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-espejo de agua, salpica-
# 141
"Te sacudes de encima la limpieza azul. Estás lleno de cloro, suave y resbaladizo, reblandecido, con las yemas de los dedos arrugadas." David Foster Wallace
"Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.
Gracias doy a tus aguas porque en ellas
mis brazos todavía
hacen ruido de alas."
Héctor Viel Temperley
ÍNDICE
PROSA | El nadador
| John Cheever |
ETIMOLOGÍA | Parecer |
TALLER
LITERARIO
| Guardacostas |
AGRADECIMIENTOS
ENCUESTA
POEMAS | Los
espejos
transparentes | Gabriel Celaya | Nadador | Juan F. García |
GRAFFITTI
ENLACES | Color
y vida |
RESPUESTAS
| Trueque |
SUSCRIPCIONES
CONTACTO | niusleter@niusleter.com.ar |
Era
uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
-Anoche
bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses
que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se
debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en
la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar
del día siguiente.
-Bebí
demasiado –dijo Donald Westerhazy.
-Todos
bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
-Seguramente
fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.
Esto
sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un
pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde
claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos,
desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco
que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa.
Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del
agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un
hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si
bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su
baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita,
que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del
café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien
no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión
de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba
estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los
componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer.
Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se
levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro
hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis.
Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su
casa por el agua.
Su
vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía
explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo,
esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el
condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna;
en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban
las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una
indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día
hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su
belleza.
Se
quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un
inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó
una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro
brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de
la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la
domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este
deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era
usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no
tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría
deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era
posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la
escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde
iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los
únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar,
pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los
Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la
propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los
Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los
Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El
día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de
agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía
exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un
camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un
explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del
camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó
un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los
Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que
albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
-Caramba,
Neddy –dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la
mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una
copa. –Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que
tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias
de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse
grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó
la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos
después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían
de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse
discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto
espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer.
La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no
pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas
abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de
salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse
a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una
fiesta.
El
agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el
aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos
peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta
hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que
flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las
orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de
las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían
ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de
entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del
regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la
escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se
tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno.
Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
-¡Oh,
vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me
dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. –Se abrió paso
entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al
bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o
diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman
sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una
ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar,
evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió
verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con
el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los
Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el
sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único
motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a
la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido
brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que
provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la
retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó
entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de
pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo
viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito,
y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy,
donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The
New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban
abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio
la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían
salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre
una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado
con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un
vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado
casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en
ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría tormenta. [...]
No se quede en el borde: El nadador sigue por acá
John Cheever (biografía, libros y un extracto de sus diarios).
PARECER,
hacia
950. Del latín vulgar, *PARESCERE, derivado de PARERE 'aparecer', 'parecer',
que expresaba especialmente el comienzo de esta acción. Sustantivado hacia
1575.
DERIVADOS. Aparecer, hacia 1140; aparecido. Aparente, principios del S. XV, tomado del latín apparens, -entis, ídem, participio de apparere 'aparecer': apariencia, 1560, antes aparencia, siglo XV, latín apparentia; aparentar; aparición, 1495, latín apparitio; desaparecer, S. XIII, desaparición. Comparecer, hacia 1600; comparecencia, compareciente, comparendo, latín comparendus 'el que debe comparecer'; comparsa, 1737, del italiano comparsa 'acción de comparecer', de donde 'grupo de gente que se presenta disfrazada’, después singularizado. Tra(n)sparente, 1444; tra(n)sparencia; tra(n)sparentarse.
Glup... glup...
glup glub...
glub...
glub glup glup glub... glu... gl gl...
No se ahogue.
Taller Literario.
Encuentros de
leer y escribir.
Hacen la plancha: Fernando Aíta y Alejandro
Güerri
Y, próximamente, pelopincho literario.
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Los espejos transparentes
Uno dice lo que dice, mas no dice lo que piensa.
Los espejos no reflejan: transparentan.
Todo mira fascinante de frente, pero no existe.
Todo vuelve por detrás y es lo real, invisible.
En lo que veo, no veo; en lo que no veo, creo;
en toda imagen apunta una múltiple presencia,
palpitante intermitencia del corazón: confusión;
y así me siento indeciso como un pobre hombre perdido,
como tú que ¿quién eres?, como yo que ¿quién soy?
Los espejos que me escupen hacia fuera, y hacia dentro
me proponen transparencias de distancias y silencios,
deben ser, quiero que sean, para mis obras ejemplo,
con mucha luz hacia fuera, con más secreto hacia dentro.
Juego al juego, sí, con trampa, como hay doblez en los versos.
Así se cuentan las cosas que nos pasan cada día,
y bien contadas parecen fascinantes y sin alma.
Si se piensa, nada es lo que se ve en el espejo.
La luz grande es un abismo y un estúpido misterio.
Gabriel
Celaya nació -bajo el nombre de Rafael Múgica- y murió en España.
Vivió entre 1911 y 1991. Fue ingeniero, hasta 1956, y fundó
Norte, una colección de poesía. Tradujo a Rilke, Blake, Rimbaud y Eluard. Publicó
Marea de silencio en 1935, Las cartas boca arriba, Cantos
iberos, De claro en claro, Canto en lo mío, Plural, Casi en prosa, Buenos
días, buenas noches y Penúltimos poemas. Además, teatro, narrativa, ensayos y
libros para chicos.
Nadador
Un nadador pasa.
La corriente de plata en su espalda
y yo, que desconozco de la elasticidad
su tono, admiro un cuerpo
dado a desplegar como pájaro
brazos -alas y aire- agua.
Intensa lucha por llegar
o placer ante la infinita inmensidad
del azulejo celeste.
Las ondas
que al pasar deja su juventud
entre vahos clorados.
El otoño
es más bello y agradable
entre el oro
y este cielo que junto
con mis manos:
la aventura y la belleza, hermanadas.
Juan Fernando García (Necochea, 1969) publicó La arenita y Todo -de ahí este poema. Es jefe de redacción de la revista de arte Canecalón, coordinó ciclos de lectura y da talleres. Vive en Buenos Aires.
"Menos cárcel y más trabajo". En El Salvador y Uriarte.
"Joven argentino:
no seas rosa.
Sé sangre"
Visto en Godoy Cruz y Honduras.
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Y también: ¿Usted qué quiere cambiar y por qué?
Doy mi reino por un príncipe
Permuto inteligencia por sabiduría
Cambio tristeza en mal estado por felicidad a estrenar
Lady Mik
Canjeo caballo con un caballo de fuerza por médico de cabecera con buen respaldo.
un presidente norteamericano déspota, hegemónico y abyecto por un mandril en celo. Pago diferencia.
desarollo industrial por relaciones carnales con los grandes capitales.
una precaria situación laboral, por una situación de pleno desempleo en favor de los grandes lobbistas. Eso es Pro.
autoestima y dignidad por la sensación de inutilidad e impotencia para la gente de más de 30 años. Eso es PRO
Pablo S. Iglesias
Una bolsa llena de llavecitas de alambre para latas de picadillo por una caja de Curitas.
Marcelo Daniel
Pilar Lagos, feliz cumple.
Luciano Cánovas, grandes 2 años
Chevy Pérez y
Campa y
Joty Otero, felicidades.
mei
Mona Segade
Lucio
Castro
Julio Peralta
Diana Lenton
Viviana Rosenzwit
Miguel Ruiza
Natalia
Cánovas
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Juan Carlos Igareta
Emiliano
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Griselda García
Emi y Gabi
Revistas: La A, Alma Zen de ideas, Confusión, Mitadesemana, Agarrála y Sideral
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