Ñ o    L e t e r

 


-gauchito de literatura-

 

# 130

 

 

 


 

"Su servidor y él estaban tan unidos, dependía cada uno a tal punto del otro, que se los habría podido calificar de cuadrúpedo." Georg Christoph Lichtenberg

 

"Galopábamos por una huella que poco a poco se fue perdiendo, hasta dejarnos entregados al campo raso, sin más indicio de rumbo que el instinto de mis acompañantes." Ricardo Güiraldes

 


 

ÍNDICE

 

PROSA | Las doradas colinas de octubre | Juan José Manauta |  
DEFINICIÓN | Andar en desgracia | Matreriar |
TALLER LITERARIO | Vacaciones |
ENCUESTA

PROSA | Macachines | Fray Mocho |  
ENLACES | Satélite | Muestra gratis |
RESPUESTAS
AGRADECIMIENTOS
SUSCRIPCIONES

CONTACTO | niusleter@niusleter.com.ar | 

 

Ñusleter 24hs

 


 

PROSA

 

Las doradas colinas de octubre

 

Después de la derrota junto al arroyo Don Gonzalo, el general Ricardo López Jordán se retiró (o huyó, decían algunos), con los pocos hombres que podían andar o cabalgar, hacia el Norte, y fue a parar solo, decían, habiendo cruzado como pudo el río Uruguay, a Santa Ana do Livramento, Brasil. Nosotros, en cambio, tiramos hacia el Sur, con casi nada del batallón, después que la primera y la segunda compañías fueron deshechas. Buscábamos la tierra natal, la primavera y la niñez, las doradas colinas de octubre, por estupidez más que por añoranza. Nada que valiera algo teníamos allí que cobijar, nada que nos perteneciera. Éramos nosotros pertenencia de un pago arisco en esos días y de una tierra fértil como pocas, a la que nunca habíamos cultivado ni pisado jamás su buena hierba, ocupados desde muy jóvenes en una guerra salvaje y más sangrienta que inútil.

Cuando llegamos al límite del departamento de Gualeguay, el mayor Ponciano Alarcón, nuestro jefe, licenció por dos semanas (un decir, una orden postrera, más aparente que real) a unos hombres castigados en su moral, algunos heridos, muertos de hambre, rotosos, sucios. Parecerá mentira, pero muchos de ellos cumplieron la orden, volvieron a filas. La idea federal tendría mucho que agradecerles, pero nunca lo hizo. El teniente Dionisio Hereñú se separó de nosotros en Nogoyá, y como era de Ubajay, rumbeó hacia el Norte, sin escolta, vestido de paisano y con la manda de no dejarse atrapar. A cualquier costo debía formalizar un enlace con López Jordán allí donde lo hallase. Conocíamos el área que los porteños ocupaban, no obstante que se agrandaba como una mancha de aceite, pero la gente civil los hostigaba y les negaba su ayuda. Eso los ponía furiosos, carentes de todo, y los convertía en un peligro letal donde se los topase. De ahí tantas precauciones.

 

I

—No me apunte, Juvencio. No siga... Dos caños de una misma escopeta recortada miran su nuca.

Juvencio debió de reconocer al Mayor y dijo:

—Los de la estancia rondaban por aquí antiyer —y bajó el arma.

—Me parece que los gringos matones de la estancia que usted vio —dijo el Mayor don Ponciano Alarcón— no eran “de la estancia”, sino porteños sueltos o desertores.

—No estoy seguro —dijo el llamado Juvencio: para mí, todavía, un cazador matrero, muy bien armado.

El Mayor se apeó y extendió la mano hacia el hombre. Se saludaron, muy confiados los dos, pero yo, durmiendo el sueño de la liebre detrás de un chañar, seguí apuntando a la cabeza del tal Juvencio. El Mayor imitó al hornero y yo enfundé.

—Venga, soldado. Es un amigo —dijo el Mayor. Sólo entonces el llamado Juvencio se dignó mirar atrás y considerarme.

