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24hs



 

ANTOLOGÍA DE INÉDITOS # 2

 

Sonámbulos | Adriana Blanco |

Yo quise ser Polichinela
| Marcos Bruzzo |

La vuelta de Francia
| Diana Cegelnicki | El hijo del SOL |

La noche anterior | En el taxi
|
Virginia Elías | 

Sube y baja en tecnicolor | Gabriela García | 

Viaje
| Johana Gómez Arn |


La barra brava
| Alicia González |

Esclavos provenientes de Madagascar
| Hilario González |

Una vez más | El pianista
| Gustavo Zini |
 


Sonámbulos

1
    Hasta que conocí a mi marido los sonámbulos eran cosa de historietas, chistes o dibujos animados. Con sus camisones y sus brazos elevados hacia delante caminando como autómatas por cornisas o lugares peligrosos, sin que les pasara nada hasta regresar a su cuarto.
    Pero ese concepto cambió totalmente cuando pude ver a uno real en acción.
    De novios, era una de las anécdotas familiares preferidas de mi suegra. Varias veces, contaba, de chiquito se había levantado completamente dormido, recorrido la casa y bajo la supervisión de la madre vuelto a la cama. Al día siguiente no se acordaba de nada. Incluso en una ocasión fue sorprendido cuando abría la puerta de calle. Yo escuchaba y sonreía: cuentos exagerados de madres.
    Desde su infancia al casamiento habían transcurrido muchos años pero quizá las nuevas rutinas de la vida en común, el estreno de casa, cama y esposa, de alguna manera activaron los resortes del particular fenómeno otra vez.
    -¡Quedáte quieta y no te asustes pero hay alguien en la habitación!- me despertó poniéndome una mano en el hombro. Petrificada del espanto durante unos segundos, atiné a abrir los ojos en la oscuridad y al ir acostumbrándome a ella no vi nada fuera de lo común en la pieza, menos a nadie al acecho. Lo miré y dije: 
    -¿Dónde? No veo a nadie. ¿Lo soñaste?
    -No, no, está ahí ¡cuidado!-me contestó con los ojos abiertos, sentado en la cama, señalando el placard. 
    -¡Es imposible!- le reproché. -¡Por Dios me estás matando de susto! -dije prendiendo la luz y confirmando que todo estaba bien. De repente él cambió el tono y la actitud; me preguntó qué me pasaba, si me sentía mal.
    -No, para nada -¿Qué te pasa a vos? ¿Con qué estuviste soñando?
    Tomé conciencia de que recién se había despertado y las historias de mi suegra volvieron en seguida a mi memoria.
    Le conté lo que había hecho y entre risueño y escéptico me dijo que no se acordaba de nada. Le di unas cortantes buenas noches. Apagué la luz y dormimos sin otro sobresalto.

    Ese episodio fue el primero de una larga lista : dormido, solía hablar o levantarse de noche, prendía el calefón o la cocina, ponía agua a hervir; a veces se vestía con algunas prendas, y a la mañana aparecía con una remera o unas medias puestas. Ya me iba acostumbrando pero reconozco que era inquietante ver a una persona con tanta actividad mientras dormía y cuando despertaba parecía haber cruzado el Leteo.

    Al cabo de unos meses el sonámbulo dejó de serlo y la paz volvió a las noches hasta que nació nuestra beba. Dormir se convirtió en un lujo de aquellos y en las pocas horas en que lo lográbamos, las incursiones nocturnas de mi marido volvieron.
    Deduje por fin que las situaciones novedosas o de stress en algún modo eran el gatillo de esa conducta. De vacaciones los cuartos de hoteles o de casas que alquilamos fueron testigos.

2
    Nuestra hija nos traía a maltraer con el sueño y el agotamiento se nos notaba a leguas de distancia. Se acercaba un fin de semana largo y mis padres se ofrecieron a quedarse con la beba para que nosotros pudiéramos descansar en algún lugar.
    Más que agradecidos aceptamos la oferta e ilusionados con la perspectiva de dormir y de una mini-luna de miel nos fuimos a unos encantadores bungalows a las orillas del Atuel en un paraje increíble.
    Si mal no recuerdo, todo el primer día tratamos de recuperar el sueño perdido.¡Qué placer! Abrir los ojos y no tener que correr a preparar mamaderas ni cambiar pañales. Simplemente dejarse estar y escuchar el murmullo de las aguas.
    El segundo, en cambio lo aprovechamos haciendo algunas excursiones y al caer la tarde decidimos una velada romántica como hacía tiempo no teníamos: rica comida, muy buen vino mendocino a la luz de candiles porque no había electricidad en el lugar. 
    Mientras me duchaba y él preparaba la mesa, atisbé por la ventanita del baño que en el bungalow de al lado, unos hombres solos que eran nuestros vecinos ocasionales organizaban un asado en el patio lindero y un juego de cartas.
    Maldije nuestra suerte, porque lo último que deseábamos eran ruidos molestos; pero reconozco que bastó con correr la puerta ventana que daba al fondo y abrir la que daba al río para ambientar "ad hoc" nuestro living-comedor.
    Todo transcurrió de maravillas; hablamos, comimos, nos mimamos y tomamos mucho. El vino es una de mis debilidades. Si bien no llego a la ebriedad, un estado de inmensa plenitud se apodera de mí y "floto" a veinte centímetros del suelo, eufórica, contenta y muy desinhibida, lamentablemente sólo por un rato; después caigo en el sueño más profundo. Él se recostó en un sofá con una copa todavía en la mano, me dijo que subía enseguida. Yo ya lo había hecho y estaba en el dormitorio desnudándome.
    Me acosté a oscuras y ya algo dormida oí rechinar la escalera. Poco después, un cálido abrazo prólogo de otros, además de besos y caricias intensas. No recordaba haber hecho el amor de esa manera antes. Sentí cómo en los últimos tiempos, la rutina y la maternidad habían opacado nuestra pasión pero ahí estaba no sólo intacta sino mejorada, diferente.
    Era tarde creo. La luz que entraba era mucha y me permitió ver que estaba sola en la cama. No había escuchado en qué momento él se había levantado. Bajé y lo vi en el sofá del living, tal como lo había dejado la noche anterior. Me agaché a su lado, lo besé despertándolo y con una sonrisa sugerente le pregunté cómo estaba. Mi marido, confundido, cuando logró ubicarse en tiempo y espacio, me pidió disculpas, que el cansancio acumulado, que las caminatas del día, que el vino. Sentí que mejor me callaba. ¿Soñadora yo? Sonámbulo él?
    Fui hasta la cocina a tomar un café. Mientras se calentaba el agua, salí por la puerta ventana que seguía abierta a mirar el río, a despejarme y a pensar.
    Los vecinos estaban cargando el auto para irse, los observé sin curiosidad cuando uno de ellos, tal vez más joven que yo, se detuvo al verme, cruzó su mirada con la mía de una manera intensa, sugestiva y burlona. Ese intercambio, quizá por alguna causa intuída, me asustó. Volví rápido a la casa bastante alterada y al trasponer el umbral, me tropecé con mi marido quien me abrazó juguetón. Después, con expresión seria se deshizo en excusas y yo, en dudas.


