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ventanal de literatura
ANTOLOGÍA DE INÉDITOS
#3
El
premio | Ernesto Carrodeguas
de Arce
|
Fuera de
servicio | Oralidad
| Nadia Hardy |
Señas personales |
Triple equis |
Eleonora Koren |
Los bichos
| Federico Merea |
Último encuentro | José Luis Pascuet
|
Lo llamaron de la embajada y le comunicaron que había ganado el premio. Los dos últimos meses no había tenido otra cosa en su mente. Había dejado los originales en un sobre en las oficinas del consulado, junto con el sobre sellado donde aparecían sus datos personales. La secretaria del cónsul le había recibido el sobre con una sonrisa mecánica y lo había despedido con un apretón de manos demasiado fuerte para una señora de apariencia tan frágil.
Salió del consulado y se puso a caminar por la avenida en dirección al mar. ¿Habría hecho bien en presentar ese cuento? ¿O debió haber entregado el que había escrito el año pasado sobre el niño que se quedaba solo a la deriva en el Estrecho de la Florida? Antelo le dijo que no, que ni loco presentara ese, que en el supuesto caso de que lo premiaran, algo poco probable dada la evidente simpatía del gobierno que convocaba al premio con nuestro gobierno, lo iban a tomar para el trajín político. Es verdad que el cuento logra trasmitir la ingenuidad del niño en medio de tanta agua, tanta soledad y tanta desgracia, dijo Antelo, pero el tema no era para ese concurso. Al final se decidió por el primer cuento que escribió este año, sobre la niña santa que curaba en el pueblo y terminaba incendiando el galpón donde su madre despalillaba tabaco. Parece que Antelo tenía razón, porque hoy lo llamaron de la embajada y le dijeron, después de preguntar más de una vez si él era él, que había ganado el premio, que la entrega sería el siguiente viernes, a las 20:30 horas, en la embajada, en presencia del embajador y otras personalidades de la cultura.
Sintió una alegría ambigua porque, aunque lo había estado deseando con todas sus fuerzas, algo lo frenaba e impedía que fluyera la emoción causada por la noticia… Y es que siempre era igual: si algún acontecimiento extraordinario lo involucraba, un temor sin nombre le impedía disfrutarlo plenamente; desde chico, desde aquella ocasión en que su papá le regaló una bicicleta y no más se montó y se largó a correrla, y a pesar de que había practicado con la de un amiguito del barrio, se cayó estrepitosamente y rompió bicicleta, brazo derecho y alegría, los tres al mismo tiempo. Pero igual, qué le iba a hacer, él era así. Por el momento llamaría a Antelo para darle la noticia.
Antelo se alegró con su acostumbrado histrionismo, gritó todo tipo de alabanzas, pataleó, mugió y le prometió que le prestaría su camisa de seda color mamoncillo para la ocasión, haciéndole prometer que se la cuidaría y que, si alguien en la embajada le preguntaba, no dejaría de comentar que “su amigo Antelo se la había prestado”, lo cual se le antojó algo mezquino por parte de Antelo, pero igual no creía que nadie en la embajada se preocupara por una camisa más o menos. Al otro día leyó la nota en el periódico y no salía del asombro al ver su nombre impreso en el diario, aunque le llamó la atención que en el titular no estuviera ni su nombre ni el del premio siquiera, sino el nombre del embajador. Cosa rara, pensó, porque el año anterior en el titular estaba el nombre del ganador y del premio; pero bueno, ¿qué hacer? ¿Podía él hacer algo? Claro que no, más que ir a retirarlo y esperar para ver como sería el proceso de edición, porque el premio incluía la publicación del cuento, lo cual constituía su mayor dicha en estos momentos. Pensó que debía preparar unas palabras para decir en el acto de entrega y decidió dedicar la tarde a ello, ya que no debía ser extenso, pero no quería olvidar a sus dos amigos en los agradecimientos, en especial a Antelo, que a fin de cuentas fue quien le hizo decidirse por ese cuento. Y a Esperanza, quien había sido siempre su mejor cómplice y soporte en sus comunes momentos de depresión. Eran ellos, sus amigos, los únicos que le acompañaban en su aventura de escribir, de volar un poco, de engañar a la realidad que los agotaba y los enmudecía. Ahora había podido decir algo y en gran medida se lo debía a ellos.
La tarde antes del acto estuvo muy nervioso y no atinaba a nada. Antelo llegó con la camisa envuelta en una bolsa de nylon y se la planchó. Después preparó un batido de mango con unas frutas que trajo, y habló todo el tiempo. No escuchó mucho, se tomó el batido y sintió alivio cuando Antelo se fue. Llamó a un taxi de turismo con parte del dinero que le dio Esperanza y se dirigió, radiante, a recibir su premio. En el trayecto comenzó a sentir retortijones de estómago y pensó que eran los nervios. Trató de tranquilizarse pensando en un campo de margaritas, pero los retortijones aumentaron y entonces recordó el batido de mango y pensó que quizás estaban pasados, y con tanta leche... Se dio cuenta de que tendría que ir rápidamente al baño.