El Mayor volvió a montar. También yo. Los tres empezamos a orillar el río hacia el Sur. No faltaba ni media legua (en línea recta, se entiende) para la desembocadura del Gualeguay. Juvencio iba adelante con todas las pruebas de su delito a la vista: dos burros patrios, faltantes vaya a saber de qué unidad militar, cargados de pieles de nutria y de carpincho, cuya caza estaba prohibida.

Los tres íbamos hacia la Boca. Allí Juvencio esperaba encontrarse con su mujer y embarcar las pieles. Nosotros, descansar y aligerarnos de la derrota. El venía desde los bañados del Sureste cuando se le aparecieron como dos sombras los forajidos, porteños o guardabosques de la estancia Morro. Juvencio se quedó quieto y echó sus burros. Esperó un día entero antes de salir al albardón y hacerse ver, pero ya precavido. Dos días más tarde, nosotros dimos con los porteños o quienes fueran... No nos sobró tiempo para interrogarlos. Allí quedaron. Los arrastramos hasta la maciega donde se fueron hundiendo de a poco. No llevaban papeles, pero las armas que portaban y parte de la ropa que vestían nos hicieron sospechar que eran soldados de Buenos Aires. Nos quedamos con las armas (por primera vez veía una Remington). No llevaban nada más que valiera la pena. Ni qué comer. Iban, pues, a matar o a morir (más bien a morir) de angurria, si antes no encontraban a quién jorobar.

Para toda esta información, el Mayor y Juvencio no habrán gastado más de veinte palabras cada uno.

—...y hablando de esos dos muertos de hambre, ya fueran gringos o porteños —dijo el Mayor—, nosotros llevamos charque y galleta barquera.

—Yo tengo pescado en sal —dijo Juvencio—. No galleta. Pero en su rancho de la Boca hay harina que yo dejé el mes pasado.

—Amasará Martín —“Martín” y no “el soldado”, dijo esta vez el Mayor.

—También hay grasa de pella —dijo Juvencio, con su sonrisa oblicua, mirándome. Después, tironeó de sus burros.

Íbamos en fila india, porque allí el albardón se estrechaba y los caballos resbalaban hacia el malezal. Sobresalientes en el combate, esos caballos, que no les temían ni a las balas de cañón, parece mentira, se espantaban de una culebra y hasta de las inocentes lagartijas del monte blanco. Por eso ellos mismos buscaban el medio del camino, siguiendo a los burros. Imitábamos dócilmente los vericuetos de las arboledas y el juncal.

Al llegar a la boca del río, las costas se elevan, pero el junco y la cortadera todo lo confunden. No se sabe bien dónde terminan los bañados y su mezcladura con el cielo y dónde comienza lo que se dice el río. Era una bendición que nos encabezara Juvencio. Única señal de buen rumbo, se erguía el techo pajizo del rancho lacustre del Mayor, que se nos mostraba a cada subida de la senda.

Para llegar al rancho mismo, había que dejar decididamente el albardón, infringir nomás bañado y pajonal y subir después a un alto bien apisonado, en cuyo centro se había poblado sobre pilotes de lapacho.

Desmontamos.

Lo primero que hicimos, atardecido ya, con ayuda de Juvencio, fue armar un piquete en un limpio bien cercano a la parte trasera del rancho, con palos de sauce y de laurel. Ahí los caballos podían ramonear a gusto, sin peligro de que la paja brava les injuriara el hocico.

Descargamos.

Juvencio ató sus burros a soga fuera del corralito, donde ya habíamos metido los caballos, dos ensillados.

—Los burros serán burros —dijo el cazador—, pero no muerden la cortadera.

El Mayor y yo nos quedamos abajo escuchando ese silencio de no creer que a la tarde aparenta venir, atravesando el río, desde Las Lechiguanas. Su magia nos envuelve y nos distrae. Demasiado silencio... Juvencio, en cambio, subió las escaleras para abrir el rancho. Iba armado. Él era dueño y señor (me di cuenta) en ausencia de don Ponciano.

Alguien abrió la puerta desde adentro y asomaron dos fusiles; enseguida, dos hombres, y acribillaron a Juvencio. Yo me tiré al suelo y disparé al montón (no les di tiempo a desplegarse), hacia los hombres, con mi tercerola. Empezaban a desplomarse, segados por la munición, cuando el Mayor también les hizo fuego. Los dos corrimos a atender a Juvencio, que ya estaba muerto.

