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N u s
l e
t e r
# 1 0 0
-festejo
periódico de celebración literaria-
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Ñusleter festejó #100
Martes 24 de agosto de 2004,
a las 20:30 hs. en EDENIA,
Guardia Vieja 4551.
"No me lo preguntés.
Si usted no tiene nada que hacer, no lo haga.
[Aquí.
¿Usted o yo?
¿Yo o vos?
Las ganas no se dan así nomás.
No
se dan árboles de ganas
como el árbol que da las manzanas
ni como los peces del árbol inmenso del mar.
¿Vieron?
¿Viste?"
Ricardo Zelarayán
"Lo que entonces
deseaba identificar no era una sucesión de hechos sino una esencia -algo
parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que pueden provocar la
exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer era conferir, en un mundo
tan incoherente, su legitimidad a mis sueños."
John Cheever
PROSA |
La victoria del huevo |
Sherwood Anderson |
DEFINICIÓN
| Huevo |
POEMAS | Oda triunfal |
Álvaro de Campos |
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AGRADECIMIENTOS
SUSCRIPCIONES
PROSA
La
victoria del huevo
Tengo la certeza de que mi padre había nacido para ser un
hombre alegre y bondadoso. Hasta que hubo cumplido los 34 años, permaneció
trabajando como inquilino en la hacienda de un sujeto llamado Tomas Butterworth,
situada en algún sitio cercano de la ciudad de Bidwell, Ohio. Poseía por
entonces, un caballo en el cual se encaminaba, los sábados, por la tarde, a la
ciudad, para departir amigablemente con otros labriegos. Aprovechaba tales
ausencias para beberse algunos vasos de cerveza y cambiar impresiones con alguno
de los muchos inquilinos que, en tales oportunidades, colmaban los salones de
Ben Head. Sólo se oían algunas canciones y el entrechocar de los vasos en el
bar. A las diez de la noche, se volvía a casa por senderos solitarios. Cuidaba,
en primer lugar, del alojamiento de su caballo y él mismo, en seguida, se iba a
dormir, perfectamente satisfecho de su situación en la vida. Por esa época, no
alimentaba la menor intención de surgir en el mundo.
Fue luego de haber cumplido los 35 años cuando mi padre se
casó con mi madre, siendo esta una profesora rural, y en la primavera próxima yo
me asomé a este mundo, llorando y agitándome vivamente. Por este tiempo, algo
sucedió a mis padres. Se tornaron ambiciosos. Esa pasión característica de
América, de surgir en el mundo, tomo posesión de ambos.
Es probable que ello se haya debido a mi madre. Siendo
maestra de escuela, debe haberse puesto en contacto, sin duda, con libros y
revistas. Me imagino que ella habrá leído como Garfield, Lincoln y otros
americanos habían logrado ascender, desde la pobreza, hasta los sitiales más
prominentes y mientras yo yacía a su lado -durante su convalecencia- debe haber
soñado que algún día, yo gobernaría hombres y ciudades. En todo caso, ella
convenció a mi padre de que renunciara a su actual posición, vendiera su caballo
y se embarcara en una empresa propia. Era una mujer alta, silenciosa, de nariz
prominente y ojos grises y preocupados.
La primera aventura que acometieron, fracasó. Arrendaron diez
acres de tierra estéril y pedregosa en Grigg´s Road, a ocho millas de distancia
de Bidwell y se dedicaron a criar gallinas. Mi infancia se desenvolvió en ese
lugar y ahí obtuve mi primera impresión de la vida y ella fue, desde el primer
momento, una sensación desastrosa. En cuanto a mí, soy hoy día un hombre
pesimista, inclinado a ver siempre el ángulo oscuro de la vida y lo atribuyo al
hecho de que los años de mi infancia, que debieron ser alegres y dichosos, los
pasé en una granja-criadero de gallinas.
El que desconozca semejante materia, jamás podrá darse cuenta
de las muchas y muy trágicas cosas que pueden acontecerle a una gallina. Nace de
un huevo y por algunas semanas, no es sino un montoncito de pelusas, como las
que aparecen en las tarjetas de Pascua de Resurrección, para luego transformarse
en algo horriblemente desplumado, que devora formidables cantidades de maíz y
alimento, que ha costado sacrificios al dueño de casa, se contagia de moquillo,
de cólera y otros males, permanece por momentos mirando con estupidez al sol, se
enferma y muere. Unas cuantas gallinas y de vez en vez un gallo, procuran seguir
los misteriosos designios de Dios y luchan por arribar a la madurez. Las
gallinas ponen nuevos huevos, de los cuales nacen otros tantos polluelos y la
melancólica historia se repite. Es algo increíblemente complicado. La mayoría de
los filósofos deben haber sido producidos en criaderos de gallinas.
