~
s l t r u e ñ e
-canje literario-
# 140
Paisajes
Se pueden ver a lo largo de toda Cuba.
Verdes o rojos o amarillos, descascarándose con el
y el sol, verdaderos paisajes de estos tiempos
de guerra.
El viento arranca los letreros de Coca-Cola.
Los relojes cortesía de Canadá Dry están parados
en la hora vieja.
Chisporrotean, rotos, bajo la lluvia, los anuncios de neón.
Uno de Standard Oil Company queda algo así como
S O Compa y
y encima hay unas letras toscas
con que alguien ha escrito PATRIA O MUERTE.
Heberto Padilla
"No quiero pasar por inocente
y me pinto ojeras con corcho quemado".
Jorge Aulicino
ÍNDICE
PROSA | Parábola
del trueque | Juan José
Arreola
|
ETIMOLOGÍA | Trueque |
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ENLACES | Poema de Day Lewis |
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Al
grito de "¡Cambio esposas viejas por nuevas!" el mercader
recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las
transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos.
Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero
nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro
quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como
candeleros.
Al
ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del
traficante.
Muchos,
quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su
esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no
era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella
estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre.
Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la
conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle,
el mercader lanzó por último la turbadora proclama: "¡Cambio
esposas viejas por nuevas!". Pero yo me quedé con los pies clavados en el
suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo
respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía
y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por
qué no me cambiaste por otra?- me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más
hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados
y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña
isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un
gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres
pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes
a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los
maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo
sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del
vecindario, y riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me
pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de
eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más
silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme
contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más
estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de
unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me
ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de
otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de
todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba
en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos
rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas
economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y
me echaba la culpa de todo. Yo perdía la
paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo deseaba de todo corazón
qué volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse: La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena, mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara
de todas, como si
entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron
unos a tros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles
sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió al relucir la verdad, y
cada quien supo que había recibido una mujer
falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, esa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
Juan José Arreola nació en 1918 en México, cuarto hijo de catorce. Estudió hasta tercer grado y a los doce empezó a trabajar de encuadernador. Luego, vendedor ambulante, periodista, cobrador, panadero, comediante, profesor de historia. Estudió teatro en México y en París, y a su regreso se desmpeñó como corrector y traductor. Publicó en diarios y revistas hasta que en 1949 una beca le permitió editar una recopilación de cuentos: Varia invención. Más tarde: Confabulario (1952), Bestiario (1959), La feria (1963), Palindroma (1971). En 1992 ganó el Premio Juan Rulfo.
TROCAR,
verbo, 1335. Voz esencialmente propia del castellano y el portugués, aunque
también existe desde antiguo en francés, inglés y gascón. De origen
incierto. Probablemente es la misma palabra, con sentido más primitivo, el
catalán y occitano trucar 'golpear, chocar', por el choque o apretón de
manos simbólico en el momento de concluir un trato o trueque. El trueque en la
sociedad rural y primitiva, en efecto, es el contrato por excelencia. Trucar es
verosímil que sea palabra onomatopéyica, más bien que germánica, como
creen otros.
DERIVADOS.
A la trocada; a la trocadilla. Trocado. Trueco, 1335 (troco). Trueque,
1495. Trastrocar, hacia 1540, de donde trastocar, S. XIX; trastrueco
o trastrueque, hacia 1600. Truque (juego de naipes), 1739, del
catalán truc ídem, 1443, derivado
del citado trucar 'golpear', de donde 'golpear en el truque'. Truco
(juego), 1611, del italiano trucco, 1598 (por los golpes de las bolas); retruco,
1739; retrucar; luego 'replicar', siglo XVI.
COMPUESTOS. Trocatinte, 1495. Truquiflor, de truque y flor.
Cambie los puntos suspensivos del tedio por un paréntesis de locura.
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Arbolitos: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
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Ellos
Ellos, esos "ellos" sin nombre,
me derribaron
pero me levanté
siempre me levanto...
Y maldije cuando me caí
muchas veces soporté la caída;
nadie mueve a una montaña salvo ella misma.
A ellos, hace mucho los llamé yo.
Gregory Corso nació en 1930 (Nueva York) y murió en 2001. Infancia en orfanatos, adolescencia en cárceles. Obrero, periodista, marino y poeta. Formó parte de la generación beat, junto a Ginsberg, Kerouac, Burroughs y otros. Algunos de sus libros: Gasolina (1958), Feliz cumpleaños a la muerte (1960), Sentimientos elegíacos americanos (1970), Huevo terrestre (1974) y la antología Campo mental: poemas nuevos y escogidos (1989).
"Fuera Bush acesino de Argentina." En Casella Piñera y Belgrano, Sarandí. Visto por Nahuel Valcarce.
"Fuera Bush genocida rastrero fuera de Argentina." En Baradero al 4700, Domínico. Lo vio Fernando A.
A propósito, vea el poema de Cecil Day Lewis en Ñusleter #28
RESPUESTAS | Palíndromas |
Dábale arroz a la zorra el abad
Eureka,
y también Hilario
se van sus naves
Pablo S. Iglesias
Allí tápase Menem esa patilla.
Tatu Feune de Colombi
¡Río, sé saeta! Sal, Sartre, el leer tras las ateas es oir. (Alatorre)
Etna da luz azul a Dante. (Alatorre)
Somos laicos, Adán, nada social somos (Illescas)
Acata, sale, salta, acude, saeta afromorfa; Ateas educa, Atlas, el as ataca. (Illescas)
Si no da amor alas, sal a Roma, Adonis. (Illescas)
No me ve, o es ido Odiseo, Evemón? (Illescas)
Átale, demoníaco Caín, o me delata. (Cortázar)
Asirnos a la sonrisa
¡Zapato rojo! ¡ojo!: rota paz!
Ateo Poeta
Naves se van
Ya hallará manera; arena, mar, allá hay
Supo odiar ese raído Opus
...O Napoleon o el opa, ¿no?
Oir es Serio
Alba hay; ¡Ya habla!
¡Sanó Jonas!
Alá usa su ala
Orbe ¡oir!; luz azul, rio Ebro...
¡Ay!; ¡Orto!, ¡Troya!
¿O leí hada, Hielo?
Tupac o Caput
Alba hada, Venus, o su nevada habla
¡Razonó Zar!
Adán al Aquerón; y Noreuq ¡A la nada!
(por mas que resulte una excusa inverosimil para redondear la palindroma, me consta que el nombre Noreuq existe)
Tomás Martínez
Nahuel Valcarce
Julián Cánepa
Pablo Bustillo
Lucio Castro
Manuel Chao
Luz y Albita
Hebe Uhart
Liliana Migliore
Anía Sambuco
Wara
Alberto Chamorro
mei
Mona Segade
Laura y Patricio
Feliz cumple, Mariano.
Edu González
Ciudad
de Rosario
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