No mas llegó a la embajada pidió permiso para pasar al sanitario. La secretaria del cónsul, la misma que había recibido dos meses antes el sobre con los originales, estaba en la puerta y le indicó, un poco contrariada, el camino. Le pidió que se apremiara porque ya estaban todos y el embajador tenía otra actividad. Entró en el baño y el olor del aromatizador ambiental penetró hasta el centro de su cerebro adelantando las náuseas que vendrían luego inevitablemente. Logró bajarse los pantalones y el calzoncillo y después de mirar la taza pulcra del inodoro y calcular que en un lugar como ese no se suponía hubiera problemas de higiene, se sentó y dejó fluir de sus intestinos todos los residuos acumulados durante el día anterior, mezclados con la pulpa del mango y la leche cremosa del batido. Junto con los residuos salieron numerosos gases sonoros con una repugnante pestilencia que al mezclarse con el aromatizador producían un efecto devastador para sus maltrechos sentidos. El alivio de los gases escapados lo liberó de los retortijones que había sufrido durante todo el viaje.
Cuando creyó estar seguro de que no quedaba nada por expeler, se dispuso a limpiarse y dirigió mecánicamente la mano derecha a la pared lateral donde se debía encontrar el porta papel sanitario. No más de dos segundos le tomó darse cuenta de que no había papel. No podía ser, ¡estaba en una embajada y no había papel sanitario! Comprobar que ni las embajadas se salvaban de la precariedad no le trajo alivio. Inmediatamente comenzó a sudar. Las gotas comenzaron a surgir, imprecisas, de su frente y de sus sienes y a correr con marcada velocidad por los pómulos, la camisa comenzó a humedecerse en la zona del cuello y los hombros. Antelo le había advertido que si sudaba la camisa se le iba a pegar al cuerpo y él había pensado que en la embajada tendría que haber aire acondicionado y eso lo liberaría de cualquier contingencia. Sin atinar a otra cosa oprimió el botón del tanque del inodoro para al menos hacer desaparecer los excrementos y con ellos parte del acusador olor. El agua del tanque se liberó y entró en un remolino ruidoso en la taza arrastrando en su camino lo que pudo. Pero no logró arrasar con todo y una parte importante del excremento siguió suspendida en el resto del agua que quedó dentro de la taza. Esperó escuchar el sonido del agua llenando el tanque para en cuanto se llenase oprimir el botón nuevamente, pero quedó estupefacto al verificar que no entraba agua en el tanque.
En ese momento la voz de la secretaria del cónsul desde el otro lado de la puerta del baño preguntó si estaba bien y si necesitaba algo. El, a pesar de la extrema situación, respondió que no se preocupara, que enseguida terminaba. Comenzó a sentir pánico y las gotas de sudor, ahora más gruesas, comenzaron a brotar de la espalda, las axilas, y la camisa de seda comenzó a pegársele al torso. Buscó en los bolsillos algo que lo pudiera ayudar y entonces los dedos percibieron la textura de un papel, lo sacó y reconoció el breve discurso que estuvo preparando la tarde anterior. Tomó con cuidado la hoja y se dispuso a limpiarse haciendo lo posible para arrastrar el pequeño papel por toda la zona sucia del ano y en su esfuerzo en alcanzar la zona más alejada, sintió con pavor que el puño de la manga de la camisa quedaba atrapado entre su muñeca y el centro de la suciedad. La camisa ya estaba empapada y él tenia espalda, pecho y piernas totalmente humedecidos. Dejó caer el papel sucio en la taza y llevó el brazo hacia delante. Lo que vio le provocó una arcada que le hizo retorcerse. Sobre el ingenuo color mamoncillo de la manga de la camisa de seda, sobresalían unos gruesos trazos de una pasta color marrón de la que emanaba un olor insoportable. Los ojos comenzaron a humedecérsele y se sintió miserable. Escuchó nuevamente la voz de la secretaria del cónsul, que le pedía que por favor se diera prisa, que ya el Presidente del Instituto del Libro estaba hablándole a la concurrencia y que en pocos minutos darían a conocer su nombre como ganador del primer premio; de paso, insistía en si necesitaba algo. Reunió todos sus fuerzas para responder con un “no” lo más claro posible pero igual le salió medio ahogado. Escuchó que la secretaria dejaba escapar un “ah” y se marchaba.
Buscó en la billetera y lo único que encontró fue el billete de diez dólares que le quedaba del dinero que Esperanza le había regalado para que tomara un taxis en los viajes de ida y regreso al acto. Sacó el billete y la billetera vacía se le antojó un trozo de piel de momia, la dejó caer en el piso y con el billete intentó eliminar el excremento de la maga de la camisa. Comenzó a llorar y sus lágrimas se confundieron con el sudor y no le importó el mundo en ese momento.
