N u s ~ l e t e r
-social literario-
# 115
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"Uno nace hijo de un millonario, protegido desde la cuna contra aquellos infortunios, y no son pocos, que el dinero puede evitar o atenuar; otro nace miserable, para ser, cuando niño, una boca más en una familia donde las bocas resultan de sobra para la comida que puede haber. Uno nace conde o marqués, y tiene por eso la consideración de todo el mundo; otro nace así, como yo, y tiene que andar derechito como una plomada para ser al menos tratado como gente. Unos nacen en tales condiciones que pueden estudiar, viajar, instruirse, volverse (puede decirse) más inteligentes que otros que naturalmente lo son más. Y así por ahí adelante, y en todo...
Las injusticias de la Naturaleza, vaya, no las podemos evitar. Ahora las de la sociedad y de sus convenciones, ésas, ¿por qué no evitarlas?" Fernando Pessoa
"Allí donde un hombre ejerce su autoridad, hay siempre un hombre que la resiste". Oscar Wilde
POEMAS | El hombre al margen | Sobre los héroes | Heberto Padilla |
ENLACES | Libros y cine |
PROSA | El incidente | Carlos Pereiro |
DEFINICIÓN | Justicia | Injusticia |
TALLER
LITERARIO
| Feca |
El hombre al margen
Él no es el hombre que salta la barrera
sintiéndose ya cogido por su tiempo, ni el fugitivo
oculto en el vagón que jadea
o que huye entre los terroristas, ni el pobre
hombre del pasaporte cancelado
que está siempre acechando la frontera.
Él vive más acá del heroísmo
(en esa parte oscura);
pero no se perturba; no se extraña.
No quiere ser un héroe,
ni siquiera el romántico alrededor de quien
pudiera tejerse una leyenda;
pero está condenado a esta vida y, lo que más lo aterra,
fatalmente condenado a su época.
Es un decapitado en la alta noche, que va de un cuarto al otro,
como un enorme viento que apenas sobrevive con el viento de afuera.
Cada mañana recomienza
(a la manera de los actores italianos).
Se para en seco como si alguien le arrebatara el personaje.
Ningún espejo
se atrevería a copiar
este labio caído, esta sabiduría en bancarrota.
Sobre los héroes
A los héroes
siempre se los está esperando, porque son clandestinos
y trastornan el orden de las cosas.
Aparecen un día
fatigados y roncos
en los tanques de guerra,
cubiertos por el polvo del camino,
haciendo ruido con las botas.
Los héroes no dialogan,
pero planean con emoción
la vida fascinante de mañana.
Los héroes nos dirigen
y nos ponen delante del asombro del mundo.
Nos otorgan incluso
su parte de Inmortales.
Batallan
con nuestra soledad
y nuestros vituperios.
Modifican a su modo el terror.
Y al final nos imponen
la furiosa esperanza.
Heberto Padilla nació en Pinar del Rio
(Cuba), en 1932. Ocupó cargos diplomático en los primeros años de la revolución
cubana hasta que, en 1968, la edición de su segundo poemario, Fuera del Juego
(de donde los transcriptos), le valió la acusación de
"contrarrevolucionario". En 1971, fue preso y se retractó de lo escrito. Nueve
años más tarde pudo abandonar su país. Antes del exilio, publicó El justo
tiempo humano (poemas, 1962) y después, En mi jardín pastan los héroes
(novela, 1982). Murió en Estados Unidos en el 2000.
"Gorda: Gracias por este añito de tu amor. Sos más de lo que imaginaba. Chris". Pasacalle ubicado en Roseti al 200 (Chacarita).
