidad, que hace diferencia por sobre la homogénea capa de ideas acerca de lo que es una vacación ideal. Queda claro, como el agua de mar uruguayo.
e.o.
En Africa con vos y tus ojos claros.
M
… jugaba con mi hijo colocando los clavos enormes, nuevecitos y brillantes que caían de la casa de junto, en construcción -él diciéndome que no había derribado nada con mi corcholata/proyectil -me adentré entonces (pasionaria) paso enérgico de la pierna derecha descalza- para sentir que algo me había traspasado. Sin dolor. Sólo la conciencia inmediata… ¿vacaciones ideales? únicas si, indudablemente.
Araceli Zúñiga
Vacaciones ideales: Todas lo son. Lo ideal es estar de vacaciones, si es
posible, indefinidamente... Me gusta la playa, mujeres, libros, hormigas.
También puede ser escalar un cerro.
Pedro
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