Se levantó, se subió los calzoncillos y los pantalones y salió del compartimiento donde estaba el inodoro con los restos de sus desechos, su discurso, los diez dólares y la billetera en el piso. Al caminar la pasta de excremento comenzó a corrérsele por la piel de los muslos. Los olores le provocaban náuseas y tenía los ojos ardiendo. Abrió la puerta del baño y recordó el camino hacia la salida, al pasar por el costado del salón escuchó que el Presidente del Instituto del Libro decía algo sobre la nueva generación de escritores que atendían los reclamos de la patria. Logró llegar a la puerta sin que nadie se percatara de su huída y sólo el guardia lo miró con gesto grave que se le torció en mueca cuando sintió la peste que despedía.
Salió de la embajada y se puso a caminar por la avenida en dirección al mar. ¿Habría hecho bien en presentar ese cuento? ¿O debió haber entregado el que escribió el año pasado sobre el niño que se quedaba solo a la deriva en el estrecho de la Florida?
Caminó unos pasos y el aire del mar le trajo algo de alivio; sintió un poco de frío con la camisa mojada adherida a su cuerpo. En el césped había un hombre totalmente borracho que le dijo:
—Oye tú, peste a mierda, no tendrás un cigarrito pa' regalarme?
Ernesto
Carrodeguas de Arce nació en Cuba hace cuarenta años. Aproximadamente. Vive
en Argentina.
El planeta y su gente me han hastiado. Sus vericuetos son una
prensa de metal que me pone sus toneladas encima convirtiéndome en alfombra y me
arrastra por vidrio molido. Me levanto y camino deforme. Hablo y me siento
disfrazada de conejo, sin alfabetizar. Debo estar en el centro de una vereda del
centro, con ropa sucia y oscura, mientras la gente me confunde con un indigente
y me ofrenda sus monedas de diez. ¡No me tiren limosna, tírenme respeto!
Pronuncio estas sandeces y ahora estoy acostada. Tengo el techo a dos
centímetros de la cabeza. La mera escena de mí misma vista desde tus ojos me
dificulta la respiración. Así que abro la alacena donde se esconde mi ropa,
donde me esperan los libros de biología que se deslizan hasta golpearme la nariz
y luego me sepultan.
Es de noche. El perro de al lado dice boludeces. Me acerqué a
su cucha para aclararle lo equivocado que está: River es lo más, no ese equipo
maloliente de la ribera. Bajo al kiosco y pregunto si no tienen pastillas contra
la imbecilidad. La kiosquera dice no con cara de imbécil, y yo pienso que en
realidad no me las quiere vender porque tiene miedo que yo se las meta de prepo
en la boca, pero, y claro, parezco ser la única con intenciones de vencer este
mal.
Es de tarde y la mesa no quiere entrar en razón. Ya
discutimos varias veces sobre su xenofobia. Yo no voy a aguantar más que le siga
diciendo "bolita de mierda" a mi pelota de golf. Viene Marie Curie con un tubo
de ensayo en la mano y me dice que ahí adentro tiene un pedazo de seso y un
futuro, que son de mi pertenencia, y que se los quiere quedar. ¡Ma, si! Yo ya
tengo bastante con el material que me ha dejado.
Son las doce y me llama el de la tele. Quisiera decirle que
no, pero sus dientes torcidos me derriten; sus historias de sangre, hijos y
dolor de muelas. Me prendería un pucho si estos bronquios pelotudos me
permitieran vivir bien. Me tiraría de una terraza si me salieran alas de los
omóplatos. Me comería una bananita dulce con jugo de hombre bueno, me daría un
saque, sobredosis. Odio a los médicos, amo los hospitales.
Soy reptil en el hielo; arena en tu vaso de agua; control
remoto sin pilas. Soy aspirante a un puesto en una cadena yanqui. Lapicera
escasa de tinta, así que escribo con sangre. Sangre, sangre, sangre. La
inseguridad, el flagelo de nuestros días,
Un día frutal, con castañas y margaritas, deposité mis
asentaderas en el pasto herrumbrado y amarillento, xantofílico. Abrí un libro,
pasaban los peatones. Leía las letras sin decodificarlas. Una rolliza
sudorípara; un pibito poxirraneando; un falso picnic entre una ratera en jumper
y el noviecito del mes. Entre medio de sus espacios y sus tiempos se conjugaban
el doctor y su servidor tibetano, pero con el sonar de una ambulancia
desaparecían por completo. Un bondi repletando de humo la plaza atestada. Me
dieron ganas de fumar. Busqué los cigarrillos por un rato hasta que caí en que
ya no fumaba más. La ansiedad oral es una tragedia diaria. Saqué de la mochila
maltrecha el equipo de mate. Algo debía tener encima para cuando la necesidad de
chupar acosa en lugares públicos.
Preparé el mate como me enseñara en una revista el señor que
ganó el premio al matero del año. Lo agité para sacarle el polvo mirando al
cielo y tuve la sensación de que iba a llover con locura. Hasta había ese olor
post-coital a tierra mojada. Pasó un punk con una cresta verde de extremo mal
gusto. Hundí la bombilla en un masturbatorio movimiento en giros. Vertí el agua
a 80 y pico Celsius de mi termo hasta dejar un mate jugoso a la vista. Chupé con
ganas, una seguidilla absurda de mates hasta que las gotas pesadas me obligaron
a ponerme debajo de un árbol, y no tuve más opción que hacerme amiga de un can
pordiosero, que olía a muerto y jamás me dijo su nombre.