Adriana Blanco. Nació en Buenos Aires (1957). Vive y trata, entre otras cosas, de escribir.

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Yo quise ser polichinela

    Me llamo Mario, a veces me dicen Marito, pero a mí no me gusta. Yo ya tengo siete, y en setiembre cumplo los ochos: ya soy grande. Yo soy el mayor de mis dos hermanos, el Negrito y la Susy, ellos tienen cuatro y dos, son unos nenes, todavía. Voy a segundo grado en la escuela 28, ahora, porque mis padres se mudaron; estamos viviendo en la casa donde yo nací, que tiene muchos cuartos, y un terreno grande, muy grande, y los fondos dan al parque. Si paso al otro lado del cerco, puedo llegar hasta el arroyo. Cuando vuelvo de la escuela, juego toda la tarde con mis amigos del barrio, el Cabeza, Quito y mi perro Vago. Él vino a casa de la calle, estaba hambriento, y nosotros le dimos de comer y lo cuidamos. Ahora él nos cuida a nosotros. Tiene el pelo blanco y negro, y es muy guardián; a veces, el Cabeza lo tira al pozo que hay en el fondo y terminamos peleándonos. Mi mamá está un poco gorda ahora, en cambio mi papá es alto y flaco, y alguna vez me lleva con él en su camión color gris, que es bastante viejo. Él lo usa para sus trabajos de albañil. A mí me gusta ir con él hasta el arroyo, cuando va a pescar con los amigos; ellos conversan mucho, pero pescar, casi nada. Papá hizo el Torreón del Parque -el que está al lado del arroyo-, también hace casas o arregla otras. Mamá trabaja en casa, ya dije que es muy grande y por eso le da mucho trabajo; nosotros también se lo damos, y a veces nos grita: "¡Ustedes me van a sacar canas verdes... y de las otras!". Pobre mamá, ¡qué mala sangre se hace! Ella es bastante mandona, pero como yo le ayudo un poco a cuidar a mis hermanos, conmigo se lleva bien. A ella le gusta conversar con las vecinas de enfrente; con las de al lado, no. De esa casa a veces vienen a buscar al Negrito para jugar; el Cabeza es el hijo de una señora que limpia en esa casa. A la mía viene a lavar una señora a la que llaman la Negra Paula -no es tan negra, pobre- y a veces trae a su hija. Nosotros la espiamos cuando ella le cambia las bombachas. Cuando mi papá está contento -¡qué lindo cuando eso pasa!-, nos lleva en su camión a toda la familia a pasear al campo, a cazar cerca de las sierras, o a pescar, en un arroyo que está lejos, el Tapalqué, porque allí podemos pescar mucho más. Adelante, en el camión iban con papá y mamá, Susy y mi tía Petty; atrás, en la caja del camión, íbamos el Negrito, el tío Any -se llama Aniceto- y yo. Jugábamos a ver quién avistaba a las perdices para que papá les tirara, él era un campeón, ¡al vuelo las bajaba! Y yo hacía de perro, para ir a buscarlas. La cosa venía en casa, cuando mamá tenía que limpiar los pescados o las perdices. Ella siempre protestaba porque decía: "Al final yo me deslomo limpiando, y él -por papá- no los come".  
    Mi tía Petty es una señora muy importante. Siempre va de una escuela a otra, todo el año, y cuando llega, se produce un revuelo de maestras. En la escuela mía dijeron: "¡Llegó la Visitadora de Higiene!". A los chicos les da miedo, y a las maestras ni te cuento. En seguida, se ponen serias, nos mandan a formar fila de a uno, y mi tía nos pone un palito con un algodón en la punta que moja en un líquido azul para limpiar la garganta, dicen. Después ella dice: "Marito, debes dar el ejemplo, y mostrar que no duele, levantáte el delantal", y me hizo un tajito y puso un remedio. La señorita dijo: "es la vacuna para que no tengan la difteria" -le pedí a ella que me lo escribiera. Algunas chicas lloran; nosotros, los varones, no. Nos dicen que los hombres no deben llorar. Qué pavada, ¿no? Y cuándo te das un golpe y te duele, ¿eh? Mi tía Petty es muy buena, a mí me lleva a pasar el día a su casa, voy en su auto, y aprovecho para ver todos los animales que tiene. Hay un cuervo que se llama Vicente, y me deja que yo le dé carne picada para comer; tiene gallinas, canarios que hacen cría y una gata muy peluda que es persa, me dijo. 
    Para el 25 de mayo, en la Escuela hacen una fiesta y los chicos tomamos parte y las maestras preparan los números. En segundo, mi maestra eligió a seis y a mí no. ¿Será porque soy nuevo en la escuela? Cuando llegué a casa, estaba triste. Mamá me preguntó qué me pasaba y le conté. Entonces ella dijo: "¿Y por qué no te puso a vos? ¿No le dijiste que sabías toda la canción? Siempre pasa lo mismo, ¡elige a los preferidos!" Al otro día cuando estaban los chicos ensayando, yo levanté la mano y dije: "Señorita, ¿por qué yo no tomo parte? ¿es porque soy nuevo aquí?" Presurosa, ella me contestó: "No, Marito, por favor, si quieres yo te incluyo. No pensé que te iba  a interesar". ¡Y para lo que me sirvió! Me puso, sí, ¡pero de HONGO! ¡Qué desilusión! Mis compañeros de grado, el Quique Cuatrochio y el Gordo Ferrarello se mataban de risa y se burlaban: "De hongo no vas a cantar nada". 
    El día de la fiesta, con todos en el patio y los padres mirando cómo la chica de sexto, la más linda, izaba la bandera, cantamos Aurora. ¡Hacía un frío! Menos mal que luego nos dieron chocolate caliente y un alfajor. ¡Y después, a tomar parte! Algunas maestras habían preparado algo del 25: los chicos disfrazados de señores españoles con sombreros negros y las chicas con polleritas largas con flores y trencitas. Cuando le tocó el turno a los de segundo, nosotros hicimos "Los seis polichinelas". ¡Yo hacía de hongo, agachado detrás de un cartón pintado! Pero igual fue lindo. Cuando terminó el acto, nos dejaron libres y los chicos nos fuimos al parque a juntar piñones. Algunos nos atrevimos a ir hasta el puente amarillo, ése que está cerca de la compuerta. Por allí se pasa al otro lado del arroyo, donde están los caballos del cuartel. De esto ni jota a mamá, que tiene miedo porque allí el arroyo es muy hondo y tiene miedo de que me caiga y podría terminar todo en una buena paliza.