Lecturas
abundantes para el verano
El incidente (fragmento)
Cuando acabó la primaria, se quedó solo. Como
los otros, había terminado la escuela más por tener donde comer que porque al
padre le interesara que aprendiera algo. De todas maneras no aprendió nada, no
se dio cuenta de nada, lo mismo que los otros. Escribían cosas en el cuaderno
que no significaban nada. Las maestras llenaban los boletines con el número
necesario e iban pasando. Comían y pasaban de grado. Comían y cada vez tenían
más hambre. Las maestras se ensuciaban los dedos con tiza y ellos trataban de
adivinar, por el olor que se colaba dentro del aula, qué les tocaba ese día,
aunque todo era bienvenido. Si hubiera sido por el padre se hubiese quedado ahí
toda la vida, pero no podía ser. Un día le dieron un rectángulo de cartulina, un
beso, y se terminó la comida caliente, segura. Ahora habría que conseguirla.
Y se quedó solo. A veces, por algo, recordaba, y le parecía
verse así, exactamente, todos yéndose y él parado en la esquina, solo, trece
años y solo. Algunos decidieron madrugar y empezaron a acomodarse en los
talleres navales, en las curtiembres, en donde podían. Otros decidieron cargar
en el bolsillo del pantalón la sevillana, que no mucho tiempo después cambiarían
por el revólver, y salían a la calle cuando los primeros se iban a dormir. Él no
quería ir a la fábrica, de eso estaba seguro, pero tampoco lo convencía la idea
de calzar un fierro con la posibilidad de terminar tirado en una zanja con un
balazo en la cabeza. Él lo que quería, si hubiera podido elegir, era pasarse
todo el día en el bar del Griego jugando al metegol, mirando los partidos de
truco, intentando que alguien le pagara un sánguche. El padre le hizo saber, con
un par de lonjazos rápidos, que tenía que ganarse la comida, no importaba cómo.
Se las empezó a rebuscar sin tener que correr riesgos.
Siempre alguien se descuidaba, siempre aparecía una vieja a la que se podía
empujar y arrebatarle la cartera. Pedía monedas, recogía la fruta picada de la
feria. Andaba todo el día por ahí hasta juntar algo y a la noche iba a jugar al
metegol, a joder a los muchachos grandes para que le pagaran el sánguche ese.
Jugaba con los que trabajaban y se burlaba un poco de ellos.
Los otros, sacudían la cabeza, sonreían apenas por un costado de la boca, y se
iban temprano. Él le dejaba lo que conseguía al padre y volvía.
—Benito, hoy vamos a reventar un almacén del otro lado de la
vía, ¿venís? —lo chuceaban. Sacaban el arma y jugaban a ponérsela en la mano—.
Dale Benito, no seas cagón, no va a pasar nada; nosotros somos muchos y el
chabón es un viejo choto —se reían los otros.
Ahí era él el que sacudía la cabeza y sonreía por el costado
de la boca, mientras evitaba el contacto del arma gris que el chico volvía a la
cintura con un gesto ampuloso. Tal vez dudó un poco después, cuando empezó a
verlos llegar con camperas nuevas y zapatillas de marca, cuando tomaban, en una
mesa del rincón, el whisky que el Griego traía para ellos. Pero igual ya era
tarde.
—Vengan a jugar —invitó una noche alzando la ficha que
sostenía entre el índice y el pulgar.
—Dejá de joder, pendejo —le dijo el Cachi y lo miró apenas.
Era tarde.
—Yo nací para esto. No sé, otros nacen para ser doctores,
artistas, qué sé yo, jugadores de fútbol. Y yo nací para hacer jugar a estos
muñecos. ¿No es una lástima Griego que no se gane plata con ésto? Porque decí la
verdad, a mí nadie me puede ganar, ¿no Griego?
El Griego decía que sí con la cabeza y seguía pasando el
trapo rejilla. Decía estas cosas y ya tenía dieciséis. Los otros eran hombres y
lo ignoraban. A veces le pagaban un vino y le palmeaban la espalda para
sacárselo de encima.
Un día los padres del Cachi tuvieron que ir a reconocerlo a
la morgue, porque el escopetazo de un ferretero le había volado la cabeza.