Una vez, alguien que carecía totalmente de sabiduría me dijo
de lo triste que era ir al cine solo. Otro de esos amantes de las perogrulladas
me dijo que en la vida todo es cuestión de acostumbrarse. Y una vez, una
desquiciada que habitaba por acá, cerca de mi cerebro, me susurró que era
urgente y menester colocar bombas en toda la provincia y alrededores.
Pero nadie me dijo que esto iba a ser así.
Nadia
Hardy, que no se llama Nadia, nació el
9 de julio del 79 en San Martín. No escribió nada
que conozcas.
Yo soy ella, esa nena chiquita que cuando está oscuro tiene miedo de que salga el monstruo que vive en el placard y se coma cruda a toda su familia, entonces me despierto en la mitad de la noche casi al borde del llanto, agarro mi osito de peluche y me escondo bien abajo de las sábanas para que no me encuentre, pero a la mañana cuando me levanto yo ya soy él, un señor serio y callado que mira a todos desde la cabecera de la mesa mientras desayuna mate amargo con noticias económicas, y entre mate y mate espío por arriba de mis anteojos al par de ojos que me escudriñan intentando descifrar mis pensamientos, les devuelvo una mirada amenazante y me río despacito para adentro, porque soy un señor serio y los señores serios no se ríen, miro el reloj, son las ocho y media, armo el nudo de la corbata lo más rápido que puedo y salgo a la calle con mi mejor vestido, toda una señora, madre de dos hijas, abuela de una nieta dando consejos a diestra y siniestra a quien quiera o no quiera oírme, hasta la tarde, cuando la mayoría de las veces soy ese perro que se sienta solo en la esquina y cada tanto le muerde los tobillos a algún ciclista de puro aburrido. Aunque debo reconocer que algunas veces -las menos- en este hipo de personalidades que es mi vida también me encuentro a mí mismo, y entonces por un rato yo soy todo yo... esos momentos son mi mayor felicidad, estiro de punta a punta mis extremidades y me hago cosquillas en la planta de los pies disfrutando mi cuerpo a más no poder. Pero la tranquilidad dura poco, porque ahí nomás vuelve ella para pedirme que por favor esta noche no apague la luz, intento explicarle con palabras dulces que no pasa nada, pero como siempre logra convencerme y prendo el velador para que se quede tranquila, después, como quien no quiere la cosa, me voy caminando despacito para no hacer ruido con las pezuñas, me meto en el placard y espero en silencio hasta que todos se quedan dormidos.
Una habitación con poca luz ubicada en cualquier lugar. En el centro un hombre de ojos rasgados come arroz con palitos chinos. El silencio es absoluto y sólo se interrumpe cuando, por error, algún palito golpea suavemente el borde del plato. Sorpresivamente ingresa en escena una rubia platinada enfundada en un tapado de piel blanco, bastante mayor y con aires de actriz de Hollywood venida a menos. Corte. Toma fija del plato con restos de arroz. De fondo se oyen gemidos y gritos en algún idioma extranjero. No hay subtítulos.
Eleonora
Koren
nació en Capital Federal (aún no era Ciudad Autónoma) el 23 de noviembre de
1977, después se trasladó a Banfield donde todavía vive. Algunas veces escribe,
el resto del tiempo lo dedica a otras actividades.
Una de las características de ser
camarógrafo es la diversidad de realidades a las que uno se ve expuesto. Voy a
referirme a una jornada específica, con el propósito improbable de redimir unas
muertes.
Locación: Un campo a 30 kilómetros de Gualeguaychú.
Objetivo: Grabar imágenes para un hipotético programa
televisivo de caza mayor.
Recuerdos varios: La cerveza más disfrutada en mucho tiempo,
con una gelidez resaltada por el calor entrerriano, insoportable en Enero. Las
empanadas de carne, de una fritura deliciosa, que obligaban a comerlas en la
típica posición, rodillas marcando las diez y diez, en el patio contiguo al
comedor habitado por una taxidermia apabullante en cantidad y variedad. Las
manguereadas más importantes de toda mi vida profesional, luego de comprobar que
la pileta prometida era un simple tanque metálico de escasos dos metros de
diámetro, y lleno en un siete por ciento de su capacidad por un musgo acuoso. La
noche y el amanecer en el apostadero, para poder tomar imágenes de “los bichos”
( tal era el nombre que daban los cazadores a los más diversos mamíferos)
incluyendo micciones en una botella de jugo Mocoretá abierta al medio, para no
espantar a los animales con olores o ruidos.
Pero la situación que interesa se da apenas llegados con mi
compañero al campo en cuestión. Luego de una breve prueba de armas y municiones
salimos con los dos cazadores rumbo al acecho de un grupo de búfalos que se
presumía recorriendo la zona. Eran, en rigor, búfalos de agua, una especie que
insospechadamente habita la región y tiene grandes similitudes con lo que se
intuye de un búfalo prototípico.