Marcos Bruzzo tiene setenta y dos pero no los aparenta. También pinta.

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La vuelta de Francia

1 frasco de café instantáneo, 1 caja de galletitas, 7 pañuelos, 4 toallas, 11 camisetas, 2 pares de pantuflas rosas, 1 pijama, 6 pares de medias, 1 par de sandalias negras tacos altos, 1 mochila de lienzo, 1 caña de pescar, 2 trapos de piso, 2 camisas, 1 par de tangas, 1 sweater azul, 1 mochila de lona, 1 billetera, 2 artículos de toilet. 

Pedaleo con fuerza. La subida se hace pesada. Mediodía. siento el calor fuerte en la espalda. el grito familiar de los loros se vuelve demasiado agudo, empiezza a moletarme. el sudor se me pega en las costillas y destila por la entrepierna forzada en el esfuerzo. ffiesta negra.ccaramelos de cccolores eróticos que ccambian el gusto 
de la sedmen de jugos vaginales ccon ssabor a manzana, frutilla, limón tutti fruti. pepedalear con los ojos cerrados, ssin manoss , a.(punto)frenada en seco, esquivar, seguir suave, gusto ddulce en la boca http://www.sweetrelease.com ssólo con las piernas y el chillido de los loros cada vez más fuerte. estridente. La ssombra de los pinos demasiado alta para que me alcance. colores estridentes, calor agobiante, con alucinaciones cromáticas, vibraciones de silencio acústico, mareo, pedaleo cada vez z más acelerado envión en picada, velocíííssimmo contra la boca del tunel reberberando como un espejismo, un punto negro que me chuuupa, me abssorve hasta perdersesobre la tela del paisaje, estrellarse sobre el papel en blanco . Bbúsquese con lupqa y recórralo de un sólo impulso sumééérjase en su interior pequeño como una mota de polvo sobre un espejo, recoja los brazzos sobre el pecho, abandone las ppattas al placer contorrssionista de la arañña http://www.dot16.com déjese ll
evar por
el vértigo virtual, enrédesseen s sus miembros enunespacioacuoso, canal, a ciegas, empapado de escalofrío cibernético. La sedd 
me brota delas manos y bautiza el manubrio. en el mediodía total el sol se quiebra con fuerza como pedazos de arcilla sseca sobre mi cabeza. el alivio del tunel se borra de mi nuca a pasoss agiggantadoss. busco el crucce en el plano mental, adivino el mojón gráfico, detrás de aquella loma un ruido sordo me alcanza, me pasa un bólllido que corta las coordenadas en doss a velllocidad supersónica. mapititaa, auutitito... http://www.sigmaautomotive.com/TechieMon/micromap.html
http://www.sigmaautomotive.com/TechieMon/micromap.html auuuchhh ititittitoo!!

Se encuentran a disposición de quien lo solicite, acabadoras vibratoria para el relleno de hormigón en los agujeros del resquebrajado edificio vibragramático

Son livianas de servicio severo para
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Preguntas o Sugerencias. 