En ese momento no nos interesó saber si los que acabábamos de matar eran porteños o gringos pistoleros de la estancia Morro. [...]

 

 

Para leer el final de la historia, pique acá

 


Juan José Manauta nació en Entre Ríos hace una punta de años. Estudió Letras, que nunca ejerció, en la Universidad de La Plata. Sí, periodismo y otros oficios varios. Publicó libros de cuentos (Los degolladores, Colinas de octubre, Disparos en la calle), novelas (Las tierras blancas, Los aventados, Puro cuento) y poesía (La mujer de silencio, Entre dos ríos). Vive, en Buenos Aires. 

a Tope


 

DEFINICIÓN

 

matreriar: vagabundear cometiendo fechorías.

 

andar en desgracia: o haberse desgraciado: es eufemismo criollo en que se ampara el que ha cometido homicidio.

 

SEGOVIA, Lisandro, Diccionario de argentinismos (1911)

 


 

TALLER LITERARIO

 

-Para celebrar todo lo bueno del año que acaba de terminar y prepararse para todo lo bueno de éste que comienza, dedicaremos una semana a la reflexión, el exceso, el hacer huevo y varios eventos sociales de índole diversa. Felices vacaciones de invierno, y no mate a los niños que inundan la ciudad.

 

Taller Literario. Encuentros de lectura y escritura.

 

Descansan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri

 

¿Qué más le podemos decir? 

4896 0140 | 4205 4284.
niusleter@niusleter.com.ar

 

 


 

ENCUESTA

 

¿Puede en 60 palabras dar una mala noticia sin ser muy bruta/o?

 

Envíe a: niusleter@niusleter.com.ar

 


 

PROSA

 

Macachines

 

    Ño Ciriaco decía que allí, en las tierras bajas, no había hospitalidad ni familia, que el hombre era una fiera, y no me costaba trabajo creer en su afirmación: el aislamiento, indudablemente, embrutece.

    No obstante, en las tierras altas presencié una noche una escena, que conmovió hasta mi última fibra: en ella vi de cuerpo entero al gaucho de mi tierra, noble y generoso, al que ha hecho la patria con su esfuerzo, altivo, al hijo modesto de nuestros campos, que "es el último en la paz y es el primero en la guerra", como dice con amarga verdad uno de sus cantares melancólicos.

    Allí estaba ante mí, de pie, y en su fisonomía enérgica y varonil le encontraba rasgos de aquellos caballeros nobles hidalgos que dieron a la palabra caballero la armonía y el prestigio que el mercantilismo moderno no ha podido empequeñecer.

    Era una noche de luna, quieta, apacible y templada, en que hasta la brisa pasaba en silencio como si temiera turbar aquella calma imponente del campo desierto.

    La luz tenue y azulada parecía cernirse sobre las cuchillas, cuyas laderas se veían como moteadas por el venenoso mío-mío, que crece en manchones y destaca su ramaje oscuro, sobre aquel manto de verdura, cuyos matices imperceptibles necesitan el sol para acentuarse y mostrar todo el esplendor de su variedad y su belleza.

    En surcos que se retuercen y se ligan hasta fundirse en una masa homogénea, se la veía bajar silenciosa a las hondonadas, dando un tono común a las cuchillas, a las laderas y a los bajos, aumentando la inmovilidad del paisaje.

    Por la puerta del rancho -que estaba abierta veía allá a lo lejos un tala que recortaba su copa verdinegra sobre la llanura blanquizca, el cardal que rodeaba la casa y por entre lino de sus claros un ramblón del arroyo que brillaba sin reflejos, como un espejo que estuviera cubierto por una gasa, y luego mi caballo atado a soga, que habiendo dejado de comer, estaba con el cuello estirado, la cabeza levantada y una pata medio recogida, como con pereza.

    Todo era inmovilidad, quietud, sopor, hasta la imaginación parecía influenciada por aquel medio, y permanecía tranquila, como para no interrumpir el concierto de la luz y de la brisa.

