N u s l e t e r ~
-mensaje
espectral de divulgación-
# 104
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"Del mismo modo que el agua se solidifica en hielo, el aire se compacta en cuerpos. Es decir: nuestro cuerpo consiste en esa sustancia -que llamaremos aire-, pero en estado sólido. El aire es algo universal, primigenio y natural que, una vez transformado en el ser en cuestión, lo acompaña toda la vida. Del mismo modo que el hielo cuando llega el calor se deshace en agua, cuando llega la muerte, las personas vuelven a ser aire". Wang Chong
POEMAS | Compuesto en la aldea de Wang-Chu'an después de una copiosa lluvia | Wang Wei |
GRAFFITTI
TALLER LITERARIO | Adorno |
PROSA | En
el bosque | Ryonusuke Akutagawa |
DEFINICIÓN
| Honrara |
RESPUESTAS
| Ofendidas/os |
ENLACES | Ñusleter |
AGRADECIMIENTOS
después de una copiosa lluvia
Ha llovido con exceso;
sobre los montes solitarios
se extiende el humo
de las marmitas.
Las mujeres guisan las legumbres
y cocinan el mijo, luego
los envían a los labriegos
que trabajan al extremo
del campo.
Sobre la vasta superficie
de los campos anegados
vuela una garza blanca.
A la sombra de los bosques
la amarilla oropéndola
hace su reclamo.
Sobre un cerro me ejercito
en la meditación, luego de
contemplar un hibisco matutino.
Debajo de los pinos como
mi frugal alimento, después
arranco un girasol
cubierto de rocío.
Viejo campesino que ya no corre
detrás de los puestos públicos,
¿Cómo es que las grullas
dudan todavía de mí?
del subprefecto señor Chang
En el ocaso de la vida
la paz es mi única alegría.
Los diez mil negocios
cesaron de turbar mi corazón.
Al reflexionar, creo que lo mejor
que puedo hacer
Es despedirme de la erudición
y regresar a los bosques
de mi antiguo hogar,
Donde el viento suspira en los pinos
y yo me despojo de la banda.
Cuando la luna de los cerros brilla
taño mi laúd.
Si me preguntas por qué
no me ocupo de la hacienda,
Te invito a escuchar: desde el estudio
llega hasta mí el canto
de un pescador.
Wang Wei (699-759) fue médico, poeta, calígrafo, músico y pintor. Fue uno de los más destacados representantes del segundo período de la dinastía T'ang. En los vaivenes políticos de la época, vivió en cautiverio y trabajó como censor. Luego se retiró a su pueblo natal y tomó los hábitos budistas.
"Antes
de pensar qué país le dejamos a nuestros hijos,
pensemos qué hijos le dejamos a nuestro país". En
Núñez y Estévez (Dock Sud).
"Chino, dejá de dormir que vale la pena". En una pared en Charlone al 1300 (Chacarita R).
El color de tus ojos me decía el tiempo. Tu piel de porcelana debía cuidarse del manoseo; yo adoraba tocarte con una tela suave. Tu silencio sonaba como una arenga, y era tan reconfortante ver tu abrazo permanente al entrar a casa. Ay, Jesús. Ahora mis ojos te buscan a través de las paredes, y sólo encuentro platos vacíos, íconos de capitales, héroes de la infancia, pero no veo más que el vacío de tu presencia. ¿Dónde fuiste a parar? ¿Te llevó una visita? ¿Te quebraste y te mandaron al tacho?
Taller Literario.
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Encuentros semanales de lectura y escritura.
También: Fernando Aíta y Alejandro Güerri
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EN
EL BOSQUE
Declaración
del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi
-Yo
confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver.
Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña
para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña.
¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del
apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas
coníferas raquíticas.
El
muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y
llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una
herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del
pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas
de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y
sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni
siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si
encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré,
al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que
encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban
holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió
oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor
oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable
espesura separa ese paraje de la carretera.
Declaración del
monje budista interrogado por el mismo oficial
-Puedo
asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron
muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre
Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado
por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude
distinguir su cara. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta.
En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas.
¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun*, me parece; soy un
religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado.
Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada
de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo
podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como
el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para
expresarlo...
Declaración del soplón
interrogado por el mismo oficial
-¿El
hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero
cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía
haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong**,
ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba
puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor
oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que
la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el
asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro,
diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el
caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado
gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el
caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de
la carretera.
De
todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es
conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron
halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía
en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores
atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él el que mató a este hombre, es fácil
suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde
no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.
Declaración de una
anciana interrogada por el mismo oficial
-Sí,
es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del
gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis
años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi
hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente,
tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene
cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro
es pequeño y ovalado.
Takehiro
había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que
lo esperaba ese destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar
la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la
de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se
lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para
encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru!
¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos
ahogaron sus palabras.)
Confesión de
Tajomaru
Sí,
yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella
entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes
no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que
ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer,
pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de
viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un
segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez,
de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente
decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué?
Matar a un hombre no es cosa tan importante como la que ustedes creen. El rapto
de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo
solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan
por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola.
Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo.
¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la
falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero
mucho mejor es tener a la mujer sin matar al hombre. Mi humor del momento me
indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la
vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a
Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó
muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la
montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran
cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos
los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un
comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó
visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes
de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando
llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá,
y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre
no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en
el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era
precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer,
penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al
comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a
un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar
ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé
diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre
se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes
iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé
sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no
esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un
abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura,
para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que
llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando
lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera
conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna
enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa
y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre
atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo,
entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría
costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun
reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero
por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi
arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer.
Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
[...]
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Oriundo de Japón, Ryunosuke Akutagawa tuvo una vida
breve: 1892-1926. En esos años, estudia literatura inglesa en la
Universidad de Tokio, trabaja como corresponsal para el diario Mainichi,
forma parte del grupo artístico Shinshichô ('nuevas ideas') y se
suicida con una ingesta de veneno. Deja una nota que dice "una vaga
inquietud" y estos libros: Rashomon (1917), El tabaco y el diablo
(1917), Kairishi (1919), Sombras del farol (1920),
Flores de noche (1921) y Los Kappa (1926).
HONRARA:
Pacotilla idiomática generalmente usada, a modo de ornamento, en las renuncias
de funcionarios. "Agradeciéndole las relevantes pruebas de confianza con
que me honrara."
Del Diccionario del argentino exquisito, de Adolfo Bioy Casares.
¿Qué
la/o ofende?
Me ofende la mañana por las mañanas frías,
perdidas, dejadas a un costado del camino, mientras repto torpe por pesadillas
proféticas.
Matías Eduardo Esteban
Las incoherencias de la ex de mi marido.
Nadia Hardy
Varias cosas:
la irresponsabilidad, el deshonor, la falta de palabra, la mentira descarada, el
constante intento de enriquecerse robándole al prójimo, la maldad deportiva
(maldad por el gusto y placer de hacerlo), etc.
Roberto López
A mí lo que me
ofende son las personas que andan siempre poniéndose en pelotas en todas las
fiestas a las que van. Siempre son los mismos, primero se fuman esas cosas raras
y después se ponen en pelotas.
Daniel Impoco
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Vanesa García Canto.
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