Diana Cegelnicki vive en el extranjero, terminó la carrera de Letras, le dedicó un poema a su hijo:

El hijo del  S O L

                                                        para ALEJAN dr O

        O

          O

   O

           O

                  O

  PAJAR  O


a Tope


La noche anterior

    Cuando se despertó ya casi no recordaba nada de la noche anterior. Demasiado alcohol, demasiado humo, borraban cualquier evidencia de una noche de excesos. Sólo quedaba esa cara que hoy ya no reconocía en un cuerpo extraño que al final de la noche había amado. 
    Mientras él dormía, trató de reconocerlo, trató de encontrar un refugio en esa cama nueva, pero ya no era anoche, y entendió que cualquier intento por intentar, sería en vano y aún más los alejaría para siempre, hasta el olvido. 
    Para no olvidar entonces, terminó con esa noche, y silenciosamente, para no despertarlo, buscó su ropa por el piso, se vistió cansada, se miró en el espejo por un rato, se mojó la cara, la nuca y la panza acariciándose e intentando darse ella misma un amor que la rescate del vacío.
    Siguió buscando el zapato que le faltaba, hasta que la encontró debajo de la cama. Vio en sus rodillas huellas de la alfombra.
    Nuevamente la idea de intentarlo y si tal vez... ¿y por qué no?, entonces escribió sobre un imán de delivery de la heladera su nombre y su teléfono con una birome que apenas escribía. Letra casi ilegible que se perdió entre números de pizzerías, helados y remises.
    Se sintió vulgar y ridícula. Sacó el imán y lo guardó en su cartera.  Mejor así. Mejor ni intentarlo.
    Lo miró por última vez.
    Abrió despacio la puerta y se fue sin decir absolutamente nada.
    Ojalá que abajo esté abierto y sino que esté el portero, pensó. Se miró la piel de cerca en el espejo del ascensor.
    El portero la saludó y la miró con ganas. 

    El balcón da a la calle, y él la ve caminar despacio por la vereda, reconociéndola apenas.


En el taxi

    Me duele la cabeza de tanto pensar. Las posibilidades van y vienen, la decisión correcta parece que no va a llegar nunca. Y este señor me cuenta que está cansado. Yo también señor estoy cansada y usted no lo sabe. Y me pide disculpas porque es la tercera vez que toma mal una calle y hace mi recorrido más largo. Me va a descontar unas fichas, me dice. Es el primer viaje que hace después de pasar 3 noches y medias en el hospital junto a su mujer que aún sigue grave. Y tiene que seguir trabajando, “porque sino...”. Igual que yo, quiera o no quiera, tengo que seguir. Quizás soy tan egoísta que puedo registrar su historia solo en ese punto en que se cruza con la mía.
   
Le digo que lo siento. No sé si lo siento, pero se lo digo. Me bajo le doy las gracias y acepto el descuento que me hace por habernos desviado de mi recorrido. Ya fuera del taxi pienso que se lo tendría que haber dejado. Me siento miserable. Y le sumo más culpa a la culpa. Soy insoportable.
    Quizás todo lo somos. Este taxista me contó su problema y no me pregunto si yo tenía alguno. Como hará con el hombre que subió después que yo.
    Paro en un kiosco para hacer cambio. La mujer que lo atiende llora porque le acaban de robar. Le pregunto si mucho, y la respuesta es obvia: hoy en día todo es mucho.
    Como si pudiera hacer algo por ella sigo preguntando obviedades pero es lo único que me viene a la cabeza. ¿Por qué no sigo caminando, me apuro busco otro kiosco y consigo lo único que necesito ahora que es cambio? ¿Qué puede aportarle a esta señora desconsolada mi presencia?
   
El kiosco se llena de gente, otros personajes que nada podrán hacer por ella tampoco, haciendo preguntas parecidas a las mías y la kiosquera se olvida de mí.
   
Al taxista y a la kiosquera no les importó descargar sus angustias en mis oídos desinvolucrados. Y después de todo, no los juzgo, quizás la soledad o la desesperación a veces sea tanta que cualquiera que esté ahí sirve, no importa si escucha o no, si le interesa o no, mientras esté. Mientras sea otro, distinto de uno y del propio dolor.


Virginia Elías 
nació en el 74 en Bahía Blanca. Vive cerca.

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Sube y baja en tecnicolor

No si yo sabía... está enculada... ayer se puso la pollera corta, esa que me puede, la de colores y a esta hora , sin ir más lejos, me había mirado como dos veces. Terrrcerrr piso... jugueteríaaaaa... uuuyyy... cuánto chico... menos mal que se bajan... me dejaron la cabina a la miseria... toda pegoteada... tan limpita quela dejé a la mañana... me callo... mejor me callo... mamita querida... subió el gerente... nunca lo hace a esta hora; por la jeta que trae, estamos fritos... no le cierran los números... cuando nos descuidemo nos rajan a todo... Cuaaaarrrtooo piso... liiiiibreríaaaa... siempre lo mismo... se bajan estos anteojudos que lo único que hacen es leerse los broli de garrón... qué gana de perder el tiempo... Dios mío... y bué... el que tiene plata... Quiiiinnnnto piso... bazaaaarrrrr... qué lastima, ya se baja... está re pulenta... así triste y todo... parece más linda... qué apurado para bajar... ese tarado... casi la empuja... la puerta... guarda la puerta... Seeexxxtooo piso... confecciones... estas gordas... si consiguen ofertas con su talle... yo soy Gardel y los guitarristas... qué culos... mi madre... despué dicen que en este íspa se pasa miseria... Séeeetimo piso... coonnnntaduríaaa... estos son lo muchacho nuevo... no los tengo junados... hasta luego Sr. Gerente... pase buen día Sr. Gerente... tanto saludo tanto saludo... a ver si pa achicar los gasto todavía me rajan a mí... uuuyyyy qué alivio... bajo solo... aprovecho y me mando el chegusán de cantimpalo que me hizo la Bety... pero qué miserable la mina esta... con todo el fiambre que dejé en la heladera... dos feta sola me puso... podés creer, dos feta... será de Dió... que lo tiró... yo sabía... me pongo a morfar y ñácate... un gil de goma que quiere bajar... a ver quién mierda es... porque no usarán la escalera digo yo... con lo buena que es pa’l cuore... pero no... atividad física nada... sólo joder... joder al pobre laburante... no te digo... las del segundo piso... las de peluquería... se iban a herniar... si bajaban... Doriiiiita... dichosos los ojos... pero qué buenamoza que se me puso... ¿solita?... va a buscar cambio... ¿no quiere que la acompañe? ay Alfonso... siempre el mismo... no se fijó la hora que es... me caigo y me levanto... recién las 12... faltan 5 pa la salida... buenas buenas... ¿a qué piso van las flores del edificio?... ¿vienen de comer?... ta lindo afuera, no... ¿hay sol?... y eso que la radio decía lluvia... Terrrrrcero... guarda la puerta... guarda la puerta... que después hay que pagarlos por buenos... 