Sostuvo una de las manijas del ataúd. Vio, de reojo, cuando salían de la capilla
y enfilaban hacia la boca abierta de la fosa, a un par de policías de civil que
vigilaban, un poco alejados del cortejo en el que faltaban el Pelado, Santiago,
Beto, Rafael. "Dejá de joder, pendejo", murmuró al crucifijo niquelado donde
tendría que estar la cabeza del Cachi. Lloviznaba, después del temporal de la
noche anterior. Benito y los otros cinco: el padre, dos tíos, el hermano y el
padrino, dejaron la veredita de baldosas grises y patinaron inseguros, haciendo
tambalear el cajón, en el barro achocolatado que explotaba ante las pisadas y
les enchastraba los zapatos y los tobillos. "Bájenlo", ordenó el lacayo de
guantes blancos cuando llegaron al borde de la tumba. Soltaron las manijas y se
quedaron parados en el mismo lugar, como si necesitaran otra orden para correrse.
Los dos hombres se acercaron, usaban boinas y botas de goma por encima de las
rodillas. Se agacharon, casi al mismo tiempo, y pasaron sogas por las manijas
del cajón en la cabecera y en los pies. Cuando se incorporaban uno resbaló y se
atajó apoyando la palma de la mano sobre la caja. Enrollaron las puntas de la
cuerda alrededor de las manos y por un segundo quedaron inmóviles, tiesos,
tirantes los cuatro tramos de la soga. Uno dijo "vamos" y pegaron el tirón.
Benito vio la fuerza en la tensión de los antebrazos del que tenía más cerca. Se
movieron dos pasos y el cajón quedó suspendido por un instante encima del hoyo.
Empezaron a bajarlo. La madre del Cachi, que hasta ese momento estaba tranquila,
se acercó gritando. La hija la agarró del brazo y trató de sacarla, pero era
imposible. Se abalanzó sobre Benito y le golpeó el pecho con unos puños blandos
y vencidos.
—Me lo mataron Benito, ¿por qué me lo mataron, por qué, si
era tan bueno? ¿No que era bueno, Benito, decime?
[...]
Esto es parte del capítulo 6 de la novela El incidente. Para leerlo completo, presione acá.
Carlos Pereiro (Sarandí,
1953) publicó Matar los perros y El día para siempre, ambos de
cuentos, y las nouvelles Tres cuartos y El incidente. Fundó y
dirige Ediciones del Dock.
Justicia, s. Artículo más o menos adulterado que el Estado vende al ciudadano a cambio de su lealtad, sus impuestos y sus servicios personales.
Injusticia, s. De todas las cargas que soportamos o imponemos a los demás, la injusticia es la que pesa menos en las manos y más en la espalda.
En el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce.
La cafetera hierve y en un solo movimiento el mozo la retira sirve dos tazas sonríe. Nuestro protagonista se frota las manos, echa la mitad de un sobre de azúcar y abre el diario en la parte que le interesa. Los titulares no dicen nada que ayude a aclarar esa parte de la historia. Mira a su alrededor; ninguna cara conocida.
Pide la cuenta con sobresalto evidente en el pocillo que tira sin querer al piso. El estallido de la cerámica contra la losa termina de crisparle los nervios. Deja un billete sobre el mostrador, exagera a su pesar las disculpas y con el cuerpo tembloroso traspone la puerta de vidrio.
¿En qué anda? Taller Literario.
Encuentros de lectura y escritura.
Descansan: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
Llame al
4896-0140 o al 4205-4284.
O escriba a:
mei.
Chevy Pérez.
Diego Iudicissa.
Diana Cegelnicki.
Chelo López.
Daniel Saavedra.
Esteban Güerri.
Dorello.
A quienes vuelven este mundo habitable.
A quienes lo habitan.
¿Nos haría la gauchada de reenviarlo? Gracias.
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