Ñ u s l e † e r
-matambre periódico de divulgación literaria-
# 108
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"Estaban todos tan alegres
Tan agradables tan saludables
Que hubiera sido bien despierto
Quien distinguiera muertos de vivos"
Guillaume Apollinaire
DEFINICIÓN
| Matar (mil) |
PROSA
| Las primeras cincuenta
mascotas de la Tierra
| Gustavo Nielsen |
TALLER
LITERARIO
| Chochos |
POEMAS
| Negro regreso
a la vida |
Pierre-Jean Jouve |
AGRADECIMIENTOS
CUALQUIERA
| Asociación |
SUSCRIPCIONES
matar. intr. coloq. Triunfar rotundamente en una competencia o un certamen.
C.Gorostiza, Acompañamiento,1981, 7: Vos, cantá, Tuco. Cantá que matamos. Dale.
2. fig. coloq. Causar excelente impresión.
Puntos, 22.02.2001: La palabra de mamá: "cuando era flaca, mataba".
matar mil. fr. fig. coloq. Sobresalir o causar sensación.
Olé, 29.07.2002: Shumacher mata mil. Celebró su quinto título ganando en su país y se convirtió en el primer piloto que pasa los mil puntos.
En el Diccionario del habla de los argentinos, Academia Argentina de Letras, 2003.
Las
primeras cincuenta mascotas de la Tierra
La historia que voy a
contar data de la época en que ningún patrón, por rico que fuera, iba a meter
un tractor en un potrero. Los tractores estaban para llevar el acoplado con las
bolsas cosidas hasta el puerto, o para salir al pueblo el día de feria. Al
potrero entraban los caballos, las máquinas y las mascotas.
Hablo de las máquinas que sacan las papas de la tierra y las
escupen hacia atrás. Los caballos arrastran esas máquinas por los surcos. Las
mascotas recogen las papas. Cincuenta mascotas cada año, a dos por surco:
sólo con eso levanté cien cosechas.
Yo les digo mascotas, cariñosamente, pero son hombres.
Llevan las maletas entre las piernas separadas; el que carga está todo el
tiempo abierto y flexionando, con el cuerpo inclinado hacia adelante como el de
un arquero. Ése ataja las papas al voleo. El otro, mientras tanto, se prepara
para entrar al surco. La maleta es una bolsa de arpillera con forma de tubo. La
tirada depende del rinde de la papa. La carga depende de la destreza del papero.
Una vez Belisán me preguntó por qué los llamaba mascotas.
Belisán era rápido; de esos que cargan la maleta en veinticinco metros. Tenía
una Spika a pilas, granos en la cara, fumaba Saratoga y se hacía lavar la muda
con la mujer del puestero. Había sido croto, deambulador, pero hacía cinco años
que trabajaba levantando cosechas. Siempre conseguía dormir en el galpón, en
los catres más cercanos a la matera.. Manejaba el hacha. Tocaba "Pájaro
Campana" con el peine y un papel de chocolates.
–Porque sí, porque son así, nomás.. Como mascotas.
Belisán iba vestido con un overol gris y cubierto por una
costra de tierra. A los hombres les pasa como a la papa sucia, que cuando no se
la recoge hace mezcla de barro y almidón, y queda con una cáscara que parece
corteza vieja. Esa papa es la de segunda, la que se levanta con el rastrojo. A
la piel, la tierra se pega con la transpiración. Los hombres así, negros como
sombras andantes, con los ojos vidriosos o la voz como único atisbo humano,
también eran hombres de segunda: los más pobres, los brutos, los que no habrían
encontrado trabajo de ninguna otra cosa que no fuera pelearse con la huella.
El cocinero se llamaba Perico Albarengo. Tenía la mano
recogida por una puñalada que le había cortado el tendón. Usaba gorra
vasca. Agarraba el cuchillo con tres dedos arrepollados.
La carne me la entregaban en la estancia, día por medio, dos
quilos por mascota. Perico seleccionaba los cortes para el primer almuerzo, y
mandaba izar el resto del trozo a la punta del árbol más alto, para que
oreara.