Gabriela García, argentina, contemporánea.

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Viaje 

      Principio de la noche de un domingo de viaje. Hace pocos minutos se escondió el último rayo, y en las miradas de la gente se insinúa, con leve ensombrecimiento, el cercano retorno de la rutina de siempre. En el micro que me lleva desde La Plata a Retiro se escucha una radio local, junto al murmullo de los nenes rubios que se han sentado en el asiento posterior al mío. Apenas un metro delante, se sienta el chofer; siempre me gusta sentarme en el primer lugar, ese mismo que todos pasan por alto, ese que me sugiere ir viajando en una alfombra mágica, como sobrevolando la ruta.      Observo la noche por la ventanilla, negra pero templada, considerando que en 20 días comienza el invierno. Al frente, el parabrisas me muestra la ruta, el andar perezoso y pesado del micro, como un inmenso animal de carga cuyos músculos se afirman al asfalto para no ceder. Miles de vehículos, como bengalas intermitentes, cruzan por la vía contraria, dejando una estela de resplandor amarillo que al chofer pone nervioso.  
    Del lado de adentro, a modo de adorno, una faja gauchesca cuelga perpendicular y por delante del parabrisas. Se hayan prendidos a ella un sin fin de dijes, crucifijos y demás objetos fantasía. Me pregunto si aquellos fetiches serán propiedad del conductor, mientras los vaivenes de la ruta los mueven, como diminutos péndulos iluminados que reflejan el brillo de la luz blanquecina y tenue. La visión me resulta como hipnótica, y el ronroneo uniforme del motor me lleva a una especie de somnolencia que no termino de advertir. Cierro los ojos y el brillo titilante de chapitas se transforma en álamos con hojas plateadas, álamos al viento.  
    Mis ojos siguen cerrados, pero sé con certeza inexplicable que esto no es un sueño; es sólo un instante que necesito para encontrarme, entenderme, preguntarme algunas cosas.  
    Esos álamos, que sacuden sus hojas pequeñas y luminosas, son los álamos que horas antes, viajando desde Tandil a La Plata, me sorprendían de tanto en tanto. Mi tío maneja, ambas manos al volante con una seguridad que admiré desde siempre; mi tía hojea una revista y cada tanto ceba un mate, y en el asiento de atrás estamos acomodadas mi abuela y yo. Ita mira al frente como perdida, y yo desde al lado, la observo. Las arrugas que surcan el cuello, la piel colgante y suave, las facciones pálidas, muy marcadas. Su cara transcribe al aire una sensibilidad infinita y un aroma dulce y débil, que me sugiere la marcha dolorosa del tiempo.  
    Cierro los ojos para imaginarla de joven, y se me ocurren unos ojos azules, vivos y despiertos, pero con la expresión de humilde dignidad que han llevado siempre. El pelo brillante, los rulos rubios prolijamente ensamblados en un tocado poco actual. La piel de muñeca, las mejillas firmes, ligeramente ruborizadas. Es la mañana del primer día de Carnaval, en algún tiempo cercano a 1940. Sara tiene ya más de 25, aunque su hermosura intacta no los aparenta. Su cuerpo espigado y su cara de niña disimulan una mente lúcida y la capacidad adquirida para enfrentar la vida, luego de perder a su madre aún siendo pequeña. Se restriega las manos en el delantal nerviosamente mientras los seis hermanitos desayunan en tazones blancos alrededor de la mesa. Es viernes y las camisas denotan el uso constante, acumulado durante la semana. Ita dice que se apuren, que ya quiere levantar la mesa, y se apura juntando las tazas vacías. En el agua de la palangana, la sustancia opaca del jabón le permite ver su propio reflejo, y en él cree ver su realidad. Enjuaga una taza y piensa, no sin envidia, en sus hermanos menores, que empezarán el nuevo año de estudio al terminar el verano. Hasta hace pocos años ella estudiaba también; ahora extraña la rutina de la escuelita del pueblo. Enjuaga otro plato y piensa en sus compañeras del bachillerato. Algunas piensan en casarse, las más osadas se empeñan en estudiar alguna carrera sencilla. Otras simplemente se cultivan en el oficio de señoras o de humildes amas de casa, bajo la supervisión de sus madres. Todas se arreglan, se visten, se perfuman en las tardes para recibir al filito de turno, como inocentes angelitos acicalados. Seca el último plato y lo guarda en un armario.   
    Abro los ojos y la reencuentro, tibia y real en el presente; semi marchita, dormita recostada contra un almohadón. La quiero tanto… como se quiere a los juguetes viejos, que se guardan y que existen como depositarios de cariño. En el asiento delantero, mi tía lucha por no dormirse con la revista en las manos. Mi tío persiste firme al volante, inexplicablemente despierto, lúcido, inmune a la monotonía de la ruta solitaria, de los campos verdes, del cielo plomizo. Una sensación de ancha tranquilidad parece invadirme al tiempo que me alcanzan un mate tibio.  
    En la radio, un tango popular empezó a sonar como inadvertido. Mi tía sube el volumen.
    -“Escuchá, mamá; este tango es de tu juventud”.  
    Ita despierta como sobresaltada. “Ita, dice la tía que escuches el tango que pasan por la radio”.
    Las comisuras de los labios, antes tiesas, se estiran ahora en una sonrisa que ilustra momentos recordados con ternura. Blancos dientes pequeños aparecen. Gira la cabeza y me mira con una expresión pícara y conmovedora.  
   