    Mis huéspedes -un matrimonio setentón y un muchacho huesudo y musculoso, que era su hijo rodeaban el fogón, formado por un hoyo desplayado, cavado en medio de la pieza que servía de cocina, y era habitáculo también de enormes cucarachas y ratones, que pasaban tranquilos sobre los tirantes, con esa despreocupación de los propietarios que ya no temen las veleidades de la suerte.

    El mate circulaba de mano en mano con una precisión cronométrica, mientras en el asador chirriaba un medio costillar de vaca, cuya grasa, al destilar de a gotas sobre el fuego, levantaba pequeñas llamas azuladas que iban, fugaces, a alumbrar débilmente las paredes ennegrecidas por el hollín, quebrándose, ya en el cabo de una tijera de esquilar clavada en el quincho, ya en la argolla de un lazo que pendía de un tiento en unión de las boleadoras y del rebenque de cabo trenzado y con virolas de plata, que se conservaban como un tesoro.

    A cada titilación del friego, el perro favorito que -previas unas diez vueltas circulares con la cabeza casi pegada a la cola- se había echado a la derecha de su amo, abría un ojo, lanzaba una mirada perezosa y soñolienta al asador y un gruñido a las pulgas que le fastidiaban y volvía a amodorrarse, esperando su parte en el asado.

    De vez en cuando llegaba a nuestro oído el balido de alguna vaca que llamaba a su cría allá a lo lejos, el mugido perezoso de algún buey que buscaba a su compañero, echado en alguna hondonada pastosa, rumiando despacio las yerbas fragantes almacenadas durante el día, o bien el grito entrecortado de los teros alarmados por algún peludo, merodeador de macachines y bibíes, o por el trote disimulado y temeroso de algún zorrino o comadreja, grandes piratas de la maleza, siempre a caza de nidales sin vigilancia.

    De repente el perro levantó la cabeza, movió las orejas, y se quedó inmóvil, mientras el viejo -su rival en buen oído- decía:

    -¡Anda gente... viene para acá!

    Y volvimos a caer en el silencio, a la espera de los viajeros nocturnos, raros por cierto en aquel rincón apartado.

    El perro se puso de pie y silencioso salió a la carrera, con el pelo del lomo erizado y la cola gacha, para disimular su volumen a la vista de un observador cualquiera: iba de avanzada a hacer un reconocimiento y tomaba sus precauciones.

Pronto oímos sus ladridos furiosos y entrecortados, como si al lanzarlos saltara, y el galope apresurado de un caballo que venia jadeante.

    Y salimos al patio, a tiempo para ver al nocturno visitante, que avanzaba impasible a todo lo que daba su caballo, mientras el perro corría a su lado ladrando y como queriendo cerrarle el camino.

    Luego que llegó a nosotros se detuvo de golpe y exclamó:

    -¡Güenas noches les dé Dios…, señores!

    -¡Güenas noches, amigo -dijo mi huésped-, abajesé, si gusta!

    El visitante afirmó una mano en la cruz de su caballo y se tiró al suelo, boleando el cuerpo y conservando en su mano una de sus riendas: el caballo, que era un oscuro, no tenía más que el bozal, el freno y un cuero de carnero, por todo apero.

    -Señores -dijo con voz segura-, soy un mozo que anda en desgracia y busco un hombre que me ayude… -¡Mande, amigo, y si se puede...

    -¡Mi caballo está aplastao y me sigue una partida!

    -¡Che! -dijo el viejo dirigiéndose al muchacho y con un sentimiento de delicadeza y previsión de que después me di cuenta -andá, monta en aquel que está a soga -y señaló mi caballo- y tráite el colorao grande.

    -¡Qué muente en éste, señor!

    -¡No, amigo: un hombre en la mala no debe quedarse a pie!...

    Y el viejo gaucho me miró, como diciendo: "esto no es nuevo para mí; ¿quién no ha sido medio matrero en su tiempo?", mientras apaciguaba al perro que, con el lomo erizado y la cola enhiesta, daba vueltas a nuestro alrededor, gruñendo.