Ellos, los cazadores, tenían la indumentaria y los gestos de
manual, eran lo esperable, aunque ver esa plausibilidad encarnada en hombres no
dejaba de ser notable. Nosotros, por otro lado, estábamos disfrazados con un
camuflaje verde oliva forzado y polainas de símil cuero para protegernos de las
posibles víboras. Con cursilería evidente se podría decir que ellos portaban
fusiles Remington 375 HHMG y nosotros cámaras Sony DSR-390P.
Una vez parapetados, luego de una marcha cuerpo a tierra más
insoportable por lo aparatoso de la actuación que por la incomodidad y el calor
dañino, comienza la cacería propiamente dicha. La manada está a la vista y con
el duplicador que le agregamos al lente para hacer las aproximaciones
pertinentes se pueden ver algunos detalles en los movimientos de los bóvidos,
aunque con cierto hiperrealismo rayano en la abstracción. En ese momento recordé
la charla dos días previa a mi llegada al coto de caza, en la cual se me pedía
especial atención en el instante de los disparos, ya que matar cada animal
costaba un dinero exorbitante y perder el momento en que se los ultima era casi
imperdonable.
Se escucha el primer tiro y luego los subsiguientes. No
quiero extenderme aquí, sólo diré que es difícil hacerse una idea del tiempo que
les tomó morir y de la actitud de protección que adoptó el resto de la manada,
formando un círculo perfecto alrededor de la víctima: un espectáculo
impresionante.
Al acercarnos confirmamos que por impericia el cazador había
dado muerte a dos ejemplares en lugar del único pactado previamente y con
impactante solemnidad también se supo que ambos eran hembras preñadas. La
lejanía no había dejado ver las ubres hinchadas.
Continuamos tomando imágenes. En un momento dado me encuentro
a centímetros del hocico sangrante de una de las víctimas, que había caído en su
final, luego de interminables cabildeos, cerca de unos arbustos de sutil
desorden geométrico. Hago foco en el ojo abierto, negro, reflectante, sin vida
del cuerpo yaciente del animal, y es entonces cuando certifico la obviedad de
que el registro electromagnético que estoy creando en la cinta de video decreta
aún más la muerte de la hembra.
Eventualmente vino un tractor verde, enganchó los cuerpos y
se los llevó arrastrando, para hacerlos desaparecer tras la línea del horizonte.
Federico Merea, nacido en Buenos Aires, treintaiún años atrás. Es fotógrafo. Anda vivo.
Último encuentro
Susana
Ortiz, 18 años, morocha aguerrida, concubina de Juan Sánchez. Tenía varias
causas por tenencia y venta de droga y prostitución que, siendo menor, le habían
hecho pasar varias temporadas en distintos institutos.
Susi había ido con su prima Mariela a una bailanta de San Miguel. Para ver qué pasaba. Juan la sacó a bailar y pagó la bebida toda la noche para las dos chicas. Estaban los 3 muy borrachos, se subieron a un Alfa Romeo negro y fueron a la casa de Juan que no era más que un galpón por la zona de Billinghurst. Al entrar se encontraron con muchos autos. La mitad enteros, los otros a medio cortar. Esa noche no estaban trabajando, todo era silencio u oscuridad. Subieron a los cuartos del piso de arriba. Juan sacó la bolsa de merca del bolsillo, la derramó en un plato de vidrio y convidó. Susi tomó un par de líneas. La prima gentilmente no aceptó. Él dijo ahora vengo.
-Dale, boluda, tomá que está buena.
-No. No quiero hacer cagadas. Además este tipo no me gusta, es muy pesado. Me quiero ir a casa.
-Bueno, tomatelás con carpa.
-Pedíme un remís.
-Andáte a la mierda, pelotuda.
-Me rajo, no te metas en quilombos. Chau.
La prima desapareció discretamente.
Juan tenía 33 años y no había logrado encariñarse con ninguno de los maridos de su madre, ni con ella. Cuando era chico, tendría unos 9 o 10 años, lo llevaron a Devoto a visitar a su hermano mayor, que cumplía una condena de muchos años. El Negro le dijo que era mejor estar muerto que estar ahí adentro. Lo iba a recordar toda su vida.
No sabía cuándo había empezado a robar. Primero estéreos, después autos. A los 22 cayó por robo calificado. Le dieron 4 años y salió en 9 meses. Como era en Provincia estuvo en comisaría, no en un penal.
De ahí en adelante, la cosa se puso más seria. Hizo varios trabajos para algunas bandas famosas. Levantó autos para el Gordo Valor, pirateó camiones de alto riesgo, esos de los que van con custodia. Estuvo en el robo de un blindado como chófer. Aprendió a tirar con pistola. Nunca le gustaron los fierros pesados. Hacía 2 años que tenía el desarmadero de socio con gente de la bonaerense.
Susi estaba mirando ropa en el Unicenter. A ella le gustaba probarse más que comprar aunque Juan siempre la habilitaba con guita. Se le acercó una chica de jean y remera más o menos de su edad.
-Hola, Susana.
-Hola, ¿te conozco?
-No pero yo sí.