Mi tía se da vuelta y cuenta alguna historia que creo haber escuchado antes, de muy chica.

Johana Gómez Arn, tandilense, debe tener 19 o 20 años. 

a Tope


La barra brava

    Entre las muchas cosas que me dejó mi padre, muerto ya hace muchos años, existía ese persistente deseo incondicional de ayudar al prójimo. Bien recuerdo que esa actitud sumada a un exacerbado sentido de la justicia le acarreó, en más de una oportunidad conflictos con parientes y vecinos, más la pertinaz queja de mi madre, haciéndolo cargo de que se ocupaba más de “esos negritos” -en alusión a la familia numerosísima que vivía al lado- que de los suyos. La herencia recibida justifica en parte mis reiterados intentos de mediar en causas perdidas o rescatar víctimas de la injusticia.
   
Hace unos años estaba yo empecinada en ayudar a una amiga a la que, después de deambular por casi todos los sanatorios de Buenos Aires con sus síntomas a cuestas, se le diagnosticó estado depresivo con crisis de pánico. Pese a estar medicada no lograba aún salir sola de su casa, tomar un transporte público o movilizarse en lugares concurridos. Ante la sugerencia del profesional que la atendía, no dudé en ofrecerle mi compañía, pensando que de esta manera iba a facilitar su curación.
   
Siendo una ferviente amante de la naturaleza, y pensando que su poder llega más que toda terapia o medicación, la convencí para ir a pasar el día al club que tiene el gremio que nuclea nuestra profesión en la zona de Núñez. Era la prueba de fuego, jamás se había atrevido, aún en compañía, a ir tan lejos.
    Coincidentemente, mi hermana, había llegado a la ciudad hacía unas semanas para realizarse la última sesión del tratamiento al que se sometía debido a su seria enfermedad. Su ánimo estaba muy caído. La ocasión no podía ser más propicia, le extendí la invitación y ella aceptó después de mi insistencia.                              
   
Sentadas en el asiento trasero del colectivo, intenté y con éxito una charla sobre variados temas de una superficialidad intencional, creando un clima distendido.
   
Un buen observador no podía dejar de mostrarse sorprendido ante la imagen que dábamos. Dos mujeres de una palidez cadavérica, la una por meses de encierro, la otra por la quimioterapia, envueltas en una cantidad desmedida de ropas, escoltando a una tercera, con un color de piel que manifestaba varias exposiciones al sol, y con ropa muy ligera en su cuerpo. 
   
Los árboles, la brisa, el almuerzo debajo del gazebo, todo parecía perfecto. Sentía una profunda satisfacción de mí misma. El día transcurrió en calma, parecía que nada podía alterarla. Sin embargo, algo lo haría .
    Los deseos de ambas de volver en remis sucumbieron ante mi insistencia proletaria. Esperábamos el colectivo en Avenida Libertador, cuando vimos pasar varios móviles policiales haciendo sonar sus sirenas, de uno de ellos surgió un grito de advertencia -“¡cuidado que viene la negrada!” Detuvimos la mirada en lo que venía detrás, pero sólo advertimos un tumulto de vehículos cuya procedencia no logramos descifrar, ya que en ese momento, arrivaba el colectivo al cual subimos presurosas. Realizamos varias conjeturas, que iban desde los piquetes a los cacerolazos mientras el colectivo se deslizaba lentamente por la avenida, tanto que quedó totalmente detenido. De los ómnibus, camiones y coches que teníamos a nuestra izquierda se arrojaba “la negrada”, según los dichos policiales, enfundados en camisetas verdes, mientras que a nuestra derecha, otros seres de la misma índole pero metidos en camisetas rojas y blancas hacían lo propio de otros vehículos.
   
El 15 comenzó sucesivamente a ser bamboleado de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, según fuera la “hinchada” que lo atacaba. Éramos la mosca ”blanca” atrapada en un hormiguero, hasta que apareció otro grupo, de la misma tonalidad de piel que los anteriores pero vestidos de azul. Eran las “súper hormigas” ya que estaban provistas de adminículos más desarrollados. Las puertas y ventanillas cerradas no servían con ellos. Cuando las primeras balas las atravesaron, el terror a bordo llegó a su punto máximo, todos al suelo, todos excepto las dos personas que yo había llevado a la aventura ¡para que se distrajeran!
   
Cuando pude “ver”, mi hermana permanecía sentada, el color de su piel ya no era gris, sino de un violáceo translúcido, le escuché que murmuraba -¡increíble, increíble, no me mató el cáncer y vengo a morir en manos de un “cabeza”, y encima gallina! Mientras le gritaba que se tirara al suelo intentaba, por otro lado sujetar a mi amiga, que en plena crisis de pánico se abalanzaba hacia las puertas aullando que la dejaran bajar.
   
El conductor, un ruso de enormes ojos azules, mientras tanto había quedado paralizado y con la vista fija en la horda de “oscuritos” que se batía en lucha encarnizada a su alrededor, quizás añorando los “rojos” soviet yendo contra los “blancos” de su país.
   
Un señor, de traje color camel, venía reptando desde el fondo, celular en mano y gritando no sé qué cosa de un diputado, mientras que dos señoras vestidas de blanco, blandían, desde el suelo sus raquetas de tenis, amenazando al chofer con un juicio si no las sacaba de allí. Me miré los brazos y agradecí al adorado sol que me había curtido la piel y otorgado un hermoso color marrón pensando en mezclarme con la multitud.
   