    Luego entramos los tres a la cocina, después de haber el matrero acercado su caballo a la puerta del rancho, poniéndole las riendas en el pescuezo para evitarse demoras en caso de una sorpresa, y la dueña de casa, previa la contestación a su saludo, le alcanzó el mate, que el hombre tomó con verdadera fruición.

    A la escasa luz del fogón, yo lo veía.

    Era un hombre alto y delgado, ancho de pecho y espalda, a estar a lo que diseñaba el poncho de lana con pretensiones de vicuña que lo cubría. Por bajo del sombrero chambergo de felpa -medio verde por el uso- brillaban dos ojos negros, chiquitos y vivos, más bien de expresión picaresca, sombreados por unas cejas negras y pobladas que se unían sobre la nariz fina, de corte aguileño no muy pronunciado, que era la mayor prominencia en una cara más bien larga, angulosa y encuadrada en una barba escasa y descuidada.

    Sus pies descalzos se revelaban de domador: combados hacia adentro y con los dos primeros dedos, gordos y macizos, separados a fuerza de apretar la estribera; una de las piernas la cubría un calzoncillo de puño prendido sobre el tobillo, mientras la otra lo ostentaba arremangado sobre la rodilla.

    Concluyó el mate y dijo mirando al asado:

    -Hace dos días que no como ni duermo. ¡me ha tenido mal la polecía!

    -¡Hum!... -dijo mi huésped, qiie parecía no gustaba saber de vidas ajenas.

    -Estábamos en un baile y pelié con un sargento. ¡Pobre... quedó junto a unas vizcacheras!

    -¿Lo dejó boca arriba? -dijo el viejo lentamente, como temeroso de haber dicho una imprudencia.

    -¡No, señor, lo di güelta!... -y el gaucho bajó la vista como por modestia.

    -¡Más vale así!... -y encarándose conmigo para darme una lección- el que deja un dijunto boca arriba es al ñudo que matreree: ¡tiene que cáir! ¿Y aura qué va a hacer, amigo?... ¡y perdone!

    -¡A matreriar, señor..., hasta que me compongan!

    El asado estaba a punto y la dueña de casa, inclinándose sobre el fuego, desclavó el asador y lo dio a su marido que vino a clavarlo cerca de la puerta mientras ella alcanzaba el viejo porrón que contenta la salmuera y el plato de lata con unas cuantas galletas.

    Rodeamos el asador, y el viejo, viendo que el matrero no hacia ademán de cortar, se fijó en él y habló algo con su mujer, que, a poco, volvió con una cuchilla enorme metida en su vaina correspondiente: tomándola él, se la pasó al hombre desarmado, diciéndole:

    -¡Tome amigo y que sea pa güeno! Una chispa brillo en los ojos del gaucho, que exclamó:

    -¡Bien aiga, don...! ¡Con ésta y el flete, ni aun- que sea contra el ejército e liña...! ¡Porque, eso sí..., a mí no me agarran vivo!

    Se conocía que el hombre habla criado confianza en el porvenir al sentir entre sus dedos aquella hoja de acero: el arma era para él la vida.

    Llegó el muchacho con el caballo: nuestra cena habla concluido.

    El campo seguía silencioso y tranquilo: no se movían ni las pajas.

    Salimos al patio y el matrero miró de reojo el caballo que se le daba: con una mirada conoció sus cualidades.

    -¡Este pingo -que le dejo, don…, es güeno, mejorando lo presente! ... Tengameló sin cuidado que naides lo conoce... yo he de volver alguna vez y... ¡que Dios le pague lo que ha hecho hoy por mi...!

    El hombre estaba emocionado y para disimular su emoción saltó al caballo y partió al trote, sin decir ni adiós: quizás llevaba en la garganta uno de esos sollozos que son verdadera angustia.

    El viejo volvió a la cocina seguido por mí y luego que estuvimos sentados, dijo, con calma, sereno:

    -¡Es triste tener que juir y buscar la soledá...! ¡El hombre se hace una fiera!

    -¿Por qué no le preguntó el nombre?

    -¿Pa qué...? ¡Con saber que es un hombre... ya está!

    -¡Convenido! ... ¡Pero ayudar así a un desconocido, quizás un pillo...!