No faltó ni aclararlo. Susana sabía que ella era policía.
-¿Qué pasa?
-¿Tomamos un cafecito?
-¿Puedo decir que no?
Se metieron en el reservado de un café del patio de comidas. Susi había contado por lo menos 6 ratis, además de la mina. Se acercó una camarera.
-¿Qué tomás?
-Un Fernet con Coca.
-¿Qué querés?
-A Sánchez. Él ya está jugado. Si lo entregás, zafás. Si no, quedás por las tuyas.
-Juan tiene banca.
-Nosotros somos de la Federal, hay varias brigadas metidas. Alguien lo dejó pegado en algo más jodido que los autos.
–Esos son los quilombos de Juan, yo soy el gato de él.
–Asociación ilícita, robo en banda, además tenés antecedentes. Tenemos fotos, escuchas. Perdés seguro.
Susi trató de evaluar rápidamente la situación. Había hecho suficientes cagadas con Juan. Seguramente tenían razón.
-¿Y cómo me asegurás que yo no quedo pegada?
-Tenemos un estudio de abogados que hace esto para nosotros.
-No tengo un mango.
-Lo pagamos nosotros.
-¿Qué tengo que hacer?
-Decínos dónde están los fierros. Quiénes son sus contactos en la bonaerense. Y afanáte una 38 corta marrón que usaron contra el guardia de seguridad del camión.
-No sé si pueda. Nunca quedo sola mucho tiempo adentro.
-No tenés mucho para pensar. Tenemos un par de días.
-Hacéme un papel firmado.
-Contá con eso.
La policía dejó la plata en la mesa y se fue.
Martes 10 de Junio. 11 horas.
Juan estaba en la playa de estacionamiento del Jumbo de Pilar mirando con atención el movimiento de entrada y salida de autos. Esperaba una 4 x 4 Toyota plateada que ya la tenía calada.
-Hola, Juan.
-¿Quién habla?
-De parte del sub. La tetona te está garcando.
-No te metas con mi mujer, la puta que te parió.
-Fijáte. gil.
-Moríte, vigilante.
Agarró otro celular y llamó a Gutiérrez.
-Decíme.
-¿Dónde estás?
-En la Delegación.
-Tengo que verte.
-Afirma. En una hora en el galpón.
-OKA.
Martes 10 de Junio. 12.30 horas.
Llegó Gutiérrez. Juan estaba sacado, muy mal. Hacía 2 días que no dormía y encima tenía que aclarar esta buchoneada.
Gutiérrez era un sargento gordo y pelado. Nunca lo habían ascendido porque tenía varias manchas en su historial. Era el único nexo real entre Juan y sus socios bonaerenses.
-¿Qué sapa?
-Me avisó alguien de parte del sub que la tetona me está garcando.
-Debe ser un gil que te quiere joder.
-Ese número sólo lo tienen vos y el sub.
-Qué joda. Guardáte con tetas un par de días. Dejáme ver qué pasa.
-OKA. Me voy a Lobos a pescar. Llamáme al 4128. Mirá que ese número sólo lo tenés vos. Antes tengo que cobrar el laburo de anoche.
-Te llamo cuando sepa algo.
-OKA.
Martes 10 de Junio. 13 horas.
Susi bajó de un remís en la casa de una tía que vivía en San Martín. Llamó por teléfono al número que le había dado la chica policía.
-Hola.
-¿Quién habla?
-Susana.
-¿Te decidiste?
-Sí. ¿Y el papel?
-¿Tenés el fierro?
-Sí.
-Bueno, tenés que venir a declarar al juzgado.
-No declaro si no tengo el papel.
-Vení, que lo firmamos acá.
-Quiero hablar con el chabón antes de entrar a declarar.
-Está bien. Quedáte en ese número que ahora te llaman.
Martes 10 de Junio. 16 horas.
Juan fue hasta ruta 8, al desarmadero del Rubio Julián. Entró por el costado del mostrador y ni miró al empleado. En la oficina del fondo estaba un hombre de unos cincuenta años que tenía el pelo completamente teñido de rubio.
-¿Qué hacés Julián? ¿Tenés lo mío?
-Hoy a la noche, recién.
-Necesito un adelanto. El lunes vuelvo y arreglamos.
-Tengo 2 lucas, ¿te va?
-Dale, necesito un toque.
-Pasá para el fondo.
Susana estaba muy intranquila y dura como una pared. Ese llamado no llegaba.
-Hola.
-Soy el Dr. Emilio Jorqueira.
-Soy Susana.
-Estoy al tanto de su situación. Si todavía está dispuesta a declarar, firmaríamos un escrito como testigo de la fiscalía.
-¿Y?
-Bueno, eso supone que el juzgado va a ser benevolente con su situación.
-A mí me dijo la chica que no voy a quedar pegada.
-Es lo más probable.
-Pero no es seguro.
-Quédese tranquila. Esto es un procedimiento habitual.
-Tengo que ir al juzgado.
-Sí.
-Sola no voy.
-Bueno, si quiere nos vemos en un café que esta frente a los Tribunales de San Isidro. Antes de entrar a declarar. Lleve el papel. Bien, la veo a las 8 de la noche si le parece bien.