Una cuadra marcha atrás, mientras las piedras y las balas se encarnizaban con el colectivo, desvío, alguien subió y habló de muertos y heridos, silencio absoluto.
   
Cuando el miedo atenúo sus efectos sobre mí, intenté, desde mi maldita manía analítica, realizar algunos comentarios sobre la violencia social producto de las desigualdades de una sociedad en crisis. Por suerte me detuve cuando percibí en las miradas de las dos víctimas, que había intentado salvar, un dejo de acusación. ¡Qué ingratas! Ahí fue cuando pensé: ¿no sería cierto eso que dicen los viejos que no hay comedido que no salga perdido?...


Alicia González
, porteña, del 48 en adelante.

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Esclavos provenientes de Madagascar

    No es esta una historia relacionada con develar las oscuras tramas del comercio de personas a través del Africa Negra. “Esclavos Provenientes de Madagascar” era una frase muy utilizada por mi abuelo cuando veía que una persona traía algo escondido en el alma, algo que no podía contar a nadie, un secreto, una confesión, un robo, una muerte. En esos casos mi abuelo era capaz de decir: “Eh!...Tú... ¿Qué traes con esa cara? ¿Esclavos Provenientes de Madagascar?”. Se trataba de un asunto misterioso, oscuro y a la vez inconfesable, deshonesto o inmoral, tanto como podría resultar dedicarse a traer esclavos de las lejanas islas africanas, sin que el resto del mundo, incluyendo los familiares más cercanos, sospecharan siquiera si se estaba tramando o se había cometido un crimen terrible.
   
Sólo para entretenerse, mi abuelo se sentaba en el umbral de su casa y, mientras veía a la gente pasar, jugaba a adivinar qué argumento podía tejer con los retazos de historias pasadas o futuras que barría de las almas de los transeúntes, sólo con mirar profundamente a los ojos o viendo como movía los brazos o las piernas. Un simple gesto, como esquivar la mirada o bajar los párpados al chocar con la intromisión de mi abuelo en su interior más escondido, hacían que la persona se delatara prácticamente sin quererlo y sin atenuantes.
   
Muchas veces él callaba pensando que no era conveniente torturar por demás a una persona que llevaba una pesada carga sobre sus hombros como para tener que verse acorralado al tener que admitir que escondía una culpa pesada en su alma. Luego, si consideraba que esa persona valía la pena o que se estaba a tiempo de salvarla, buscaba el momento oportuno para interpelarla y tratar de evitar que cometiera algún acto, que después fuera a provocar un arrepentimiento mayor o una culpa superior o más oscura.
    Él podía ver más allá. Sabía ver a través de la fachada que le presentamos a los demás, esa imagen que nos devuelve el espejo. Sabía qué había detrás de los espejos, detrás del vidrio y de la capa negra y dorada que reflejan un perfil falso de nosotros mismos. Sabía ver detrás del mundo aparente. Nadie podía esconder su alma desnuda a la mirada profunda de mi abuelo. Sabía distinguir una mentira aún antes de que la pronunciaran. Sentía un engaño aún antes de que el engañado supiera que lo iban a engañar.
   
Mi abuelo murió hace mucho tiempo pero esa frase, “Esclavos Provenientes de Madagascar”, perdura en mi memoria, junto con muchas otras enseñanzas. Cada vez que veo pasar a alguien por la calle con una mirada perdida, con ojos que parecen de vidrio, los hombros caídos y abatidos, ¿cómo resistirme a la tentación de hurgar en su alma atormentada para espiar sus más negros secretos? Heredé esa sensibilidad y casi nunca, o nunca, mejor dicho, me ha fallado. Aunque no tengo la fineza que tenía mi abuelo para detectar hasta el más mínimo pecado, puedo penetrar lo necesario, sobre todo si la carga negativa es lo suficientemente fuerte.
   
Claudia llega del mercado, cansada, abatida, oscura y, sin ninguna duda, trayendo Esclavos Provenientes de Madagascar en sus bolsas pesadas. Una profunda tristeza me invade al descubrir, sin mirar, que trae veneno para ratas entre la mercadería que acaba de comprar. Advierto que esconde un sentimiento que le pesa en el corazón, una culpa, un arrepentimiento, un crimen. Un crimen por venir. La desazón y la desesperanza llegan al máximo cuando, con asombrosa facilidad, descubro qué hará con ese veneno.
   
No siempre un don reporta un beneficio para el portador de esa cualidad. En este caso, la decepción me conmueve. Tantos proyectos, tanto futuro juntos, tantas vivencias compartidas, tanta basura que resulta hipócrita a la luz de los acontecimientos que se planean en la cabeza de Claudia. No puedo soportar, ni entender, tanta furia, tanto querer hacerme el mal, después de tanto amor que nos dimos. Tampoco podría vivir sin ella y sin comprender los motivos que ella tenía para intentar matarme de esa horrible y dolorosa forma.
   
Fiel a las enseñanzas de mi abuelo, nunca revelé mi habilidad a mi esposa. Él decía que los Esclavos Provenientes de Madagascar podían anclar en cualquier puerto, en cualquier alma y que saber eso algún día podía salvar mi vida. En este momento, se me ocurre que mi abuelo, pudo prever este desenlace e intentó advertirme a su modo de lo que estaba a punto de ocurrirme. Nunca me dijo nada directamente, pero ahora me resulta claro. Desearía no haber tenido ese don. Hubiera preferido morir sin saber que ella me traicionaba.
   
La sopa está sobre la mesa. Las palabras están demás. Ya nada me interesa en este mundo. Tomo mi cuchara y devoro con avidez la sopa envenenada. El alma de Claudia ríe en silencio, pero yo la puedo oír. Como siempre, después de cenar, ella toma las pastillas para combatir sus regulares dolores de cabeza. Esas pastillas que yo cambié por cianuro y que hace un mes se viene tomando desde que decidí terminar con su vida, sólo porque el hastío había invadido nuestras vidas.
   