La comida preferida de Perico era el guiso. Nunca dejaba que
nadie le trajera las verduras; él mismo iba hasta el potrero para revolver
entre los rastrojos. También iba a otros cuadros, a juntar choclos o sandías.
Algunas veces lo acompañé a deschalar. Pelaba las barbas a golpe de
cuchillo, brutalmente, como si el campo le hubiera hecho algún mal y al mismo
tiempo le diera, en el maizal, la oportunidad de desquitarse.
Cada quince días asábamos carne sobre una reja de arar.
Perico le hacía cavar un pozo a su ayudante de turno o a Leguisamón
–Legui, para los que lo conocíamos de otras cosechas, y sabíamos que era
un alcahuete–. En el pozo enterraba los costillares. Los envolvía en
arpillera y los metía un metro y medio abajo, tapados por la tierra, durante
cinco o seis horas. Después los sacaba, los sazonaba, los asaba del lado de los
huesos. La carne así cocida se tierniza. Los ayudantes de Perico siempre
cambiaban: eran a los que les dolía demasiado la cintura, de tanto flexionar en
el surco.
Por lo demás, todo el mundo hacía pozos.. Legui, que era rápido
con la pala, también hacía la cachimba. Se untaba las manos con grasa de
chancho, para cuidarse la piel. Cavaba hasta el agua surgente; fácil, seis
metros. Esa agua era la que se tomaba, y la que se usaba para enfriar. Cada
mascota bajaba hasta ahí sus jarros y sus botellas atadas con cuerdas. Cada
mascota identificaba el extremo libre con algo: una lata, una horqueta atada, un
cencerro de esos que a veces se encuentran en el campo, y delatan una oveja
desaparecida. El cencerro tenía sus ventajas: si alguien se levantaba de noche,
a robar, sonaba la campana.
Los demás pozos estaban en el bosque.
Cada mascota tenía su árbol; cada árbol era un tocador; al
pie de cada árbol hacían los pozos. El jabón, el espejo, la radio, el peine,
la hojita o el vidrio de afeitar se colgaban de clavos. En los pozos enterraban
las demás cosas. Los más pudientes tenían un cofre, algunos lo cerraban con
candado. La mayoría guardaba sus propiedades en bolsas de arpillera. Todo iba
enterrado. Desde la muda hasta la petaca, la tabaquera con el carusita y el
yesquero. A las armas se las tenía prohibidas, como el vino, pero todos
portaban y tomaban. Si las armas pasaban de puntas me venían a avisar, y yo hacía
que las enterraran más lejos. Para eso era el capataz, y hasta el mal año
en que pasó lo que voy a contarles, jamás había tenido problemas.
[...]
Para saber qué pasó, lea el cuento completo acá.
Gustavo Nielsen, 1962,
nacido en Buenos Aires, publicó dos novelas: La flor azteca y El amor
enfermo; y dos libros de cuentos: Playa quemada y Marvin,
del cual este relato.
-¿Hace mucho que espera?
-Yo nunca fui pera.
Taller Milenario. Encuentros sempiternos de lectura y escritura.
Este estío: taller de joda. No se lo pierda.
Con: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
Localidades
al 4896-0140
o al 4205-4284.
O a la siguiente dirección:
Negro regreso a la vida
Si las sombras son más profundas que la sangre
O si la sangre es mucho más profunda que la sombra
Qué negros están los límites de tu roja sangre
Es aquí donde se entra en la noche virgen
Es aquí donde ella desencadena sus luces
Hormigueante de espacio y de espacio y de noche
Es aquí donde ella hace caer sus ruidos
Mantos y desnudeces profundas
Es aquí donde todo nace y se alza y adora
Naciendo en la Nada y el No de la noche.
Pierre-Jean Jouve (1887-1975), de Francia, publicó libros de poemas (El paraíso perdido, Materia celeste, Gloria 1940, Himno, Diadema, entre otros), novelas (Paulina 1880, El mundo desierto, Historias sangrientas, etc.) y ensayos (El Don Juan de Mozart, Defensa e ilustración, Comentarios y más).
A quienes correspondan.
Chelo López.
Daro Cánovas.
Tongaaa Tessoni.
Javier Adúriz.
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Johnatan.
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Volante avistado en la calle del microcentro, que fue recogido y transcripto.
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