Uno coloca sus mejores esperanzas en un pollito, sólo para
ser tristemente defraudado. Los pollitos que recién abren los ojos a la vida
parecen ser despiertos e inteligentes, pero la verdad es que son sobremanera
estúpidos.
Se asemejan tanto a la gente, que nos hacen recaer en
confusión acerca de nuestro concepto de la vida. Si la enfermedad no los ha
atacado y nuestras expectativas respecto a ellos se han afirmado, sólo esperan
la oportunidad de caer debajo de las ruedas de un camión y regresar destrozados
o moribundos a manos del dueño. En plena juventud se ven atacados por distintos
parásitos y para extirparlos hay que invertir sumas considerables de dinero. Más
tarde, en la vida he visto desenvolverse una verdadera literatura acerca de las
fortunas que es posible amasar criando gallinas. Tales libros son escritos para
ser leídos por los dioses; han recién comido el fruto del árbol del conocimiento
del bien y del mal. Es un tipo de literatura optimista que difunde grandes
expectativas para la gente ambiciosa y dando por sentado que basta poseer unas
pocas gallinas. No os dejéis embaucar por ellos. No fueron escritos para
vosotros. Marchad primero a buscar oro en los helados cerros de Alaska o
depositad vuestra confianza en la rectitud de algún político o bien aceptad de
buen grado que el mundo se está tornando mejor y que a la larga el bien
triunfará sobre la maldad, pero no leáis ni creáis a la literatura que se
especializa acerca de las gallinas. Eso no es para vosotros.
Sin embargo, reparo en que me he estado apartando del tema.
Mi cuento no se ocupa preferentemente de las gallinas.
Correctamente relatado, tendrá como centro el huevo. Durante
diez años, mis padres lucharon procurando que el criadero diera resultados hasta
que, finalmente, desistieron y se embarcaron en una nueva empresa. Se
trasladaron a Bidwell, Ohio, y allí instalaron un restaurant. Después de
batallar diez años con incubadoras que no empollaban y con diminutas, aunque
encantadoras bolitas de pelusas, que se transformaban en pollos semi pelados que
morían bruscamente cuando llegaban a ser gallinas, nos decidimos a abandonar
todo esto y, embalando nuestros enseres sobre una carreta, nos dirigimos por el
Grigg´s Road hacia Bidwell, cual una pequeña caravana de esperanzados viajeros
que buscaran en otra parte un nuevo modo de abrirse camino en la vida.
Triste debe haber sido nuestro aspecto. Tan misérrimo tal vez
como el que presentan aquellos que huyen de un campo devastado por la guerra. Mi
madre caminaba juntamente conmigo. La carreta que contenía nuestros bienes
pertenecía al señor Alberto Griggs, un vecino que tuvo la gentileza de
facilitárnosla.
Por sus costados, asomaban las patas de algunas sillas de
ínfima calidad y en la parte posterior del montón formado por camas, mesas y
cajas colmadas de utensilios de cocina, brotaba un canasto de pollos vivos y
encima del abigarrado conjunto, se hallaba mi cochecito de niño, en el que me
transportaron durante la infancia. El por qué nos sentimos apegados al coche que
hemos tenido cuando éramos chicos, es algo que ignoro. Parecía que ya no
vendrían más criaturas al hogar y las ruedas estaban rotas. La gente que posee
pocas cosas, se aferra a ellas con firmeza y este es uno de los hechos que más
desconsuelan en la vida.
Mi padre conducía el carruaje trepado sobre todo el montón.
Era por entonces un hombre de 45 años, calvo y ligeramente obeso y a fuerza de
prolongadas asociaciones con mi madre cobraba una actitud silenciosa y
desalentada. Durante todo el período de nuestro experimento con el criadero de
gallinas, había trabajado como peón en una hacienda vecina y la mayor parte de
sus salarios se emplearon en comprar remedios con que curar las gallinas. Uno
específico llamado "El maravilloso curativo del cólera de Wilmer", el "Productor
de huevos del profesor Bidlow" y otras preparaciones que mi madre veía
recomendadas en los periódicos.
Dos pequeños mechones de pelo cubrían la parte superior de
las orejas de mi padre. Recuerdo que siendo niño, solía contemplarlo mientras
dormía la siesta de las tardes de los domingos, al calor del fuego, en pleno
invierno. Por ese tiempo ya había leído algunos libros, de manera que poseía un
exiguo caudal de conocimientos. Así de la calvicie de mi padre, la imaginación
obtenía así como esos anchos caminos que César debió construir para sacar a sus
ejércitos de Roma a las maravillas de un mundo desconocido. Esos mechones de
pelo me hacían la impresión de ser bosques. En tales momentos me adormecía y
soñaba que era un ser diminuto que me dirigía por ese camino a una tierra lejana
y hermosa, en la cual no había criaderos y donde la existencia era algo feliz
sin la presencia de los huevos.