-¿Cómo lo conozco?
-Quédese tranquila. Yo la voy a reconocer a Ud.
-Si Ud. no viene, yo no hablo. Dígaselo a la yuta.
-Está claro.
Martes 10 de Junio. 19 horas.
Volvió al galpón y fue a levantar a la Susi. Pero ella no estaba. Ni su ropa, ni el perfume importado, ni la bolsa de merca. ¡La concha de su madre! En un minuto se dio cuenta de que estaba hasta las pelotas. Bajó corriendo las escaleras y sacó una camioneta Fiat. Seguro que el Alfa está quemado, metió la mano bajo el asiento y sacó la 9mm que puso en el bolsillo de la campera. Estacionó a 1 cuadra del galpón y se puso a esperar. En menos de 15 minutos pasaron unos cartoneros demasiado prolijos. Nunca los había visto antes. Ya estaba todo claro. Puso primera y no paró hasta llegar al Tigre. Pagó una pensión de mala muerte cerca del puerto de frutos. Estaba muy cansado y se tiró a dormir.
Martes 10 de Junio. 20 horas.
El bar está vacío. Susana vestía una campera de jean y el pelo recogido, no llevaba maquillaje. Las pupilas más dilatadas que lo normal. Está tomando un Fernet con Coca.
Aparece un tipo de traje con sobretodo marrón. Se sienta en la mesa y pide un café corto cargado.
-¿Cómo está Susana?
-Toda cagada.
-Va a salir bien. Quédese tranquila.
-¿Trajo el papel?
-Sí. ¿Lo quiere leer?
-No, léamelo usted. Y explíqueme bien.
-Bueno.
El abogado leyó cuatro carillas de tamaño oficio. Cada tanto se detenía para explicar algo o por alguna pregunta de ella.
-¿Me van a cagar a mi también no?
-No. Usted va a quedar libre.
-¿Por qué tengo que confiar en un gorra?
-¿Qué alternativa tiene?
-La puta que los parió. ¿Dónde firmo?
-Acá, y en la última hoja. En las dos copias.
-Firme usted primero.
-No hay problema. Es lo mejor que pudo hacer.
Caminaron hasta el edificio del juzgado.
Miércoles 11 de Junio. 1 de la madrugada.
Susana está terminando de declarar. Fueron dos horas donde le preguntaron de todo. Sobre Juan y ella. Juan y los ratis. Juan y el rubio. Le mostraron fotos de personas. ¿Las había visto? Ella negó todo. No conocía a nadie. Conocía los códigos.
¿Dónde estaban las armas? En el fondo del taller debajo de una tapa de pozo ciego. Dibuje un croquis. ¿Cuántas había? Un montón, más de diez fierros. Si sabía quién era el dueño de la 38 marrón, que estaba sobre la mesa. Dijo que sí, que era de Sánchez como las otras. Su abogado no intervenía. Sólo hablaba ella con un hombre de traje oscuro con cara de cansado.
-Sra., lea la declaración antes de firmarla por favor, a ver si está usted de acuerdo.
-Que la lea mi abogado. ¿Quedo detenida?
-No. Por el momento, usted está en esta causa como testigo no como imputada.
El abogado de ella opinó por primera vez.
-Aunque quizás sería mejor que le aportemos una custodia hasta que todo termine.
-No, ni loca. Me voy a casa.
Firmó el escrito. Afuera la estaba esperando la policía del Unicenter.
-¿Adónde vas?
-A casa.
-Andá a un lugar donde Sánchez no te encuentre.
-Voy a lo de una tía. Él no la conoce.
-¿Tenés guita?
-No, me voy en remís. Dame 20 pesos.
-Tomá.
-Chau gorra.
Llegó a San Martín a las 2 de la mañana, molida. Se durmió vestida.
Suena el celular de Juan que lo despierta con susto.
-Hola. Habla Gutierrez.
-Sí.
-Estás jodido. La mina te mandó al frente. Están reventando el taller en este momento.
-No jodas.
-¿Tenés algo pesado adentro?
-No. Los autos nada mas.
-¿Seguro?
-Sí, tarado. ¿Pero quiénes son?
-Viene de la Federal.
-Concha de su madre.
-Borráte, Juan.
-¿Adónde, gil? Tengo 2 lucas. Habilitáme algo para salir del país.
-Borráte, Juan. No tenés a nadie. ¿Entendés?
-La puta que te parió. ¡Gorra!
Juan cortó.
Se duchó y se vistió apurado. Llevó la camioneta hasta la playa de estacionamiento del Casino. La cerró y fue hasta las máquinas tragamonedas. A los 10 minutos. Salió por una puerta lateral y caminó hasta la estación de trenes. Descartó los celulares en un tacho de basura. No sabía hasta dónde estaban pinchados.
Bajó en Barrancas de Belgrano y caminó hasta un local de Audio/TV. Miró por el vidrio y vio que estaba sin público. Saludó a la chica que atendía el mostrador. Era Mariela que al verlo se puso pálida.