Todos tenemos Esclavos Provenientes de Madagascar escondidos en las bodegas de nuestras almas, algunos los combaten o los reprimen y otros los podemos ver y los liberamos trágicamente cuando ya no importa nada. 
   
Y vos lector... ¿dónde escondés tus Esclavos Provenientes de Madagascar?

Hilario Ignacio González nació en la Argentina de los 60. Se lo puede cruzar en cualquier momento. 

a Tope


Una vez más 

    Una vez más estaba a punto de lograrlo. Los años le pesaban como un libro que se sostiene con los brazos extendidos. Apoyó su bastón en el último escalón y se tomó unos segundos para recuperar el aliento. Algunos metros después de la escalera estaban el tren y el alivio. Pero mientras buscaba, casi desesperadamente, vencer la tentación de echar una última mirada hacia atrás, su cabeza giró, desobediente, en la dirección del puente Scalzi y la vio (como siempre, sin entender qué buscaba ahí parada).
     Ella estaba mirándolo, como desafiándolo a seguirla, a luchar por ella, a desesperar por alcanzarla (como era de esperar).
     Bajó las escaleras de un salto y corrió como un loco. No quería perderla entre aquél rompecabezas de gente sin forma. Sentía la adrenalina en su cuerpo y los sentidos alertas. Parecía un animal detrás de su presa, o un mártir inconsciente detrás de su destino (una vez más).
     Por un instante se perdió el contacto visual entre ambos, pero ella lo esperó el tiempo suficiente para mantener una distancia prudencial, y entró rápidamente en un bar casi vacío. Apenas unos segundos después salió distraídamente, con el pelo de otro color (¿acaso era tan tonta como para creer que podía engañarlo?).
     Maldecía no poder correr como antes, y la mujer parecía escapársele. La úlcera del estómago le dolía como nunca y los viejos lentes empañados por su inquieta transpiración convertían a Venecia en un mundo difuso y nebuloso (como siempre la había deseado).  
     Así lo fue llevando, como un imán misterioso, de vuelta a la plaza San Marcos, dando extraños rodeos, doblando en calles laterales, mutando rápidamente de ropa, de cabellos, de rostro, de edad (¿acaso era tan tonta como para creer que podía engañarlo?).
    Finalmente desembocaron en la plaza y entonces su corazón se detuvo. La había perdido, una vez más, entre la multitud y la penumbra incipiente. Miró al cielo mientras se reprochaba lo insensato de la carrera alocada. Buscó interpretar la posición de las agujas del reloj para asegurarse de que estaba a tiempo de volver corriendo a la estación a tomar el tren que tenía planeado. Y entonces la vio (y volvió a paralizarse). 
    Cada una de las miles de mujeres en la plaza tenían su rostro. Ella era todas y todas a su alrededor eran ella. El rostro irrepetible repetido hasta el cansancio, escondido en una nueva burla
(¿acaso era tan tonta como para creer que podía engañarlo?).
    Se sacó los anteojos para desempañarlos, caminó lentamente hasta pasar por debajo de las arcadas laterales y se apoyó contra la puerta de uno de los negocios cerrados. Ya era casi de noche, y la gente se concentraba alrededor de los bares abiertos, dejando la galería vacía. No había nadie excepto ella que no dejaba de mirarlo. No pudo resistir más. Loco de furia sacó el puñal que inconscientemente había comprado ese mismo día, y lo hundió en el pecho de la mujer (una vez más).
    Con un lamento silencioso se derrumbó y dejó de existir (ya no podría seguir engañándolo).
    Nadie se dio cuenta del asesinato de la mujer ni de la huída precipitada del joven desencajado. Pocos minutos después, tras una carrera frenética y laberíntica estaba sentado en el primer tren que partía en apenas cinco minutos (esta vez no hubo ni dudas en la escalera ni mujeres esperando en el puente de la estación).
    Se acomodó en el asiento y apoyó el bastón debajo de la ventanilla, mientras el tren comenzaba a moverse. Una vez más abandonaba la inquietante ciudad, melancólico pero feliz. Una vez más partía con rumbo desconocido, hacia donde el destino y el tren elegido al azar lo llevaran. Una vez más se prometió volver tan pronto pudiera (una vez más).


El pianista

    En la foto el sol se filtra por unas cortinas pesadas, parcialmente descorridas, y cae de manera oblicua sobre la parte superior del piano, donde se apoyan dos objetos. Una mano firme y atenta, y un sombrero. Nazi. Del resto de la habitación no se ve mucho, la penumbra oculta casi todos los detalles, grandes o pequeños. Con esfuerzo se percibe un tercer objeto sobre el instrumento musical, un gran sobretodo negro, señal inequívoca del invierno. La luz que incide en la escena no parece ser la del resplandor cristalino del amanecer sino que hace pensar mejor en una tarde soñolienta. Mientras, sobre el teclado del piano desandan unos dedos largos y delgados (que reflejan un largo período de hambre y sufrimiento en el gueto de Varsovia). Esas manos sobre el piano contrastan fuertemente con las del oficial nazi, que parece relajado. En las primeras se percibe, no sin grandes esfuerzos, la pasión de una probable última interpretación. Las otras, en cambio, lucen atentas, llenándose de música, del Chopin idolatrado, ajenas al horror de la guerra y al holocausto incomprensible. Eso es lo que más inquieta de la escena: el contraste entre la distensión placentera del Dios todopoderoso y la desesperación del artista fugitivo, que no piensa en el futuro (porque lo supone irreversible) sino sólo en interpretar su última pieza de manera magistral, para comulgar con su propio Dios.


Gustavo Zini
es del 69, ingeniero imaginativo. 

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