Fácilmente podría escribirse un libro relatando nuestro
traslado del campo a la ciudad. Mi madre y yo caminamos un total de ocho millas:
ella, con el fin de velar por que nada se cayera de la carreta; y yo, para
admirar las maravillas del mundo. En el asiento del carromato, al lado de mi
padre iba nuestro mayor tesoro, del cual podré hablarles más adelante.
En un criadero en que se empollan cientos y aún miles de
gallinas, suelen nacer de los huevos los seres más sorprendentes. Al igual que
entre la gente suelen producirse aquí monstruos. Pero esto no es frecuente y
quizá brota uno por cada mil nacimientos. En todo caso, aquellos que nacen
deformes, suelen venir con cuatro patas, dos pares de alas, dos cabezas y otros
adminículos. Por supuesto que no subsisten. Rápidamente vuelven a las manos de
su creador que, por un instante, ha temblado. El hecho de que estos pequeños
seres no lograran vivir era una de las tragedias en la vida de mi padre. Parece
que él tenía la idea que si pudiera criar una gallina o un gallo con cinco patas
o dos cabezas, su fortuna estaría asegurada. Soñaba exhibiendo tales maravillas
en las exposiciones de los condados y haciéndose rico por medio de ellas en
otras haciendas.
Con todo cuidado se había preocupado de conservar todos los
pequeños monstruos que se producían en el criadero. Cada uno había sido
preservado en alcohol y puesto en un depósito separado. Había colocado todo esto
cuidadosamente en una caja y lo acondicionó en el asiento de su lado en nuestra
expedición a la ciudad. Con una mano conducía los caballos y con la otra
sujetaba dicha caja.
Cuando hubimos llegado a nuestro destino, lo primero que se
descargó fue la caja y los tiestos fueron inmediatamente separados y asegurados.
Durante todo el tiempo que mantuvimos restaurant en la ciudad de Bidwell, Ohio,
esos pequeños esperpentos permanecieron en un estante detrás del mostrador. Mi
madre protestaba a veces, pero mi padre era inflexible en lo tocante a su
tesoro. Los pequeños monstruos eran valiosos a su entender, pues a la gente le
gustaba contemplar cosas extrañas y maravillosas.
He dicho que instalamos un restaurant en la ciudad de Bidwell,
¿no es así?
Pues bien, he exagerado un poco. La ciudad, propiamente
dicha, estaba al pie de una pequeña colina y al lado de un reducido río. La
línea férrea no llegaba a la ciudad, de manera que la estación quedaba a una
milla del pueblo, hacia el norte, en un lugarejo llamado Pickeville. En otro
tiempo hubo allí una destiladora de sidra y una fábrica de encurtidos, pero en
la época de nuestra historia, ambas tenían cerradas
sus puertas. Por la
mañana y por la tarde, los autobuses corrían hacia la estación por un camino
llamado Turner´s Pike, desembocando en la calle principal de Bidwell. La idea de
irse a las afueras de la ciudad para instalar un restaurant, fue de mi madre.
Por un año estuvo insinuándola hasta que un día se dirigió a la estación y
alquiló una bodega desocupada que existía frente a ella. Tenía la convicción de
que este negocio daría éxito. Nunca faltarían, según decía ella, pasajeros que
esperaran el tren o aguardasen a otros viajeros.
Sin duda que ellos serían parroquianos del hotel y lo
frecuentarían en busca de tortas o café. Ahora que tengo edad, me he impuesto de
que otras razones la ayudaban para realizar esto. Ella ambicionaba que yo
surgiera en el mundo, concurriera a la escuela pública y me convirtiera en un
ciudadano.
Como siempre lo hicieron, mis padres trabajaron intensamente
en la nueva empresa. En primer lugar, fue necesario darle forma de restaurant a
la bodega y ello demandó un mes. Mi padre construyó una alacena y en ella se
colocaban fuentes de verdura y pintó un letrero con su nombre escrito en grandes
letras rojas.
Debajo de su nombre colocó la siguiente orden: "Coma usted
aquí", la cual era muy raramente obedecida. Compró una tabaquera de fantasía
para ponerla llena de tabaco y de cigarros. Mi madre se encargaba de limpiar el
piso y las paredes de la sala. Por mi parte, yo asistía a la escuela de la
ciudad y me felicitaba de verme lejos del criadero y de la presencia lamentable
de las gallinas. Con todo, no era feliz. Por las tardes, recorría el Turner´s
Pike de regreso a mi casa y me acordaba de los compañeros de juego de la
escuela. Una cantidad de niñitas habían estado saltando y cantando. Yo procuré
imitarlas y comencé a saltar en un pie, avanzando sobre el helado camino, al
mismo tiempo que repetía "Hippity Hop, a la tienda del barbero", con entonación
chillona. Entonces me detuve y miré a uno y otro lado. Temía ser observado en
tal estado de ánimo.