-¿Qué hacés, nena?
-Acá andamos, Juan.
-¿Sabés algo de tu prima?
-Ni idea.
Le pegó una trompada que la volteó y le rompió el labio. Juan dio la vuelta al mostrador y la sujetó del pelo.
-Decíle a esa perra que aparezca, que la voy a llamar mañana a tu casa, que si no está se vaya probando un lindo cajoncito.
-Sí, Juan, sí.
-Me tendría que haber quedado con vos.
-Sí, Juan sí.
-Mañana a las 12. ¿Entendiste?
Salió de un portazo.
La prima llega a la casa de San Martín en un remís. Tiene la cara toda hinchada.
-Vino al local. Estaba como loco.
-¿Qué más te dijo?
-Nada. Que si no lo atendías, te iba a reventar. Que te va a llamar a casa mañana al mediodía.
-Puta Madre. Ahora hay que esperar que pierda. Le van a dar un montón de años.
-¿Y si nos encuentra?
-Estamos en el horno.
-Boluda, yo me quedo acá. No puedo volver a casa así.
-Bueno, acomodáte. Quedó algo de sopa, te la caliento.
-Dale.
-¿Trajiste algo?
-Sí, un poquito.
-Bueno, pelá que no me banco más.
Juan estaba en el auto. Había seguido a la prima hasta San Martín. No sabía si la yuta estaba adentro. No quería arriesgarse. Afuera parecía todo tranquilo.
Miércoles 11 de Junio. 19 Horas.
La prima salió para el lado de la esquina. Juan la agarró del brazo como si fuera el marido. Se tenía que jugar aunque estuviera la cana.
-Calláte o estás chorizo.
-Sí, Juan.
-¿Está sola?
-No.
-¿Está la yuta arriba?
-Sí. (mintió Mariela)
La acercó al teléfono público de la estación de servicio.
-Marcá el número.
-Sí, Juan, sí.
Cuando escuchó la voz de Susana, le apretó más fuerte el brazo y la prima soltó una queja.
-Susi, vení que te necesito.
-Olvidáte Juan, sos historia. La gorra te busca hasta por debajo de la cama......este teléfono debe estar pinchado...
-No me importa, te quiero ver. ¡Vení o sos boleta vos y la puta esta!
-Está bien. ¿Dónde estas?
-En la Shell de la esquina. Vení o te voy a buscar.
-Ahora bajo.
-Así me gusta, pendeja. No me cagués de nuevo.
-Me apretaron, Juan.
–La puta que te parió. Buche.
Miércoles 11 de Junio. 19:05 horas.
Juan está sentado en un extremo del local al lado del vidrio. Tiene la pistola con la mano derecha bajo la mesa entre las piernas. La prima está sentada a su izquierda. Dos vasitos de café se enfrían sin ser tocados.
Susi viene caminando por la vereda y antes de llegar a la esquina se cruza con la policía joven, que le hace un gesto para que siga caminando que todo esta bien.
Llega a la mesa temblando y se sienta frente a el.
-Juan, me apretaron.
-Ya sé.
-Soltála.
-Andáte puta.
La prima se levanta y apenas puede evitar salir corriendo.
-¿Qué vas a hacer?
-Me voy a borrar. Veníte conmigo.
-¿Adónde? Somos dos semáforos.
-Tengo una guita grande para cobrar del rubio. Pasamos por ahí, levantamos un coche y nos vamos a Rosario. De ahí un micro a Paraguay.
-Bueno, Juan. Yo no te quise cagar.
Diario Popular, 25 de Mayo 2004
Tenía pedido de captura, tomó de rehén a novia y fue detenido.
Un hombre que tenía dos pedidos de captura en su contra, fue detenido al tomar como rehén a su concubina y tirotearse con la policía en el Partido de San Martín.
La investigación que derivó ahora en la detención del sujeto comenzó luego que una joven denunciara que su pareja la había amenazado en varias oportunidades. Según se informó, efectivos de la Delegación Departamental de Investigaciones de San Martín lograron identificar al agresor, un sujeto de 33 años.
Los uniformados allanaron su domicilio, ubicado en la calle Industria de la localidad de Billinghurst, donde secuestraron armas de fuego y chalecos antibalas.
Un encuentro peligroso
Tras realizarse el procedimiento, la chica de 18 años, recibió un llamado de su novio y resolvieron encontrarse en una estación de servicio situada en el cruce de la Ruta 8 y la calle José Hernández.
Voceros policiales señalaron que fueron alertados sobre esta situación, razón por la cual montaron un operativo en la zona. Al advertir la presencia de los uniformados, el hombre tomó como rehén a su pareja, apuntándole con un arma en la cabeza y se enfrentó a tiros con los efectivos. Los policías a su vez repelieron la agresión y se produjo un breve tiroteo que terminó con el sujeto buscado herido. De inmediato fue trasladado al Hospital Castex, donde se constató que tenía heridas en el tórax y en el cráneo, mientras que la mujer y el personal policial resultaron ilesos.
José Luis Pascuet, argentino, contemporáneo, vivo.
Ñusleter -ventanal de literatura