    -¡Una mano lava la otra y las dos lavan la cara...! ¡Yo sé lo que es eso, señor... no siempre he sido osamenta!.

    Y miró a su vieja compañera, como evocando cuadros de una vida ya lejana, perdidos, borrados por el tiempo, pero siempre queridos.

    Y volvimos a caer en el silencio dominador de la llanura, mientras, allá a lo lejos, se oía el grito de un chajá dando quizás el quién vive al gaucho que, cauteloso, vadeaba el arroyo que serpenteaba entre las colinas, manso y callado.

 

 

 

José Sixto Álvarez, "Fray Mocho" (1858-1903), nacido en Gualeguay, Entre Ríos trabajó como periodista en varios diarios. Usaba otros seudónimos: Nemesio Machuca, Fabio Carrizo. Dirigió la revista Caras y Caretas. El cuento arriba transcripto, es el capítulo 5 de su libro Un viaje al país de los matreros. Más títulos: Esmeralda, Memorias de un vigilante, En el mar austral, Vida de los ladrones célebres de Buenos Aires y sus maneras de robar, Cuentos. 

 

a Tope


 

ENLACES

 

Mapas satelitales del mundo (vea su terraza)

 


 

RESPUESTAS

 

Tormenta de la mente. 

El Depto. de Marcas y Registros solicita: 

¿Puede proponer cinco nombres para analgésicos? 

 

Propondría estos nombres y si existiesen me los tomaría y los recomendaría sólo por el nombre, sin importarme si hacen efecto o no: 1.Cefalex 2.Dolorsem efue 3.Calnfep 4.Xujeb (si es una empresa china) 5.Derfamp

Pablo Calderón

 

Cinco buenos nombres serían: "Chaupain", "Doloroff", "Ultraspirina", "Mejorar", "Activall"... de yapa "Energyn" (para no perderse ninguna salida), "Deportall" (para los dolores post deporte) y "Chiquipirina", "Adolescin" y "Sanababy" (para los más chiquitos de la familia!!!....).

R G L D

 

migrañol, tugrañol, grañosopiamitilsalicénico, ¡PAAAAAAAAARE DE ZUFRIIIII¡ Coxcomex

Pedro

 

DOLOROL, PYRENIT, THALAMED, KRISTENAR, ANSUFRYT

Raúl Vieytes

 

1- Sana-Sana 2- Culito de Rana 3- Si No Sana Hoy 4- Sanará Mañana 5- Sana-Sana Nueva Fórmula

Norah

 

1. Descalabrex. 2. Diotimol 3. Platónico. 4. Vacuo 5. Bundex

Tatu Feune de Colombi

 

a Tope


 

AGRADECIMIENTOS

 

mei.

Turco Etala, Pablo Dacal, Fede Merea, Topo Cunill, Gabi Massa.
Javier Adúriz. Mago Aíta, Carrara, Fiszman, Carlos Pereiro.
Cecilia Calandria, Alejandro, Cristian, César.
A los que vinieron.
Griselda García. Fernanda Nicolini.
 

a Tope
 


 

SUSCRIPCIONES

 

"Si reenvía este mensaje a 5 personas, en los próximos días usted será menos infeliz. Y recibirá una linda sorpresa.

Si reenvía este mensaje a 10 personas, en los próximos días será bastante feliz. Y no se sorprenderá de lo lindo.

Si reenvía este mensaje a 15 personas o más, en los próximos días usted será muy, muy feliz. E inmune a la envidia.

Si reenvía este mensaje a 0 personas, en las próximas décadas será menos y menos feliz. Y recibirá noticias chotas." 

 

Si no desea recibir Ñusleter,

visite nuestra página y reconsidérelo; si sigue emperrada/o, 

envíenos un mensaje con asunto "Ya Estoy Harto" a niusleter@niusleter.com.ar

Si desea recibir Ñusleter,  

y tener suerte en la vida,

visite nuestra página y

envíenos un mensaje con asunto "Yo También Quiero" a niusleter@niusleter.com.ar

 

a Tope


 

MÁS ÑUSLETER EN:

http://www.niusleter.com.ar