Sin duda, debo haber pensado que tales actitudes eran
indignas en un muchacho
que, como yo, viviera
en un criadero de gallinas, donde la muerte hace sus visitas diariamente.
Mi madre resolvió que tendríamos que mantener abierto el
restaurant día y noche.
Sherwood Anderson
nació (1876) en Estados Unidos y en Panamá murió
(1941).
Su familia era de origen humilde, irlandés e italiano. Fue a la guerra de Cuba,
trabajó en fábricas y estudió poco. Publicó novelas -Windy Mac Pherson´s Son
(1916), Poor White (1920), Many Marriages (1923) y Dark
Laughter (1925), entre otras-, colecciones de cuentos -Winesburg, Ohio
(1919) y La victoria del huevo (1921)- y un libro de fotografías
comentadas, Home Town.
La generación perdida lo admiró.
HUEVO: Punto de partida para una disertación filosófica acerca del origen de los seres humanos.
Extraído del Diccionario de lugares comunes, de Gustave Flaubert.
Oda triunfal
A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la fábrica
tengo fiebre y escribo.
Escribo haciendo rechinar los dientes, fiera ante la belleza de esto,
ante la belleza de esto que desconocían totalmente los antiguos.
¡Oh ruedas, oh engranajes, r-r-r-r-r-r eterno!
¡Fuerte espasmo retenido en la maquinaria enfurecida!
¡Enfurecida fuera y dentro de mí,
a través de todos mis nervios disecados,
a través de todas las papilas de aquello con lo que siento!
Tengo los labios secos, oh grandes ruidos modernos,
de oírlos de demasiado cerca,
y me arde la cabeza de quererlos cantar con un exceso
de expresión de todas mis
sensaciones,
¡con un exceso contemporáneo de ustedes, máquinas!
Mirando febril los motores
como a una Naturaleza tropical–
grandes trópicos humanos de hierro, fuego y fuerza–
canto, y canto el presente, y también el pasado y el futuro
y hay Platón y hay Virgilio y fueron humanos,
y pedazos de Alejandro Magno de acaso de siglo cincuenta,
átomos que irán a dar fiebre al cerebro de Esquilo del siglo cien,
andan por estas cintas
transportadoras y estos émbolos y estos volantes,
rugiendo, chirriando, susurrando, atronando, mordiendo,
haciéndome un exceso de caricias en el cuerpo con una sola caricia en el alma.
¡Ah, poder expresarme como se expresa un motor!
¡Ser completo como una
máquina!
¡Ir por la vida triunfante como un automóvil último modelo!
¡Poder dejarme penetrar al menos físicamente por todo esto,
desgarrarme todo, abrirme completamente, volverme poroso
a todos los perfumes de
aceites y calores de carbón
de esta flora estupenda, negra, artificial e insaciable!
¡Fraternidad con todas las dinámicas!
Promiscua furia de ser parte-agente
del rodar férreo y cosmopolita
de los esforzados trenes,
del laborioso transporte de carga de los navíos,
del giro lúbrico y lento de las grúas,
del tumulto disciplinado de las fábricas
y del casi-silencio susurrante y monótono de las cintas transportadoras.
¡Horas europeas, productivas, atrapadas
entre maquinarias y quehaceres útiles!
Grandes ciudades detenidas en los cafés,
en los cafés –oasis de inutilidad ruidosa
donde se cristalizan y se precipitan
los rumores y los gestos de lo Útil
y las ruedas, y las ruedas dentadas y las chumaceras de los Progresivo!
¡Nueva Minerva sin alma de los muelles y las estaciones!
¡Quillas de chapas de hierro sonriendo apoyadas en los diques,
o en vilo, alzadas, en los planos inclinados de los puertos!
¡Actividad internacional, transatlántica, Canadian Pacific!
Luces y febriles pérdidas de tiempo en los bares, los hoteles,
En los Longchamps y los Derbies y los Ascots,
y Piccadillies y Avenues de l´Opera
que me entran en el alma! [...]
Álvaro de Campos
nació en Tavira
(1890) y murió en Lisboa (1935), después de trabajar como ingeniero en Gran
Bretaña. Es uno de los heterónimos del escritor portugués Fernando Pessoa (ver
Ñusleter 31).
Ñusleter,
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(renovado):
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